viernes, 7 de diciembre de 2012

Calvo como una sandía - Segunda Parte



Cómo todos los días, justo a las siete menos un minuto cantó su gallo. Le había costado muchos años de esfuerzo lograr que el testarudo animal fuera tan preciso como un reloj suizo, pero si quería cumplir sus tareas diarias, así debía ser.


Ese minuto que le robaba a las siete, le servía para remolonear en la cama exactamente 60 segundos. Disfrutaba así de la transgresora felicidad que produce el holgazanear sin por ello dejar cumplir a rajatabla su apretada agenda. Su día sería una cadena de eslabones cuidadosamente engarzados donde nada podía fallar.


Justo a las siete, saltaría de su cama como un resorte para lavarse y adecentarse, no sin antes haber puesto en el fuego agua para su té y pan en el tostador. En el momento de saltar las tostadas él estaría secándose en el baño, llegando a la cocina justo para cuando las barritas no quemasen y poderlas untar sin peligro. Abriría entonces la puerta para encontrar el periódico en el buzón y con la sopa de letras como compañera, tomaría su té y sus tostadas con miel. Luego sería el momento de hacer la cama, colocar las zapatillas en su sitio, dar de comer a los animales y ordenar la casa. Una vez todo en orden, comenzaría su paseo, a las 8 en punto de la mañana, y más tarde... Bueno, más tarde llegaría más adelante. Ahora le tocaba disfrutar los 15 segundos que aún le quedaban antes de saltar de la cama.


Había soñado algo extraño, perturbador. Tras un instante intentado recordar sonrió ante la alocada ocurrencia de su mente. En su sueño había tropezado con una raíz y tras pincharse con un filoso cardo, una invasión de larguiruchos filamentos habían tratado de ocupar su yerma cima convirtiéndole en un vulgar no calvo


A falta de cinco segundos para levantarse sintió un leve picor encima de la oreja y en apenas un segundo, su mano se acercó a la cabeza para rascarse. Los siguientes tres segundos los empleó en conjeturar qué sería aquello que se interponía entre los dedos y su suave cuero cabelludo. 

A las siete menos un segundo, saltó de la cama sin esperar siquiera a que las campanadas de la iglesia comenzaran a repicar. No podía esperar, una mal presentimiento trepaba a toda velocidad por su estómago camino de la boca. ¿Sería posible que no fuera sólo un sueño? ¿Sería posible  qué...? Corrió al espejo donde se miraba siempre antes de salir a la calle, una de sus más ingeniosas creaciones y que merece, por tanto, un instante de atención.


A base de espejos cóncavos y convexos colocados estratégicamente por toda la estancia, nuestro mondo hombre lograba ver su impresionante testera desde todos los ángulos posibles, pero lo que vio esta vez, en vez de hincharle de orgullo, le hizo caer desmayado.


Cuando se recobró del susto ahí seguía. Su cabeza, su lisa y brillante cabeza estaba llena, repleta, abarrotada de cientos de miles de millones de pelos. Tenía una larga melena, larga, horrenda, cruelmente poblada, tanto como una fuente de espaguetis. Y lo peor era que, mirara dónde mirara, no hacía más que verla reflejada en todos y cada uno de los espejos.


Sólo había una solución posible ante tal situación. Cogió las tijeras con determinación y empezó a cortar sin piedad todo cabello que irrumpía entre cejas y cogote. Mientras cortaba veía con desagrado como esos larguiluchos invasores caían a su alrededor, rodeándole. Eran como gusanos, como serpientes, como boas que contristaban su corazón. Una vez hubo acabado cogió su navaja de afeitar para no dejar de ellos ni la raiz.


Tras la dura batalla, se miró al espejo y durante un segundo volvió a recuperar su vida, la confianza en sí mismo y su hermosa calva. Pero duró justo eso, un segundo. Enseguida comenzaron a formarse, como si de negras nubes barruntando lluvia se tratase, sombras en su cabeza.


Obcecado comenzó de nuevo a afeitarse, seguramente algo habría hecho mal, se decía ante la atemorizante posibilidad de que su calvicie le hubiera abandonado. Afeitaba un lado de la cabeza para comprobar que por mucho que corriera, nada más acabar, por el otro comenzaba ya a brotar el endemoniado cabello.


Por fin, con la cabeza roja de tanto raspar y la moral destruida, se dio por vencido. Humillado y resignado tenía que buscar una alternativa, una solución. No podía dejarse ver así y mucho menos salir a la calle con algo tan indigno como un sobrero. La única solución posible era no volver a salir nunca a la calle, así pues, no volvería a tener contacto humano alguno.


Fue entonces, con su decisión recién tomada, cuando alguien llamó a la puerta. A través de la mirilla reconoció su calva. Bella, lisa, perfecta, reluciente, como una bola de billar recién encerada. La emoción casi le hace desvanecerse de nuevo ¡Había vuelto! ¡Su hermosa alopecia llamaba a su puerta!


Abrió la puerta para agarrarla, abrazarla y besarla en toda su inmensidad y planicie. Pero su impulso tuvo que ser refrenado. La calva no venía sola. Debajo suya estaba ella. La impertinencia hecha persona, la mujer que vivía al otro lado de la calle. Y osaba además a presentar así, sin su ostentosa melena, burlándose descaradamente de él luciendo una inigualable calva.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Calvo como una sandía - Primera Parte


Calvo como una sandía, de cabeza redonda y reluciente, lisa y suave, sin imperfección alguna. A trasluz podían entrevérsele las ideas, todas, las bondadosas y las perversas. Dormía con un gorro que le tapaba hasta las orejas por miedo a que se le escapasen los sueños. De día lucía su inmensa llanura capital sin atuendos ni adornos, apenas mecida por unos hombros erguidos y un andar perfectamente acompasado, con sus pausas estudiadas y medidas al milímetro. Cada mañana sacaba brillo a su gran calvicie con una gamuza nueva tocada por unas gotas de aceite de almendras y vinagre de manzana. Este ritual invariable le confería un olor característico, aroma de dulce orgullo, de bien pagada satisfacción, fragancia no poco habitual, pero inmensamente distinta en cada individuo. Calvo nació, y calvo permaneció, por lo que nunca usó peines o champús, y cuando se lavaba la cara, el enjuague terminaba más allá de la nuca.

Carecía de profesión conocida; algunas malas lenguas decían que su propia vanidad le servía de sustento. Sus rutinas eran enfermizamente precisas. A las ocho en punto comenzaba su paseo matutino rodeando por su fachada exterior la desgajada muralla del pueblo, siempre en el sentido de las agujas del reloj. No importaba la climatología, su voluptuosa calvicie era mostrada en todo su esplendor tanto si llovía como si el sol estiraba sus brazos. Por las tardes, en este caso únicamente si el tiempo era favorable, sacaba una pequeña silla de mimbre de tres patas a la puerta de su casa, se sentaba, abría un libro, y no se levantaba hasta que hubiese terminado. Cada día un tomo nuevo. De dónde los obtenía era un auténtico misterio, pues en aquel lugar nunca hubo biblioteca alguna. Si llovía, esta práctica era sustituida por una sonora sesión musical en la que, a coro con sus seis parejas de agapornis, se embelesaba a sí mismo mientras sus dedos recorrían las tres cuerdas de su majestuoso arpa.

Una mañana como otra cualquiera, cuando las estrellas se retiraban a sus aposentos, sacó a pasear su desierta azotea alrededor de la pequeña aldea en la que se circunscribían sus minutos y horas, sus días y años. Imperturbables, los componentes del singular entorno mantenían su habitual estatus a esas alturas de la estación: los algarrobos con sus eternas hojas ondeando al viento, el exiguo río que discurría lentamente tras la zona de frondosos huertos, los bichos chillando de pura asfixia bajo el cielo plomizo… Sus rítmicos andares seguían la senda habitual, sorteando las irregularidades del relieve de forma alegre y armoniosa, con el inconsciente descuido de quien, a fuerza de repetición, conoce al milímetro cada elemento de la actividad a la que se consagra.

