viernes, 25 de junio de 2010

De un Marqués, un Puro y su Humo. Tercera Parte


Las trés de la mañana. El viejo reloj de pared dió la última campanada de la serie. Fue en ese momento cuando se despertó el Marqués. 

La sonrisa, con la que se había quedado dormido y que había mantenido durante todo su sueño, desapareció de su cara cuando vió las formas ascendentes y descendentes que formaban al Señor de Humo y que se mantenía, levitando, delante de él, absorto en sus propios pensamientos.

-¿Que haces aquí?- dijo el Marqués, con una voz grave y llena de rencor.
-He venido a verte- replicó el Señor de Humo. Su voz era tranquila y educada, como la de un mayordomo inglés.

El Marqués terminó su copa de coñac de un solo trago e hizo el ademán de apagar su puro, pero en el último momento se paró, como si hubiera recordado algo que pasó hace mucho tiempo, y lo dejó reposar en un cenicero.

-¡Te dije que no quería volver a verte!-, el Marqués se levantó de su asiento y atravesó al Hombre de Humo que durante un breve instante desapareció.

Pero la bella danza de hilos de humo, en colaboración con las corrientes de aire fria y caliente, hicieron que el Señor de Humo se formara, de nuevo, detŕas del Marqués. Lo hizo de una manera lenta, pausada, como si pidiera perdón por estar ahí, en esa habitación y haberle despertado de su sueño.

-He venido a disculparme-, susurró la figura fantasmagórica del Señor de Humo mientras terminaba de formarse.

-¿Ha disculparte?- dijo el Marqués, alzando la voz. -¡No has aparecido en veinte años!, ¡veinte putos años!. ¡Eramos amigos, joder!, y un dia, sin decir nada, no vuelves aparecer. ¡Me dejaste tirado!, ¿por qué?-, la voz del Marqués resonaba por toda la habitación.

-Tenía mis razones-, el Señor del Humo, impasible ante los gritos del Marqués seguía hablando tranquilo, como correspondía a su status. En otra época, él, también habría alzado la voz y perdido los papeles y habrían competido durante minutos a ver quien gritaba más fuerte. Pero esa época ya había pasado, y un Señor de Humo nunca hablaba ni alto, ni bajo, se expresaba con el nivel de voz que debía expresarse.

-¿Razones?, ¡que razones!. ¿Y por qué apareces ahora?, ¿por que quieres disculparte después de 20 años?-

-Porque, amigo mio, te estas muriendo...

[continuará]

viernes, 18 de junio de 2010

De un Marques, un Puro y su Humo - Segunda Parte

[Viene de... http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com/2010/06/de-un-marques-un-puro-y-su-humo-primera.html]

Había prosperado mucho desde la última vez que se vieron, eso tenía que reconocérselo.

Claro que por él también habían pasado los años.

Viendo al Marqués reclinado en su sueño, encajonado en aquel cómodo sillón; el Señor de Humo recordó la primera vez que se vieron las caras. Por aquel tiempo, él no era más que un Niño de humo: de esos que, de forma furtiva, habitan los servicios de colegios e institutos. Pero incluso entonces, el joven Marqués (que ni era marqués todavía ni era joven de espíritu) ya demostraba talento innato para forjar fortunas, pues atesoraba el dinero de los almuerzos ajenos mediante el estraperlo de cigarrillos usurpados del estanco de su padre.

Mientras revoloteaba entre los elegantes tapices del salón; el Señor de Humo dejó que sus recuerdos fluyesen con la misma agilidad con la que él danzaba por la habitación. Esos mismos recuerdos que le llevaron al tiempo en que fue un Joven de Humo, lozano, conquistador. Si, si... Conquistador. Porque a una sonrisa pícara siempre se le podía añadir el convidado de un cigarrillo para que alguna incauta se dejase caer en sus brazos. Y si no hubiera estado dormitando entre leves y sosegados ronquidos, bien que hubiera podido confirmarlo el buen Marqués: ¡cuantas jovenzuelas se habían dejado encandilar por el sabor prohibido de algún cigarrillo exótico!

