lunes, 26 de noviembre de 2012

Calvo como una sandía - Primera Parte


Calvo como una sandía, de cabeza redonda y reluciente, lisa y suave, sin imperfección alguna. A trasluz podían entrevérsele las ideas, todas, las bondadosas y las perversas. Dormía con un gorro que le tapaba hasta las orejas por miedo a que se le escapasen los sueños. De día lucía su inmensa llanura capital sin atuendos ni adornos, apenas mecida por unos hombros erguidos y un andar perfectamente acompasado, con sus pausas estudiadas y medidas al milímetro. Cada mañana sacaba brillo a su gran calvicie con una gamuza nueva tocada por unas gotas de aceite de almendras y vinagre de manzana. Este ritual invariable le confería un olor característico, aroma de dulce orgullo, de bien pagada satisfacción, fragancia no poco habitual, pero inmensamente distinta en cada individuo. Calvo nació, y calvo permaneció, por lo que nunca usó peines o champús, y cuando se lavaba la cara, el enjuague terminaba más allá de la nuca.

Carecía de profesión conocida; algunas malas lenguas decían que su propia vanidad le servía de sustento. Sus rutinas eran enfermizamente precisas. A las ocho en punto comenzaba su paseo matutino rodeando por su fachada exterior la desgajada muralla del pueblo, siempre en el sentido de las agujas del reloj. No importaba la climatología, su voluptuosa calvicie era mostrada en todo su esplendor tanto si llovía como si el sol estiraba sus brazos. Por las tardes, en este caso únicamente si el tiempo era favorable, sacaba una pequeña silla de mimbre de tres patas a la puerta de su casa, se sentaba, abría un libro, y no se levantaba hasta que hubiese terminado. Cada día un tomo nuevo. De dónde los obtenía era un auténtico misterio, pues en aquel lugar nunca hubo biblioteca alguna. Si llovía, esta práctica era sustituida por una sonora sesión musical en la que, a coro con sus seis parejas de agapornis, se embelesaba a sí mismo mientras sus dedos recorrían las tres cuerdas de su majestuoso arpa.

Una mañana como otra cualquiera, cuando las estrellas se retiraban a sus aposentos, sacó a pasear su desierta azotea alrededor de la pequeña aldea en la que se circunscribían sus minutos y horas, sus días y años. Imperturbables, los componentes del singular entorno mantenían su habitual estatus a esas alturas de la estación: los algarrobos con sus eternas hojas ondeando al viento, el exiguo río que discurría lentamente tras la zona de frondosos huertos, los bichos chillando de pura asfixia bajo el cielo plomizo… Sus rítmicos andares seguían la senda habitual, sorteando las irregularidades del relieve de forma alegre y armoniosa, con el inconsciente descuido de quien, a fuerza de repetición, conoce al milímetro cada elemento de la actividad a la que se consagra.

Pero el destino es incierto, a veces cruel, y lo que creemos de sobra conocido puede truncarse en la fracción de tiempo que tarda un colibrí en aletear por segunda vez. Y allí estaba nuestro pelón protagonista, sumido en sus inconfesables pensamientos, cuando su pie derecho quedó atrapado en una prominente raíz de incierta procedencia, haciéndole caer de forma estrepitosa. Sus rápidas manos evitaron un daño mayor, pero fueron a apoyarse en una especie de cardo ligeramente punzante que al instante le provocó una urticaria de lo más molesta. Confuso, se levantó al instante, intentando inútilmente encontrar con la vista el árbol que se sostenía gracias a aquella gruesa raíz. Pero aquel tramo de camino era yermo, sólo algunos matorrales bajos distribuidos de forma aleatoria bordeaban el camino. Decidió no perder más tiempo en averiguar el origen de aquel fortuito acontecimiento y sus inciertas causas, retomando inmediatamente su habitual sendero.

Al llegar a casa respiró hondo. Su alivio se sincronizó con su turbación, consiguiendo restablecer los latidos de su corazón y devolverlos a su cadencia ordinaria. Se dirigió al lavabo, abrió el grifo y limpió los restos de tierra que aún quedaban en sus manos. Su mirada ascendió, sus ojos se enfrentaron a sí mismos ante el espejo y de inmediato se abrieron tanto que la imagen reflejada resultó tremendamente grotesca.

Se acercó hasta casi besar sus propios labios.

Palideció, y al instante su garganta emitió una especie de chillido ahogado -parecido a un rebuzno en sentido inverso- al confirmar que la sombra que asomaba en lo más alto de su esférica cabeza era, sin lugar a dudas, una minúscula concentración de incipiente cabello.

Desde aquel día, desafortunado quizá, ya nada volvió a ser igual.