Pero el destino es incierto, a veces cruel, y lo que creemos de sobra conocido puede truncarse en la fracción de tiempo que tarda un colibrí en aletear por segunda vez. Y allí estaba nuestro pelón protagonista, sumido en sus inconfesables pensamientos, cuando su pie derecho quedó atrapado en una prominente raíz de incierta procedencia, haciéndole caer de forma estrepitosa. Sus rápidas manos evitaron un daño mayor, pero fueron a apoyarse en una especie de cardo ligeramente punzante que al instante le provocó una urticaria de lo más molesta. Confuso, se levantó al instante, intentando inútilmente encontrar con la vista el árbol que se sostenía gracias a aquella gruesa raíz. Pero aquel tramo de camino era yermo, sólo algunos matorrales bajos distribuidos de forma aleatoria bordeaban el camino. Decidió no perder más tiempo en averiguar el origen de aquel fortuito acontecimiento y sus inciertas causas, retomando inmediatamente su habitual sendero.

Al llegar a casa respiró hondo. Su alivio se sincronizó con su turbación, consiguiendo restablecer los latidos de su corazón y devolverlos a su cadencia ordinaria. Se dirigió al lavabo, abrió el grifo y limpió los restos de tierra que aún quedaban en sus manos. Su mirada ascendió, sus ojos se enfrentaron a sí mismos ante el espejo y de inmediato se abrieron tanto que la imagen reflejada resultó tremendamente grotesca.

Se acercó hasta casi besar sus propios labios.

Palideció, y al instante su garganta emitió una especie de chillido ahogado -parecido a un rebuzno en sentido inverso- al confirmar que la sombra que asomaba en lo más alto de su esférica cabeza era, sin lugar a dudas, una minúscula concentración de incipiente cabello.

Desde aquel día, desafortunado quizá, ya nada volvió a ser igual.

lunes, 29 de octubre de 2012

Los Dictadores - Índice

Notaba como el vagón se deslizaba lentamente por los raíles a pesar de que la oscuridad de la noche no me permitía ver más allá de la ventana. De vez en cuando la luz de un potente foco irrumpía el interior iluminando las caras de unos guardias cuyos rostros dibujaban la dureza de su trabajo y cuyos fusiles asomaban sombras horripilantes en las paredes. El movimiento de esas sombras fue lo más parecido a un saludo que tuve en todo el día, esa fue mi indigna bienvenida al gulag.


Así comienza "Los Dictadores". Para seguir leyendo, pincha en los enlaces de cada episodio:

- Primer Episodio: http://www.loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2012/08/los-dictadores-primera-parte.html

- Segundo Episodio: http://www.loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2012/09/los-dictadores-segunda-parte.html

- Tercer Episodio: http://www.loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2012/09/los-dictadores-tercera-parte.html

- Cuarto Episodio (Conclusión): http://www.loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2012/10/los-dictadores-cuarta-parte-conclusion.html

Esparamos que os guste.

LOS DICTADORES - Cuarta Parte. Conclusión.


Los sueños suelen ser grandes aliados de aquellos que, como yo, han consagrado su vida a la escritura. La caída de los gruesos muros de la consciencia, permite vislumbrar horizontes jamás imaginados. Son, podría decirse, mágica fuente de inspiración que riega los campos de la palabra.

Pero el obsequio de Morfeo puede ser una prisión más angustiosa y aterradora que el Psijushka cuando es precedido de una revelación tan abrumadora como la que yo recibí. Me asaltaron espantosas pesadillas que amenazaban con quebrar por siempre mi cordura mientras mi mente, libre de corpóreas ataduras, intentaba asimilar los últimos acontecimientos.

En ocasiones me encontraba en un gigantesco juego de ajedrez. Convertido en un insignificante peón, estaba a punto de ser sacrificado en una partida jugada por dos titánicas Matrioskas, una de marfil y otra de ébano. En cada turno, las colosales figuras se abrían para descubrir otra en su interior… ¡Pero del color opuesto! La partida comenzaba de nuevo mientras los peones caían indiscriminadamente, cubriendo el tablero de sangre.

Otras veces, yo era un diminuto roedor cojo y tuerto que frenéticamente intentaba huir por los tenebrosos pasillos de los calabozos. Era perseguido por un ser humanoide deforme y sin rostro. De su cuello colgaban ensangrentadas condecoraciones hechas con dientes humanos y en sus manos portaba una enorme edición de mi libro, con la que planeaba aplastarme. Desde las celdas orientadas al norte, soldados de albo uniforme jaleaban enfebrecidos al cazador. Los habitáculos orientados al sur contenían a una masa vestida de negro que alargaba sus huesudas manos intentando atraparme. Todos pidiendo mi muerte… Todos esperando el momento en que mi propia obra acabase con mi miserable vida.

Pero la escena más turbadora era aquella en la que me encontraba de nuevo en “el patio”, junto a la camilla de operaciones. Oculto bajo las sábanas yacía indefenso un Bukovsky de doble rostro. En mi mano portaba el reloj de “Cantor”, conectado a cientos, miles de barriles de dinamita. El segundero avanzaba inexorable hacia la detonación ¿Qué debía hacer? ¿Desconectaba la bomba? ¿Dejaba vivir al ser maquiavélico que nos había sacrificado para ganar una guerra? ¿Era capaz de matarlo? ¿Tenía derecho a hacerlo?

Asustado, descubrí que en el fondo admiraba el retorcido plan del líder negro. Convertir el gulag en una trampa mortal, dejarse cazar para atraer a Solznivik a la ratonera, someterse a esa arriesgada cirugía… ¡Todo para usurpar su identidad! Tal artimaña tan solo estaba al alcance de una mente maestra. Seguramente se dejaría utilizar como rehén para la negociación de la rendición del Ejército Negro. ¡Se convertiría en General de Ejército Blanco de la noche a la mañana! ¡Obtendría la victoria con la muerte de unos cientos en lugar de cientos de miles!

Mi cerebro bullía hallando cada vez más incógnitas a medida que se adentraba en la maraña de intrigas ¿Cuánto tiempo llevaría tejiendo esta siniestra red? ¿Cuántos implicados? ¿Cuántos sacrificios perpetrados por la causa? Pero la pregunta más importante me asaltó al evocar las fatídicas palabras de “Cantor” ¿Buscaba la destrucción de sus enemigos o únicamente ansiaba conquistar el poder? ¿Era Valdimir Bukovsky un héroe o un usurpador sin escrúpulos? Una cosa estaba clara. Sea como fuere, nadie que conociera el plan saldría vivo del gulag.

Un intenso dolor me arrastró a la realidad. Me encontraba de nuevo en mi camilla. “Tatuado” atenazaba con fuerza el muñón que una vez fuera mi mano izquierda. Al ver que despertaba, dejó de apretar y se acercó a mi oído. De reojo, me pareció vislumbrar que alguien nos acompañaba pero las palabras del cirujano atrajeron enseguida toda mi atención.

-Lo siento, señor. Tenemos poco tiempo.- Me susurró. -También le pido disculpas por el golpe en la nuca. Pensé que…, que iba a hacer una tontería.- Condicionado, comencé a sentir un lacerante palpitar en la parte trasera de mi cabeza. -Escúcheme con atención. La operación ha terminado con éxito. Sabe a lo que me refiero. Mañana entregarán a los rehenes y se rendirán, pidiendo a cambio que les dejen abandonar este cuadrilátero infernal con vida.-

Un destello de esperanza iluminó mi corazón. ¿Sería el fin de nuestro cautiverio? “Tatuado” pareció intuir mis pensamientos porque rápidamente matizó. -No, solo los militares. Los presos seguiremos aquí. Bueno, algunos… Yo no veré el amanecer.-

Desolado, me quedé mirando intensamente al techo de la habitación mientras evocaba la dantesca imagen de Valdimir Bukovsky. Sentía el aliento de “Tatuado” en mi calcinada oreja. Parecía que él esperara algún tipo de reacción por mi parte. Sin embargo, cientos de preguntas murieron en mi garganta. Tenía demasiado miedo de conocer las respuestas.