Miraba a través del ventanal el Señor de Humo, contemplando los frondosos jardines de aquella suntuosa mansión. Y volvió a mirar al Marqués durmiente. Y supo entonces, viendo el rictus de su mentón y lo fruncido de su ceño que no era el Marques hombre que soliese reír a menudo.

¡Con las risas que habían echado en tiempos pasados, cuando era un Hombre de Humo de la Risa! Por supuesto, aquellos recuerdos estaban difuminados y, en ocasiones, le daban dolor de cabeza. Pero ya se sabe que si por algo no se caracterizan los Hombres de Humo de la Risa es por su buena memoria.

Muy diferentes eran el resto de los Hombres de Humo: aquellos no solo tenían buena memoria sino que tenían también la costumbre de hacerse notar de vez en cuando. Solían quedarse hasta altas horas de la noche, danzando en las gargantas ajenas. ¿Alguna vez has sentido esa sensación de plumas de ganso correteando por tu laringe? Pues ya sabes lo que son. Gente con poca clase los Hombres de Humo, pensó el Señor de Humo. Por suerte, él – como el propio Marqués y como todos los que hacen abundante fortuna – ya habían dejado atrás aquella fase.

Las campanadas de un viejo carillón sacaron de sus recuerdos al ensimismado Señor de Humo. El reloj le recordó que el tiempo corría y que si estaba allí, era por un buen motivo. Como buen Señor de Humo, su estricta educación le impedía salir de un puro sin que la situación (o la etiqueta) así lo exigiese. Sin embargo, existía un problema añadido. Un problema que quedó de manifiesto nada más ver como el puro seguía consumiéndose al tiempo que los ronquidos del Marqués se hacían más pausados y profundos.

Porque ¿a dónde iban los Señores de Humo cuando se apaga el fuego de su habano?

[Continuará]

De Un Marqués, Un Puro y Su Humo - Primera Parte

Cuando por fin se fueron las visitas, el Marqués se encerró en el enorme salón de al lado de la biblioteca. Cerró la enorme puerta de roble de doble hoja para que el servicio no le importunara y se dejó caer pesadamente en su enorme butacón de cuero corinto.

Al hacerlo resopló pesadamente como sólo un hombre de su talla puede hacer. Se desabrochó el incómodo último botón de la camisa, liberando su cuello y dejó que su mirada vagara por la habitación hasta topar con la chimenea. Tras observar absorto un instante su fuego, como sin ganas alargó sin mirar atrás el brazo y echó mano a la botella de coñac que había en la mesita. Era de ese tipo de botellas que no tienen etiqueta alguna. Tras servirse una buena copa volvió a dejar la botella sobre la mesita, justo en el mismo lugar dónde la había cogido y, aprovechando el viaje de su brazo, a tientas abrió el pequeño cajoncito que escondía la mesa para sacar un habano sensiblemente mejor que el que había ofrecido a sus invitados.

Dio un buen sorbo a la copa y encendió el puro de una larga calada. El humo que entró en sus pulmones le cambió del todo el humor y no pudo evitar que le hiciera sonreír. Había sido una noche larga y desagradable, pero ahora se encontraba tranquilo, feliz, tanto que sus pies se habían puesto a bailar sin que él se diera cuenta. Desde antes que llegaran sus invitados estaba deseando que se marcharan. Había sido la típica cena de compromiso en la que nadie quiere estar pero nadie puede permitirse faltar, en la que las conversaciones dan vueltas y más vueltas alrededor del asunto por el que todos estaban allí pero sin llegar nunca a tratarlo. Pero ya, gracias al cielo, se habían ido todos.

Con los ánimos renovados miró divertido su retrato que se encontraba colgado sobre la chimenea. En él salía reflejado con su perpetua mirada severa excelentemente plasmada, quizás por ello le gustase tanto ese cuadro. Riendo, recordó el día que mandó realizarlo y cómo el pintor le repetía una y otra vez – Sonría, Marqués, sonría usted – Y él le contestaba muy serio – Usted pinte y calle, que para eso le pago. A medida que iba fumando del puro y bebiendo de la copa, su felicidad iba aumentando, y se iba relajando cada vez más, hasta quedar profundamente dormido.