-Es largo de explicar.- Continuó. -No podía elegir. Ellos tienen a mi familia ¿Sabe? He hecho todo lo que me han ordenado. Pero ahora tenemos la oportunidad de actuar, de hacer algo que no se esperan. Quiero… Queremos pedirle un enorme favor, señor.-

Oí un crujir de telas a mi derecha y me giré para ver a “Manos Rotas”, que se estaba desnudando en silencio.

-Quítese su uniforme y póngase el de “Manos Rotas”.- Me indicó “Tatuado”. Aturdido, no reaccioné. No conseguía comprender. -Pero…- Protesté.

El obispo se arrodilló junto a mi lecho, tendiéndome su uniforme. Su cuerpo blanquecino parecía ya el de un cadáver. -Ellos cuentan con tapar el agujero, con ocultar el rastro de lo que aquí ha pasado. El diablo cambiará de rostro y nadie lo sabrá jamás, hijo mío.- Declaró con voz muy queda, algo quebrada por la emoción. -Pero Dios nos ha indicado una senda diferente. Una forma de propagar nuestra palabra. Tú serás su mensajero.-

“Tatuado” comenzó a desabrocharme el uniforme. No tuve fuerzas para oponer ninguna resistencia. Cuando hubo acabado, se lo entregó a “Manos Rotas” que se vistió rápidamente. Entre los dos me enfundaron el mono con el número tres dos siete del sacerdote. Me pareció tremendamente áspero y pesado, como si estuviera cosido con el mismo material que las paredes de esta prisión infernal.

-Debe de ocupar el lugar de “Manos Rotas”, sobrevivir y contar nuestra historia, tal y como hizo una vez. Su condena vence pronto, si no lo ha hecho ya. No lo sabemos con seguridad. Probablemente aún siga aquí en este agujero unos años pero algún día le soltarán, creyendo que es un sacerdote inofensivo y entonces podrá escribirlo todo, para las generaciones futuras. No diga ni una palabra hasta entonces. Finja que sufre amnesia desde el ataque si lo ve necesario. Los guardias que lleguen mañana no tendrán forma de reconocerlo. No nos conocen a ninguno de nosotros. Todos estamos de acuerdo y los que sobrevivan le ayudarán a mantener el engaño.-

-¿Y “Manos Rotas”?- Pregunté, sabiendo ya la respuesta.

-Le matarán, pensando que es usted.- Dijo fríamente el cirujano, con la dureza de quien ha aceptado ya su propio destino. Para mayor desasosiego, me percaté en ese momento del material de cirugía que esperaba detrás de “Tatuado”. Aún le quedaba trabajo por hacer para que el amable rostro del clérigo quedase destrozado por heridas similares a las mías.

Tragué saliva e intenté no dar un respingo cuando se me acercó aún mas para decirme las últimas palabras que oiría de su boca. -Una cosa más.- Comenzó. -Quiero que guarde esto con sumo cuidado. No se lo enseñe a nadie hasta que llegue el momento. Usted sabrá cuándo. Si no me equivoco, algún día puede salvarle la vida y ser su salvoconducto a la libertad. Esta partida aún no ha acabado y hay más jugadores en liza.-

Nos despedimos con un amargo y fugaz apretón de manos.

“Tatuado” tenía razón. Todo ocurrió tal y como él predijo. Bueno, casi todo. Nadie volvió a verles, ni a él ni a “Ratón”. Intento de fuga, creí oír en los comedores. Los militares del Ejército Negro que quedaban en el gulag liberaron a los oficiales del Ejército Blanco a cambio de no ser ejecutados. Se rumoreaba que el propio Mijail Solznivik se encontraba entre los liberados y que, agradecido, permitió que muchos de sus captores “encalasen sus uniformes”.

El resto es historia conocida por todos. Ignoro los detalles pues a los presos nos llegaban las noticas del exterior con cuentagotas. Ni el Ejército Negro, ni el Ejército blanco se alzaron con la victoria. Ni siquiera el Ejército Verde que intentara forjar desesperadas alianzas. La Revolución del Proletariado triunfó sobre todos ellos y el Ejército Rojo se hizo con el poder. Ahora todos servimos a la Madre Rusia como buenos camaradas.

No sé qué fue del auténtico Valdimir Bukovsky.


Nunca abandoné los sólidos muros del Psijushka. Pero, a pesar de todo, me las arreglé para cumplir mi tarea. El actual director del gulag es muy religioso y ordenó construir una capilla cuando se enteró que tenía un obispo encerrado en sus celdas. Mis servicios clericales me canjearon muchas libertades y muchas excepciones al “Código del Psijushka”. Contribuí a hacer la vida de mis compañeros algo más llevadera y ellos nunca desvelaron mi auténtica identidad. Con el tiempo acabé cogiendo cariño al papel que me había tocado interpretar.

Si está leyendo estas palabras, es porque ha descubierto mi relato. Tardé mucho en decidir cómo ocultarlo. Creo que logré aprender de los viejos errores. Al final opté por camuflarlo como alegoría de las artimañas del diablo en un extenso, complejo y aburrido libro sobre religión y filosofía en el comunismo. Logré publicarlo con el apoyo de nuestro devoto director. ¡Si supiera la verdad! Agradezco al señor que haya permitido que la censura no lo destruyera.

También ayudó cierto emblema de una estrella dorada sobre campo rojo. Me la entregó un cirujano amigo mío. Le llamábamos “Tatuado”. El único que no se equivocó de bando. Si nos reunimos en el más allá, le diré que tan sólo erró en una cosa. Quizás la más importante. Nunca me liberaron. Ni a “Mula”, ni a “Calambres”, ni a “Bufidos”, ni a “Dentadura”… Nunca nos liberaron a ninguno. Jamás. Al final da igual de qué color vistan y qué ideología defiendan. Todos dicen ser salvadores. Todos dicen ser libertadores. Todos son dictadores.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Los Dictadores - Tercera Parte


Fue un fulgor tan intenso como instantáneo, apenas un abrir y cerrar de ojos. Después, oscuridad. Tuvieron que pasar días antes de que mis heridas me permitiesen recuperar el conocimiento. Mi ojo izquierdo había quedado destrozado. De mi mano izquierda no quedaba más que un pulgar truncado. Las marcas de quemaduras cubrirían el sesenta por ciento de mi cuerpo para el resto de mis días.
Y sin embargo, podía decirse que era un tipo afortunado. Como averiguaría mucho más tarde, de “Cantor” sólo encontraron un puñado de dientes que acabaron siendo adoptados por “Dentadura”, quien los guardó en su tarro como si fuesen suyos.

- Es usted un héroe, señor. –

Aun estaba aturdido, cegado por lo que creí era un potente foco. Intenté incorporarme, tratando de ver el rostro de m interlocutor. Su mano se posó en mi pecho, invitándome a no hacer esfuerzo alguno.

- No debería moverse, señor… - a contraluz, parecía corpulento y no pude distinguir sus facciones. Sin embargo, me bastó ver las marcas que cubrían sus antebrazos. Marcas púrpura de golpes, cortes y toda clase de heridas. Pese a sus anchas espaldas y aspecto patibulario, “Tatuado” había sido cirujano plástico en uno de los mejores hospitales de la capital, antes de la Gran Purga.

Iba a preguntar cuanto tiempo llevaba dormido cuando escuché los estampidos. Una tanda de cinco o seis disparos en perfecta sincronía. Apoyado en los brazos de “Tatuado”, me aproximé a la ventana, el hueco enrejado por el que había confundido la luz del sol con la de un foco. Cuando pasas tanto tiempo durmiendo entre las paredes de tu celda, olvidas como es la luz natural.

Aunque nunca antes había estado en ella, aquella sala debía ser la enfermería de la gran fortificación. Afuera, en mitad del cuadrilátero que formaba la zona negra, pude ver como un grupo de prisioneros cargaba con los cuerpos de varios miembros del ejército blanco, llevándolos hasta los hornos crematorios del “patio”. Al otro lado, un grupo de seis hombres, uniformados de negro, recargaban sus armas entre risotadas.

- Son soldados de Bukovsky. – “Tatuado” me sostenía, invitándome a regresar al camastro. Mientras regresábamos a él, pude ver que al menos tres docenas más de camas estaban ocupadas por pacientes que alternaban toses con leves gemidos de dolor. – Perdieron a muchos de los suyos cuando tomaron Psijushka, pero lo lograron gracias al acceso en el acantilado… Gracias a usted, señor.

“Tatuado” no pudo decirme mucho más: iba a seguir hablando cuando un par de soldados salieron de una puerta que había al fondo de la gran estancia. Llámandole a voces, con prisa y malos modales, le condujeron al interior de aquella misma habitación de la que salieron. Viendo la forma en que lo trataban, entre estos soldados y nuestros viejos carceleros la única diferencia era el color de su uniforme.

Durante los días siguientes apenas si volví a trabar contacto con “Tatuado”. De vez en cuando lo veía salir de aquella habitación, siempre escoltado por soldados de Bukovsky. En varias ocasiones, sus manos estaban cubiertas de sangre y en su rostro se notaba el cansancio de largas horas de trabajo. Una vez también ví salir de aquella habitación a “Calambres”, empujando un carro lleno de sábanas y ropas sucias. Conseguí reunir las fuerzas para llamarle entre susurros. Intercalando algunos de los espasmos musculares que le habían granjeado su apodo, se aproximó hasta mí, dejando caer la parte de arriba de un viejo y sucio uniforme de preso.

“Calambres” me contó que, en los últimos días, los soldados del Ejército Negro habían terminado de ajusticiar a los del bando Blanco. Gracias a él también pude saber que las detonaciones que nos impedían pegar ojo por las noches eran los obuses de advertencia que lanzaban las fuerzas de Mikjail Solzonvik, asediando el gulag. También supe que, pese a la llegada de nuestros supuestos libertadores, éstos mantenían a los prisioneros en sus celdas. Incluso les habían ordenado limpiar y poner a punto las instalaciones de los laboratorios.

- A…allí… ab… abajo… estan todos muy nervio… nerviosos… - consiguió decirme “Calambres”. – Han… han metido a algunos of… oficiales en nuestras celdas. Dicen que los us… usarán como rehenes si las fuerzas d… del Ejército Blanco si… siguen con el as… asedio. Uno… uno de ellos… asegura que Mikjail Solznivik se… se encontraba vi… visitando el gulag cuando ocurrió el ataque…

Uno de los soldados del Ejército Negro gritó a “Calambres” para que volviera a sus labores. Estaba tan preocupado de que el preso llevase el carrito hasta la salida de la enfermería que no me vio recoger la prenda que había caído del mismo. Viendo el número de la etiqueta sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral de arriba abajo. Aquel número pertenecía al prisionero que habían traído poco antes del ataque. El prisionero número cinco cero dos.

Por aquel entonces, las bombas lanzadas por el Ejército Blanco habían mermado tanto a la dotación de soldados de Bukovsky que les debió parecer innecesario dejar vigilancia en aquella habitación de la enfermería. Pensaban que todos los que estábamos allí teníamos cosas mejores que hacer como gemir moribundos y aguardar a la próxima dosis de morfina… si es que llegaba. Y tenían razón. Pero parecía como si mis terribles sospechas sobre lo que ocurría en aquella habitación tuvieran alguna clase de propiedad analgésica. Dos noches después de mi encuentro con “Calambres”, reuní el valor para, en mitad de la noche, levantarme y caminar hasta la habitación. Cada paso fue un calvario y estuve a punto de desmayarme cuando alcancé el pomo de la puerta.

Noté como el picaporte giraba, dejando claro que la puerta no estaba cerrada con llave. Aquello me sorprendió durante unos pocos segundos. El tiempo que tardé en comprobar que aquella no era una habitación cualquiera. Bajo la parpadeante luz de unos focos de intervención, las paredes reflectantes de un quirófano quedaron sumidas en una inquietante luminiscencia verdosa.

Lentamente, con el uniforme del preso cinco cero dos apretado entre mis manos, caminé hasta el hombre que yacía tendido en una gigantesca camilla de operaciones. Varias máquinas conectadas a su cuerpo lo mantenían con vida, emitiendo leves pitidos. Su rostro permanecía cubierto con una máscara de color verde aséptico. Tragué saliva mientras mis dedos temblorosos iban quitando, una a una, las capas del complejo vendaje. Bajo los focos del quirófano, creí reconocerle. No en vano, recordaba al semblante del mismo hombre que, hacía ya meses, me había visitado para proponerme una misión que cambiaría mi vida. Vladimir Bukovsky. Lider de los Ejércitos Negros. Entonces, fui retirando el resto de la venda, la que aún cubría la parte izquierda de su rostro.

Cuando la última de las tiras cayó al suelo, sentí como mi alma se rompía en mil pedazos, al tiempo que recordaba las últimas palabras de “Cantor”. “Luchábamos contra el enemigo equivocado”, dijo.

La parte izquierda del rostro de aquel hombre coincidía con la efigie que salía en los billetes de cinco rublos: el semblante de Mijail Solznovik, señor de los Ejércitos Blancos. Una plegaría entre el asombro, el desconcierto y el más absoluto terror salió de mis labios. Pero no hubo tiempo para más: sentí un súbito y fuerte golpe en la nuca que hizo que todo quedase sepultado en tinieblas.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Los Dictadores - Segunda Parte


En el Gulag se pasaba gran parte del tiempo solo, en la celda, en silencio. Escuchando solamente el ruido de las ratas recorriendo sus laberínticos túneles excavados en los gruesos muros de piedra. Este tiempo, en la celda, solía usarlo para dormir y pensar, pensar como había llegado a ese horrible lugar. Como un escritor de tres al cuarto sin exito había llegado a ser acusado de traición y condenado a pasar el resto de su vida en este Psijushka.

Sin duda, todo cambió cuando llegó a mis manos un paquete. Contenía cantidad de información de campos de concentración diseminados por todo el país, nombres, localizaciones, presos, todo información secreta. Cuando pasé la etapa de miedo atroz decidí hacer con esa información lo que mejor sabía hacer, escribir un libro.

Obviamente no podía utilizar todo ese material de manera literal, sino, al día siguiente que se publicara tendría a toda la policia y al ejercito del pais en frente de mi casa, pero la información que contenía sería la base de una gran novela.

El libro tuvo mucho éxito y los opositores al regimen lo interpetaron como homenaje a la gente que sufría en esos campos. Por desgracia y por mucho que me esforcé por enmascarar toda esa información real fui acusado de alta traición al regimen y condenado a pasar el resto de mi vida en unos de esos campos de los que había escrito.

No se si fue casualidad, pero unos días antes de que me trasladaran recibí la visita de un hombre cuyo nombre era Vladimir Bukovsky. Me dijo que lideraba el ejercito negro, un grupo rebeldes que se oponía a la opresión que el ejercito blanco ejercía sobre todas las personas del país, y que me necesitaba para llevar a cabo su plan. Su objetivo era tomar el campo donde me iban a mandar y liberar a todos los presos. Por supuesto acepté, ya lo había perdido todo. ¿que más podía perder?.

Los días que precedieron al ataque los pasé limpiado el patio, las celdas o trabajando en la mina. Sin duda los peores momentos eran cuando te mandaban a limpiar el patio. Debido a los experimentos, los suelos de los laboratorios estaban lleno de vomitos y excrementos. Además tenías que trabajar escuchando los gritos de dolor y agonía de los presos. Este era otro lugar en el que la gente solía saltarse el código de silencio. Yo no podía contar nada de mi, tenía miedo que se descubriera el plan, pero el resto de presos tenía una necesidad atroz de contar que le había llevado a esa situación.