Si bien en las tremendas cabezadas que pegaba, se le bamboleaba tanto la cabeza que daba la impresión que fuera a caer en cualquier momento, mantenía bien firme la copa de coñac en su mano derecha y el oloroso puro encendido en la siniestra. El humo del puro, que subía recto hacía el techo se agitó en ese momento a causa del aire, ondulándose.

El fuego calentaba el aire más cercano a la chimenea y lo hacía subir, mientras que el aire más frío bajaba. Se creó así la corriente de aire que jugueteaba con el humo del puro, dándole caprichosas formas. Al principio fueron pequeños torbellinos con imposibles giros y anillos de humo concéntricos, pero al tiempo las figuras se volvieron más extrañas y complejas. Hasta que del humo del puro salió un Hombre de Humo. Bueno, un Señor de Humo, pues los Hombres de Humo bien se sabe que salen de los cigarros, y los señores de los Puros. Siempre ha habido clases, incluso para esto. [Continuará...]


Foto de Paula G. Furió con licencia Creative Commons, algunos derechos reservados.

viernes, 11 de junio de 2010

Un Trabajo Sencillo. Desenlace

[http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com/2010/05/un-trabajo-sencillo-tercera-parte.html]


Estaba completamente empapado. La lluvia caía como si del segundo diluvio universal se tratara. Hacía apenas 10 minutos que había abandonado la casa de la señora Wilmarth. Tenía que salir de allí. La visión de Margareth Wilmarth embarazada de 7 meses fue la gota que colmó el vaso. ¿Como era posible?, me preguntaba una y otra vez. El informe del ginécolo estaba bien claro: era IMPOSIBLE que Margareth Wilmarth pudiera tener hijos. Durante esta noche había visto muchas cosas realmente raras, cosas que no debería de extrañar a un detective privado de Arckam, pero esto...

Ya estaba a varias manzanas de la casa de los Wilmarth cuando paré en un callejón. Necesitaba reordenar los acontecimientos y, sobretodo, necesitaba un trago. Me senté en el suelo sucio y mojado del callejón y saqué la petaca. Ensimismado en mis pensamientos, mi mano se deslizó casi sin querer en el bolsillo derecho, allí se encontraba, todavia, el trozo de papel... ese papel sin sentido. Lo saqué y lo volvi a leer, otra vez más, nada. Pero entonces, las gotas de lluvia empezaron a caer sobre el papel y entonces todo lo empecé a ver más claro. Le dí la vuelta a la hoja. Había algo escrito, una especie de carta o.... una especie de... ¿contrato?.

Empecé a leer:

"Por el presente contrato, Margaret Wilmath y la Diosa Cthylla acuerdan que Margaret Wilmath será dotada con la bendición de ser madre. Como pago por este don, Margaret Wilmarth deberá entregar, en el septimo més de embarazo, dos almas, como regalo a la diosa. Firmado. Margareth Wilmath".

Todo empezaba a cobrar sentido, el Sr Wilmarth había sido la primera alma entregada a la Diosa, pero, hacía falta otra...

De pronto, además, del tintineo de la lluvia se empezó a oir otro ruido... otro ruido que ya había escuchado esta noche... ñiiiiieeeeeeeckkkk uuuuuulllllllllllllllll, ñiiiieeeeeeeckkkk uuuullllllllllll... Como buena presa, en la que me acababa de convertir, me levanté y salí del callejón. Bajo la lluvia y sin saber muy bien hacia donde, empecé a correr. No las veía, pero sabía que esas tenebrosas criaturas me seguían, las escuchaba arrastrarse, el viento me hacía llegar su característico sonido... ñiiieeeeeck uullllll, ñiiieeeeckkk uuullllllllll. Tropecé, sentí como una especie de tenctáculo intentaba agarrame de la pierna. Sin pensarlo, me levanté y volví a salir corriendo, entonces volví a caer, cansado, exhausto. Levanté la cabeza, esperando ver una salida, algo que me permitiera huir pero lo único que ví fue una figura que me resultaba familiar. Pese a que la veía a contraluz, su manera de andar, su figura, su coleta rubia y sobre todo su cuchillo resultaban muy familiares. No podía huir, las piernas no me respondían, había gastado todas mis fuerzas en escapar de las criaturas. La chica rubia ya estaba a mi lado.