Como Dentadura, un alto cargo político del antiguo regimen, antes de que el ejército blanco se hiciera con el poder. Le llamaban así porque en uno de los experimentos perdió todos sus dientes y los llevaba siempre consigo en un frasco. O, Manos rotas, un obispo, llevaba una mano vendada y nunca la usaba. Todos suponían que se la había roto. Pero también había gente anónima en el Gulag, que no era importante y que había sido encerrada durante la Gran Purga.

Quedaban pocos día para el ataque y me las había arreglado bien para cumplir mi misión: debilitar la zona por donde atacaría el ejercito negro. Entre los documentos que recibí había descripciones claras, entre otros, de este campo y de su mina. La zona que excavé daba directamente al acantilado por donde entraría los hombres de Bukovsky. Cuando los guardias se dieran cuenta ya sería demasiado tarde.

Supe que había llegado el día del ataque porque, como estaba previsto en el plan, un nuevo preso llegó al Gulag. El día caía y faltaba poco para que nos sacaran de la mina para llevarnos a las celdas. Entonces, se produjo una gran estruendo en la superficie, seguido de mucho ruido. Los soldados, incluso los que estaban con nosotros en la mina, fueron a ver que pasaba.

Yo aproveché, pico en mano, para separarme del grupo. Cuando estaba apunto de llegar a la zona por donde debía entrar el ejercito escuché un ruido. Temiendo que alguien me hubiera seguido me escondí, pero el ruido no se acercaba, así que fui yo quien se dirigió donde estaba el ruido. Cuando estaba más cerca, el ruido se convirtió en palabras, provenía de un pequeño espacio en la mina, más húmedo de lo normal donde se guardaban los explosivos.

Entré y me encontré a Cantor. Hacía tiempo que no lo veía. Se encontraba en el suelo, entre varios barriles de dinamita. No paraba de repetir, - el enemigo, el enemigo, está aquí, el enemigo está entre nosotros, el enemigo se acerca.-. Mientras deliraba, con un pequeño destornillador, a ciegas, apretaba lo que parecía un pequeño reloj, el problema es que no era un reloj. Entonces giró la cabeza hacia donde yo estaba y mirándome me dijo, - estábamos equivocados Ratón, luchábamos contra el enemigo equivocado-.


[continuará]

viernes, 31 de agosto de 2012

Los Dictadores - Primera Parte

Notaba como el vagón se deslizaba lentamente por los raíles a pesar de que la oscuridad de la noche no me permitía ver más allá de la ventana. De vez en cuando la luz de un potente foco irrumpía el interior iluminando las caras de unos guardias cuyos rostros dibujaban la dureza de su trabajo y cuyos fusiles asomaban sombras horripilantes en las paredes. El movimiento de esas sombras fue lo más parecido a un saludo que tuve en todo el día, esa fue mi indigna bienvenida al gulag.

El Psijushka no era ni una cárcel ni un manicomio sino la peor mezcla posible de los dos. Se trataba de un recinto amurallado con unas dimensiones colosales situado al borde de un acantilado. Sus muros eran tan sólidos que aplacaban el ruido de las olas al crujir. Sobre ellos se disponían, alineados como soldados, los altos torreones. Siempre había guardias controlando que sus invitados no hicieran ningún acto no permitido, tal y como estaba estipulado en “El Código del Psijushka”, que debíamos cumplir a rajatabla. Hacia el Este se levantaba la gran fortificación de arsenales, cocinas, almacenes y oficinas que daba el nombre al lugar. Un soberano edificio de piedra construido a mano por los antiguos inquilinos. Los pocos que sobrevivieron al levantamiento del edificio no soportan la contemplarlo al amanecer, justo cuando los rayos del sol se alzan tras su blanquecina forma. Dicen que la sensación es como haber parido al mismísimo diablo, pero pronto cambiarían de opinión. 

La zona negra, la de los presos, era un cuadrilátero que constaba del gulag y otros tres lados: uno para los calabozos, otro para la mina y otro para “el patio”. En el “el patio” se encontraban los laboratorios y era a priori la zona más desprotegida. Pero a pesar de su aparente debilidad nadie se atrevía a acercarse a sus puertas. La razón principal era que todo al que enviaban allí volvía casi inservible para el trabajo. En “el patio” se torturaba a los prisioneros con todo tipo de experimentos, tal y como había ordenado el general del Ejercito Blanco Mijail Solznivik. Los prisioneros sufrían experimentos tanto médicos como psicológicos, y eran devueltos a sus celdas con dolores y pesadillas que duraban incluso semanas. “Cantor” iba frecuentemente pero no era un tema del que le gustara hablar. Aunque la verdad era que no se nos permitía hablar mucho. Sólo en los calabozos y con dificultades. Los calabozos eran filas de celdas separadas entre sí, orientadas alternativamente hacia el Norte o hacia el Sur, de modo que cada vez que nos sacaban de la celda, por el motivo que fuese, lo hacíamos en grupos alternos. Lo normal era salir para trabajar la mina y ahí “El Código” era muy claro con respecto al silencio. Y los guardias también. Debido a la falta de luz y de espacio era muy fácil perderse en las minas si desconocías el trazado de sus túneles, por lo que la atención debía de ser máxima. Mis conocimientos de topografía fueron muy útiles durante los primeros días que pase allí dentro.

Las celdas de los calabozos eran unos espacios generosos, con gruesos muros, de modo que para que te escucharan en la celda de al lado tenias que hablar a un volumen considerable. Y claro, siempre había un guardia cerca. Mi celda por suerte era diferente. Al preso de la celda contigua se lo llevaron al día siguiente de mi llegada porque no paraba de quejarse de que su comida estaba envenenada. Mientras se lo llevaban al patio seguía maldiciendo a los guardias, la comida y la mina, acusándoles de haberla envenenado también. Algo de razón tenía, pero le faltaba mucha información valiosa. Fue en ese momento turbulento cuando conocí a “cantor”, que susurraba por una pequeña rendija en la base de la pared: 

- Eh, ratón. Estas ahí? -

Ya que no podíamos usar nuestros verdaderos nombres manteníamos un mote en función de nuestra celda. Ahí estaban los cucaracha, puerta rota, suicidio, bufidos, dentadura, calambres, manos rotas, cantor, mula... Era ley entre los presos recordar la historia de nuestros predecesores para que no se cayeran en el olvido aunque perecieran. “Cantor” no cantaba, pero hablaba sin parar:
-
  Yo antes era relojero. Hay que tener unas manos muy hábiles para encajar todos esos engranajes. Es incluso más difícil de diseñar que un tren o una bomba, pero claro, hay que tener sensibilidad artística.-

Cantor decía que había trabajado para familias poderosas y que la fama de su maestro llegada hasta el Oeste de Europa. Una vez le pidieron trabajar en Londres en un grandioso reloj para una torre. El resultado fue tan satisfactorio que le acabaron arrancando los ojos para que no pudiera reproducir su obra. A cantor se lo ocurrió decir que le castigaron por ser extranjero y ahí empezaron sus problemas. Un día de debilidad se me ocurrió hacerle una pregunta personal:

Por qué quieres que te lleven “al patio”? – le dije -

- Cuando me siento débil me recuerda quienes son el enemigo. -

Asentí,  satisfecho de su respuesta. Todo iba a pedir de boca. Sin embargo al cabo de unos días algunos de los presos más cultos se las apañaron para reconocerme. Se lo debieron contar a “cantor” porque el nerviosismo en su voz era palpable.
- Señor. Yo… solo quería decirle que su libro…yo... Es un honor… 

Después de tan lamentable actuación no me dirigió la palabra en varios días. Era lo mejor. Faltaba muy poco para que llegara el Ejercito Negro y pudiera tomar el gulag y su mina desde dentro. No podía permitir que nadie echara por tierra todo el plan, ni siquiera alguien tan útil como él.

Justicia - Indice



Estaba mareado y me costaba mucho respirar. Cada bocanada suponía un esfuerzo monstruoso y el aire llegaba a mis pulmones húmedo y cálido.

 -¿Dónde…?- Me preguntaba.

Intenté abrir los ojos pero unas agujas invisibles atravesaron mis cuencas hasta punzar mi cerebro. Quise gritar pero tan solo alcancé a emitir un lamentable quejido. ¡Me faltaba el oxígeno! Me sentí desfallecer y anticipé mi inminente caída al duro suelo… Pero algo me mantenía sujeto. Contuve las nauseas. El sabor de la bilis se agarró amargo y ácido a mi garganta.

-¿Por qué gira todo al mi alrededor?-.

Probé de nuevo a levantar los párpados. Oscuridad. Algo me cubría la cara, empapada por mi propio aliento. La sien me palpitaba con fuerza. Instintivamente quise alzar mi brazo para mitigar el rítmico tormento pero unas ataduras me lo impedían.

-¿Cómo…?.-

Mis sentidos despertaban y recé por poder enterrarlos en el limbo.


Así comienza "Justicia". Puedes leerlo siguiendo nuestro índice:



Esperamos que os guste tanto como a nosotros, ¡un saludo a todos!

sábado, 25 de agosto de 2012

JUSTICIA - Conclusión

Una inmensa sensación de paz recorría sus venas. Nunca pensó que algo tan espantoso y cruel pudiera provocar semejante bienestar en su organismo. Aún tenía las manos empapadas de sangre, y millones de salpicaduras adornaban su escotada camiseta color aceituna. Fueron muchas las veces en que se preguntó si todo aquello tenía algún sentido, si aquella atrocidad sería capaz de lapidar todo el dolor que aún estrangulaba su corazón. A punto estuvo mil veces de echarse atrás, dejándose llevar por el más terrible abatimiento. Pero era en esos momentos de debilidad cuando un suave movimiento dentro de su vientre le recordaba el verdadero significado del designio al que se había entregado.

- No es justo, ¡no lo hagas! ¡Yo no lo maté! - esas fueron las últimas palabras de su víctima antes de exhalar su aliento final.

- Justicia, ¡cómo te atreves a hablar de justicia! - gritó Anne mientras con un rápido y certero movimiento incrustaba la afilada hoja en el pescuezo del aterrado entrenador. - Tú me arrebataste al padre de mi hijo, tú me despojaste de todo lo que yo tenía... Querías llevarte todos los méritos, cubrirte de gloria a costa de su esfuerzo y su sacrificio. ¿Y qué pasó al final? ¡¡Dime!! ¿Qué pasó? Se fue, ¡¡lo mataste!! Sí, tú, cerdo codicioso, conseguiste exprimirle hasta que su corazón no pudo aguantarlo. ¡Sólo tenía 26 años! ¿Y ahora qué, hijo de puta? ¿¿Ahora qué?? Yo te lo diré, ahora no podrás explotar a ningún nadador más, tus ojos no verán más medallas…”

Las manos le temblaban de forma incontrolable. Toda su entereza se vino abajo en el mismo instante en el que el hombre cayó desplomado sobre el duro suelo. Pero debía ser fuerte, por ella, por su hijo, por el joven marido al que lloraría por toda la eternidad. Sólo quedaba un paso para completar lo que durante las últimas semanas había planeado con tanto cuidado. No sentía arrepentimiento, ni vergüenza o temor. Sólo paz. Había hecho lo que debía, igual que lo hicieron aquellos a quienes había deleitado con el dulce sabor del resarcimiento. El círculo estaba cerrado. Era hora de reunirse con ellos y desvelarles la identidad del Organizador. Le gustó aquella denominación con la que ella misma se había bautizado, y le gustó más aún jugar con la ambigüedad del género, pues de alguna manera le hacía sentirse más fuerte, más poderosa. Nunca recuperaría el calor de su amado, pero su particular cruzada contra las injusticias le haría al menos recuperar el sentido de su vida.

Se hacía tarde, la Ceremonia habría comenzado hace varias horas, y la llama olímpica debía estar a punto de besar el pebetero. “Es la hora de hacer Justicia” sentenció Anne para sus adentros.

El Estadio Olímpico lucía sus mejores galas. Destellos y colores se mezclaban con las miles de personas que abarrotaban sus gradas. La Ceremonia estaba siendo un auténtico éxito y la emoción invadía a los presentes ante la inminente llegada del elemento que daría el pistoletazo de salida a una nueva y magnífica edición de los Juegos Olímpicos. Todo estaba listo. El último atleta alargó su brazo derecho e hizo entrega de la antorcha al portador final, que comenzó a recorrer los últimos metros del que sería uno de los momentos más importantes de su vida. La música acompañaba la intensa vibración del público, que se debatía entre el silencio ritual y los espontáneos gritos de júbilo. La distancia total quedó finalmente completada y el fuego se propagó en su recipiente, dando lugar a un estallido de aplausos que súbitamente se convirtieron en un silencio cargado de asombro. Todo quedó a oscuras. El apagón general dejó como único foco de iluminación la recién encendida antorcha olímpica. El desconcierto se extendió como la pólvora y muchos se maravillaron ante semejante despliegue de innovación escénica. Sin embargo, aquel imprevisto no parecía muy propio de un espectáculo tan solemne y pronto las sospechas de los más recelosos fueron tomando fundamento. Repentinamente, la multitud enmudeció ante el agudo acople proveniente del suntuoso equipo de megafonía.

- Justicia. Definida en tiempos romanos como la voluntad de tratar a cada cual como se merece. Nuestros antepasados eran sabios. – Una molesta voz distorsionada comenzó a sonar a un volumen atronador. - Ellos sabían que toda acción tenía sus consecuencias, y si alguien cometía un delito, debía recibir un castigo acorde con dicho acto. La Ley de Talión, esa que mantuvo a raya a criminales en la antigüedad y que poco a poco hemos ido descafeinando con nuestra falsa moral y el absurdo concepto de la rehabilitación. Ojo por ojo, señoras y señores. Y no estamos hablando de venganza, ¡sino de justicia! Esa que debería poner a cada uno en su sitio, y que a día de hoy está corrompida por sucios intereses y carencia absoluta de esencia.

Por momentos, el asombro comenzó a convertirse en miedo. El miedo, por momentos, en terror. De un plumazo se desvaneció la posibilidad de que aquello formase parte del espectáculo, y las chirriantes palabras continuaron propagándose, acusadoras:

- Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de injusticias, a aceptar las miserias que nos vienen impuestas y nos sometemos al yugo de forma sumisa, absurda. Pero las cosas van a cambiar. Es hora de dar una lección al mundo, es de hora de que los crímenes tengan su justo castigo…

El caos se desató en el instante en que la gente comenzó a correr despavorida hacia las puertas de salida, justo en el momento en que la electricidad volvía a hacer acto de presencia y la voz se apagaba, escondiéndose tras los muros de un lugar desconocido.


THE MORNING STAR:
STEPHEN REDGRAVE: “La seguridad es lo primero, y hemos tomado la decisión correcta.”
LONDRES, Sábado, 28 de Julio de 2012, 08:12.—


Tras los incidentes acaecidos ayer por la noche durante su Ceremonia de Inauguración, y tras la aparición de dos cadáveres con signos de violencia dentro de las instalaciones del Estadio Olímpico, la XXX edición de los Juegos Olímpicos, Londres 2012, ha quedado definitivamente suspendida por motivos de seguridad.

Los hechos sucedieron la pasada noche, alrededor de las 23.30 horas, momento en que la llama olímpica llegaba a su meta. Tras un apagón general, la voz distorsionada de una persona aún desconocida, según afirman fuentes oficiales de la organización del evento, hacía apología de la Ley de Talión y amenazaba con castigos en nombre de la justicia.

El desconcierto ante tales acontecimientos dio lugar a la histeria de los presentes y en su intento de huída provocaron numerosas avalanchas. Los servicios de seguridad y asistencia médica se desplegaron con gran rapidez y eficacia, atendiendo caídas, desmayos y aplastamientos de todo tipo. Más de 2.000 personas tuvieron que ser atendidas, aunque, gracias a las férreas medidas de seguridad, no han tenido que lamentarse daños mayores.