Como si fuera una pluma, me levantó y me asestó varias cuchilladas. Sentía la fría y afilada chuchilla de la daga penetrar mi carne, sentía mucho dolor pero apenas tenía fuerza para soltar algunos gemidos. Medio muerto, me dejó caer al suelo y noté como se inclinaba sobre mí. Entonces, noté como la chica rubia se levantaba y se alejaba de mi. Giré la cabeza para poder ver de que huía. Antes de perder la conciencia solo pude ver a una figura de mujer, alta, con un paraguas, vestida con un abrigo y tacones, después todo pasó a negro.

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No se cuanto tiempo permanecí inconsciente. Cuando me desperté, me encontraba en mi habitación de hotel. Todo estaba oscuro. Lo único que iluminaba la habitación era una vela, que estaba casi consumida. El cuerpo me dolía horrores, me miré el pecho. Las heridas estaban cicatrizadas. ¿Que había pasado?. Debía haber muerto. A duras penas pude levantarme de la cama, pero tropecé, afortunadamente la pared paró la caida. Apoyado en la pared, me dí cuenta que había algo dibujado. Rapidamente cogí la vela y la acerqué a la pared. Habían dibujado una especies de simbolos raros, como antiguos. Pero lo más extraño de todo es que toda la habitación estaba totalmente recubierta de estos símbolos que no había visto en mi vida.

Entonces vi que en la mesilla de noche, habia un periódico, el "Arckam Today". Estaba abieto por la página de sucesos y habían señalado una noticia:

"Estrella del cine se suicida. Margareth Wilmarth, famosa estrella del cine, es encontrada muerta en su casa. Las primeras hipótesis se decantan por el suicidio. Fuentes cercanas a la familia informa que la actriz perdió recientemente el hijo que esperaba..."

-"Ya tiene sus dos almas"-, pensé.

Debajo del periodico vi que habían dejado una tarjeta de visita. Le di la vuelta. Michelle Van Cris. Investigadora de lo paranormal. Era la primera vez que escuchaba ese nombre, pero en ese momento supe que no sería la última.

miércoles, 2 de junio de 2010

Un Trabajo Sencillo. Tercera Parte.

Viene de...

[http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com/2010/05/un-trabajo-sencillo-segunda-parte.html]

- La señora Wilmarth lo está esperando. Último piso…

Y como si estuvieran sincronizados, el viejo ascensor de principios de siglo llegó a la planta baja al tiempo que aquel botones de aspecto grasiento y obeso colgaba el telefonillo del mostrador. Enfundado como un salchichón en aquel uniforme rojo, el tipo (que según una pequeña etiqueta en su pecho respondía al nombre de "Victor") volvió a su revista de deportes mientras me miraba con cierto rencor: quizá pensaba lo mucho que le costaría limpiar el barro que dejé sobre la moqueta burdeos del recibidor. Jódete, Victor, pensé. Tú al menos no tienes un trabajo de mierda.

Los Wilmarth vivían en uno de esos elegantes edificios de la parte vieja de la ciudad. Y en el ático, la residencia de los Wilmarth, que ocupaba la totalidad de la planta Agradecí el tiempo que invirtió el viejo ascensor, una caja enrejada de hierros gimientes, en llevarme hasta arriba del todo. Como si alguien me estuviese dando tiempo para pensármelo mejor. Una oportunidad de olvidarme de toda aquella locura. Dar carpetazo. Salir por pies.

Enfundé entonces mis manos en los bolsillos de mi empapada gabardina y mis dedos toparon con aquel papel. El maldito papel. Con un poco de suerte, la lluvia habría corrido la tinta de aquel informe. Pero no. Lo saqué, lo desdoblé y pude verlo otra vez. Seguía intacto. Y seguía siendo auténtico porque había comprobado su autenticidad. Una, dos… hasta tres veces. No había error posible: era un informe médico de una clínica privada. La paciente era Margaret Wilmarth. Y aquel pliego que guardé en mis bolsillos justo antes de tocar a su puerta era el informe original (la única copia, por lo que pude saber) de una prueba ginecológica.