Según Stephen Redgrave, comisario jefe de Scotland Yard, “Tras la evacuación de todas las personas, se procedió a un intenso registro de las instalaciones deportivas, donde encontramos los cuerpos de dos hombres violentamente asesinados, cuya identidad es aún desconocida, pero que nuestro departamento científico está trabajando por identificar”.

Actualmente las labores de investigación se centrar en hallar al autor de los hechos, del cual no se ha encontrado ninguna pista decisiva por el momento. “Sin duda, se trata de algún enfermo mental dotado de gran inteligencia. No hemos encontrado más que una nota manuscrita y firmada por El Organizador”, afirma Redgrave. “No sabemos si actúa solo o pertenece a algún grupo terrorista, pero desde luego es peligroso. Se ha decidido suspender los Juegos Olímpicos. La seguridad es lo primero, y hemos tomado la decisión correcta.”

En dicha nota manuscrita puede leerse: “La injusticia será perseguida y castigada, hasta el fin de los días… El Organizador”.

Las sospechas que durante meses anunciaban la posibilidad de un atentado terrorista durante los Juegos Olímpicos de Londres se han visto confirmadas, aunque por el momento se desconoce si se trata de un hecho aislado y sin mayores consecuencias, o si, por el contrario, algo frustró los planes del llamado Organizador.

viernes, 10 de agosto de 2012

JUSTICIA - Capítulo Tercero


Una punzada de dolor recorrió mi cuerpo haciéndome despertar. Todo me ardía y poco a poco la sensación de dolor se iba intensificando hasta hacerse insufrible. Mi mente, nublada como estaba desde hacía tanto, no alcanzaba a enlazar más que ideas sueltas. Dolor. Llamador. Morfina. Paz.

Trataba de alcanzar el pulsador con la campanilla dibujada, pero no daba con él. Probablemente se habría caído al suelo mientras dormía

-         Enfermera – Balbucee - ¡Enfermera! – Repetí sin éxito

La respuesta, sin embargo, vino por parte de una voz profunda, cavernosa, grave que, desde el otro lado de la habitación, me habló

-         No va a venir ninguna enfermera. Tendrás que acostumbrarte al dolor, te he quitado la morfina. Entiéndelo, si vamos a hablar, no puedes estar drogado, necesito toda tu atención

El dolor era indescriptible, un daño absoluto para mi maltrecho cuerpo. Intenté incorporarme para ver quién me hablaba. Pude tan solo levantar mis cabeza y abrir los ojos y lo hice con mucho sufrimiento. Allí, sentado en el butacón de la habitación del hospital, había un hombre algo menor que yo. De unos setenta años y raza negra, sostenía entre sus enormes manos el llamador que tanto ansiaba.

-         ¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo ha entrado en mi habitación? ¿Qué quiere, dinero? – Mi boca estaba pastosa, pero poco a poco el dolor me iba despertando y comenzaba a vocalizar mejor- Le daré lo que quiera, pero llame a enfermera… Duele, duele mucho. Necesito morfina, por favor…

-         Se equivoca. Soy negro, no un ladrón. No es lo mismo ¿sabe? – Dijo el hombre, visiblemente enfadado - No quiero su dinero, quiero que me devuelva lo que me robó.

-         …

-        El Organizador me llamó. ¿No quieres una compensación? Me dijo. Acabaron con tu vida, con tus sueños y no les pasó nada. Fue una decisión injusta, cruel, desproporcionada y nunca hicisteis nada al respecto. Y ¿Sabes?, tiene razón. El Organizador tiene razón. Jimmy Warners está muerto desde hace casi cuarenta años, pero tu no. Y fue tu consejo el que le hizo tomar la determinación – El enorme hombre no dejaba de hablar y mientras, se iba acercando al cabecero de la cama-  La verdad es que su nombre le viene al pelo, Organizador. Me dio todo prácticamente hecho. Me indicó dónde estabas, cómo entrar en el hospital, a qué enfermera podía sobornar... Me hace gracia su acento inglés, su exagerada flema inglesa, ¿Sabes? Parece una parodia, un personaje. Por cierto ¿Tienes miedo?

-      Sí – Pude decir

-      Eso es que estás despierto, eso está bien. No está siendo una venganza como había soñado, es bastante descafeinada, ¿Verdad? Pero menos es nada. ¿Qué es, cáncer? – Preguntó mientras me escrutaba con la mirada.

-      Sí – Conseguí decir pese al tormento del dolor – En fase terminal, no me queda mucho. Dos semanas, tres quizás, un mes… no se sabe ¡¡Por Dios conecte la morfina, tenga piedad!!

-      No se preocupe, no queda ya mucho – Con una terrorífica sonrisa, cada vez se acercaba más a mi – Piedad, dices… No me recuerda, ¿Verdad? Si no, no hablarías de piedad. Fui medalla de oro en los 200 metros lisos de Mexico 68, la gran promesa negra de los EE.UU. ¿Recuerdas ahora? Por aquel entonces usted era el consejero de Jimmy Warners, presidente del Comité Olímpico Internacional, la persona que decidió expulsarnos a mí y a mi compañero de los juegos.

-       Sí, sí. Te recuerdo – La máquina que monitoriza mi corazón comenzó a pitar cada vez más fuerte. Estaba a punto de desmayarme, pero no podía mostrar aún más debilidad ante ese hombre – Los juegos olímpicos no son lugar para esas actitudes, toda esa mierda del Black Power enturbió el espíritu olímpico, enturbió las olimpiadas.

-       ¿Y toda la parafernalia nazi? – Respondió él apresuradamente - ¿Esos no enturbiaron nada? ¿Sus saludos, sus banderas, su ideología? Porque  Jimmy Warners nunca, nunca dijo nada al respecto. Nunca censuró esos juegos ni actitudes, nunca reprochó nada ni castigó toda esa propaganda que hicieron. Allí estaban todos los del Comité en el 36, bailándoles el agua. Sólo les faltó gritar ¡Heil Hitler! y perseguir judíos...

-       … - Me quedé sin palabras, sin nada que contestar a eso

-       Usted hizo que nos expulsaran del equipo. Acabó con mi carrera y todo por exigir igualdad, por luchar contra el racismo, por reivindicar que éramos tan personas como los blancos. No tiene ni idea de en qué convirtió mi vida. Acabaste con mis ilusiones, mis sueños… después de aquello nadie me quería contratar, era un apestado… No. No, escúcheme. Mientras usted agoniza en esta clínica que cuesta ¿Cuánto? ¿2.000? ¿3.000 dólares al día? Yo he tenido que malvender mi medalla y mis zapatillas para poder comer… No es justo. Ahora merece su casigo.

-       ¡Por Dios! – Supliqué entre gritos - ¡No me haga nada! ¡Por Dios, no quiero morir! ¡No aún!

El enorme hombretón ya estaba justo a mi lado. Presionó un botón en una de las máquinas que me mantenían con vida y sentí cómo me costaba cada vez más respirar. Grité, pataleé mientras todo se nublaba para siempre a mi alrededor.



 THE MORNING STAR:
STEPHEN REDGRAVE: “Perseguiremos el racismo y su apología”
LONDRES, Viernes, 27 de Julio de 2012, 11:30.—

Apollo Onward (centro) y Buddy Galloway (derecha) muestra el saludo del Poder Negro en los Juegos Olímpicos de verano de 1968 mientras que la plata medallista de Gabriel Chance (izquierda) lleva una insignia de OPHR para mostrar su apoyo a la causa.


Esta noche darán comienzo los Juegos Olímpicos de Londres 2012 y el jefe de Scotland Yard, Stephen Redgrave, visiblemente nervioso ha lanzado el que será un último aviso antes de que se encienda el pebetero. La seguridad de los atletas y los asistentes al evento es lo primero - ha dicho - Por lo que perseguiremos y castigaremos contundentemente cualquier tipo agresión que se realice, especialmente las que tengan corte racista.