Mi trabajo nunca ha sido fácil. No lo era cuando tenías que dar malas noticias a la cara. Cuando llegó el teléfono, las cosas parecieron hacerse más sencillas. Nadie tenía que ir a verte. Y tú no tenías que mirar a los ojos del cliente mientras le decías cosas como "el dinero que le roba su marido es para pagar porno infantil" O "su mujer prefiere desayunar el banana split de su mejor amigo".

Hacía menos de dos horas, le había dicho por teléfono a Margaret Wilmarth que su marido había sido asesinado. Si ahora tenía que decirle que, además, su marido había descubierto a sus espaldas que ella jamás podría darle un heredero, prefería decírselo en persona.

Escuché como unos pasos repicaban tras la puerta y sentí el sonido de la mirilla al deslizarse. Mientras un ojo me escrutaba desde el otro lado, me dio por imaginar qué aspecto tendría la señora Wilmarth.

Cuando la puerta se abrió, mi corazón dejó de latir por segunda vez en lo que iba de día. Ni llevaba ropa deportiva ni tenía el pelo recogido en una coleta. Pero por lo demás, allí estaba: bajo el umbral de la puerta, esgrimiendo una sonrisa amable y luciendo un elegante traje gris.

La chica rubia.

La chica rubia que había acuchillado al señor Wilmarth.

La chica rubia de las coletas a la que unas criaturas de pesadilla había deslizado alcantarillas abajo.

Nos quedamos en silencio. Ella, extrañada y divertida. Yo, petrificado. Con la sangre convertida en granizado de limón.

- ¿Quién es, Linda?

La voz procedía del interior de la casa. Suave, cortés. Y sorprendentemente familiar.

- Es su visita, señora.

- Ah, si. El señor Hasley… Hazlo pasar, por favor.

Linda volvió a mirarme y me invitó a pasar con un gesto amable. Conseguí romper el cemento de mis músculos y esbozar el triste sucedáneo de una sonrisa. Caminé a través de un largísimo pasillo que recorría el inmenso ático. Antigüedades de cinco mil dólares la pieza decoraban sus paredes. Pero mi mente estaba fija en un único y esperanzador pensamiento. "No te ha reconocido, Edgie. ¡Claro, joder! ¡Ella no llegó a verte!"

- Aguarde aquí. La señora le recibirá en seguida.

Dicho eso, Linda cerró las puertas correderas de un hermoso salón. Era enorme y estaba iluminado por viejas lámparas de gas. Afuera, a través del ventanal, podía verse Arkaham bajo la luz de los relámpagos nocturnos. Un bonito escenario para la ratonera en la que yo mismo me había metido.

No sé cuanto tiempo tardó la señora Wilmarth en aparecer. Pudieron ser segundos. Pudieron ser años. Tenía que advertirla. Avisarla de lo que su criada, secretaria, asesora o lo que fuese la tal Linda había hecho. Pero, ¿cómo hacerlo sin provocar un escándalo? ¿O sin poner sobre aviso a la propia Linda?

- Ah, señor Hasley…

Me di la vuelta, con la frase a punto de salir de mis labios. Una frase que no había necesitado mucho tiempo en ensayar. Algo así como "la mujer que tiene bajo su techo es la asesina de su marido. Ah, por cierto: y no podrá tener hijos nunca. Que pase un buen día."

La frase murió apenas vi a la señora Wilmarth. Era tal y como la había imaginado al escuchar su voz por teléfono: metro setenta y pocos, pelo castaño en media melena. Ojos grandes y marrones. Lucía un batín elegante, azul oscuro. Pensé que, en otras circunstancias habría sido delgaducha, casi escuálida.

En otras circunstancias, si. Pero no en aquellas.

Tendrá que perdonar mi tardanza… - dijo esbozando una sonrisa triste – Pero es que mi pequeño ya pesa bastante.

Y habiendo dicho eso, Margaret Wilmarth acarició suavemente su hinchado vientre de siete meses.

- Y ahora, ¿de qué quería hablar conmigo, señor Hasley?