Estas declaraciones vienen motivadas por el incidente ocurrido ayer frente a la ciudad deportiva, dónde unos encapuchados han insultado y han comenzado a lanzar objetos al paso del autobús del equipo de atletismo de Kenia. Los encapuchados, ataviados con indumentaria y simbología neo nazi, esperaban en la puerta de la Villa la llegada del autobús Keniata. Este hecho se une a la aparición esta madrugada, dentro del propio estadio olímpico, de pintadas y símbolos fascistas. 

Estas actitudes xenofobas han sido duramente reprendidas por Apollo Onward, que advierte del preocupado del peligro que entrañan. Es algo que creíamos superado, ya luchamos por ello, ya sufrimos por ello. Pero está claro que no es así - Ha dicho Apollo en su intervención - El racismo es una lacra en nuestra sociedad que debemos erradicar al precio que sea. Las autoridades tienen el deber y obligación de acabar con este sin sentido.

Apollo es una figura histórica en la lucha contra las desigualdades raciales. Es recordado en todo el mundo, no por su victoria en los 200 metros de México 68, sino por la celebración de la misma en la que Apollo se convirtió en símbolo del Black Power. En la ceremonia de entrega de medallas, como protesta por las desigualdades y opresión que aún sufría la etnia negra en los EEUU, apareció descalzo junto con su compatriota y medalla de bronce, también de origen afro-americano, Buddy Galloway. Durante la interpretación del himno norteamericano, ambos agacharon la cabeza y levantaron el puño en alto con un guante negro. 

Este gesto provocó que fueran expulsados de sus respectivos equipos y tuvieran que abandonar la villa olímpica. Al volver a EEUU, tanto Galloway cómo Apollo, fueron tratados como delincuentes y no encontraron trabajo durante muchos años.  Recibieron amenazas de muerte, cartas, llamadas y sus amigos desaparecieron. Tenía 11 récords del mundo pero el único trabajo que encontró fue lavando coches en un aparcamiento.

En el año 2010, Apollo tuvo que subastar la medalla de oro olímpica y las zapatillas que llevaba cuando la ganó por necesidades económicas [...]

viernes, 3 de agosto de 2012

JUSTICIA - Capítulo Segundo


Fueron los gritos de aquel hombre los que me despertaron. Cuando traté de abrir los ojos y éstos se toparon con la venda que los tapaba, mi primer pensamiento consiguió arrancarme un grito de desesperación.

“Me han cogido” – pensaba – “Allah me proteja... me han encontrado y me han cogido”.

Con sorpresa, descubrí que mis manos no se encontraban atadas. Al menos, no ahora: quitándome la venda de los ojos, pude ver que mis muñecas tenían las marcas de unas presillas. Miré para todos lados, tratando de reconocer la estancia en la que me encontraba encerrado. Un zulo de apenas siete por cuatro por dos y medio. Paredes húmedas, a medio labrar en piedra viva. Y una puerta metálica con una pequeña rendija. Mi corazón latía con fuerza y nervios. Mientras en alguna parte, un hombre seguía gritando de dolor.

- Allah es grande. No hay más dios que Allah... – murmuré mientras daba vueltas en mi celda. Llevé mis dedos temblorosos a los labios mientras me disponía a ponerme de rodillas. Era imposible determinar donde estaba... así que cualquier rincón valía. Allah encontraría mis plegarias. Allah no abandonaría a un fiel creyente como yo.

Capté alguna palabra de clemencia entre los gritos de aquel hombre. Inglés, parecía. Aquello resultaba extraño, teniendo en cuenta que los americanos y británicos siempre han sido aliados de esos cerdos israelíes. Porque estaba seguro de que ellos se encontraban tras aquello.
Pensaba que tendría tiempo de rezar hasta que al menos hubieran terminado de torturar a aquel pobre desgraciado. Pero sus gritos aun resonaban afuera cuando se abrió la puerta metálica. Ocurrió tan de repente que apenas si tuve tiempo de intentar levantarme y darme la vuelta. Al menos dos hombres irrumpieron y me tomaron con fuerza, pegándome contra la pared. Notaba la desesperación crecer en mi interior y reconozco con tristeza que me dejé llevar por el pánico.

- ¡No me hagan daño, por favor! – los dos encapuchados llevaban ropas negras como sus pasamontañas. Tenían una constitución fuerte y joven. Un viejo palestino de casi sesenta años como yo no era rival para ellos. - ¡No soy quien piensan! ¡Se equivocan de persona!

Era una mentira inútil. Si eran israelíes no querrían repetir la metedura de pata del camarero marroquí a quien mataron en Noruega. Si algo había que reconocer a los putos israelíes era que no cometían dos veces el mismo error.

- Por favor, no...

- Ab Sawari. – era la voz de un anciano, procedente de la puerta. Los dos fornidos encapuchados me retenían con la fuerza suficiente como para impedirme que girase la cabeza. – Te llamas Ben Ab Sawari, ¿verdad?

- No, señor. No sé de quien... – mi voz se tornó en grito cuando uno de los encapuchados hundió sus dedos en mi hombro. Casi escuché el crujir del hueso.

- Cuarenta años... – la voz del anciano resonaba con la paciencia de quien ha terminado una colección de cromos. El dolor de mi hombro era tan intenso que apenas si podía tratar de reconocerle sólo por la voz. – Cuarenta años desde la última vez que nos vimos...

A esas alturas supe que mi destino estaba en las manos de Allah. El anciano tenía razón: mucho había conseguido escapar del que siempre supe que acabaría siendo mi final.

- No, claro que no me recuerdas... – escuché como el anciano arañaba las paredes de la habitación con algo metálico. – Pero yo no he podido olvidarte.

Aquellos dos hombres seguían reteniéndome pero conseguí ver como aquel objeto que rechinaba contra la pared era la hoja de una espada. Muy fina y terminada en punta. Un viejo florete de esgrima.

- No he vuelto a coger uno de estos en cuarenta años... – el anciano seguía recitando un texto que parecía haber memorizado en todo ese tiempo- Tu y los tuyos le quitasteis la vida a muchos de los nuestros. Pero a otros... nos quitasteis algo igual de precioso.

Esperaba que la hoja siguiera su curso y que acabara en mi cuello. Pero entonces fue cuando uno de los dos hombres me sostuvo mientras el otro descargó un fuerte y certero golpe en mi brazo bueno. Los huesos crujieron y sentí como Allah me abandonaba al tiempo que lo hacían las fuerzas. Lloraba de puro e intenso dolor cuando, tras una pausa, el anciano dio una orden a los encapuchados.

-         Dejadlo.

Sentí como aquellos dos hombres me soltaron y mis viejos huesos y la gravedad me dejaron de nuevo en el suelo. Notaba como mi garganta trataba de recuperar el oxígeno perdido. Con los ojos llorosos, pude ver como algo caía al suelo. Resonó con el mismo sonido metálico que antes había arañado las paredes.
Una espada.

- Vamos, cógela. – dijo el anciano.

Alcé la vista, viendo al contraluz de la bombilla desnuda la silueta de aquel anciano, embutido en un traje acolchado blanco. Antes de poder reconocer su rostro, se colocó una máscara de rejilla y en su mano derecha centelleaba el viejo florete.

- Y no te preocupes por ellos... – mencionó mirando a los fornidos enmascarados. – No nos interrumpirán. Fue la condición que le puse al Organizador. Y el Organizador es un hombre de palabra.

Miré con ojos inquietos la espada que yacía en el suelo. Había pasado tanto tiempo desde mi entrenamiento en los campos la Franja de Gaza que ya casi no recordaba cómo se disparaba una pistola. Darme aquella espada, con mi único brazo bueno destrozado, era ya una broma cruel. Tenía la misma oportunidad de salir con vida de allí que si me hubieran dado un mondadientes.

- Cer... cerdos israelíes... – y conseguí acompañar eso escupiendo con fuerza.

- Creeme, Sawari. Si fuese el Mossad quien te ha traído aquí no tendrías derecho a defenderte... – susurró con rencor el anciano. – Pero como dice el Organizador... ¿qué justicia habría en tu castigo?

En la mano de aquel anciano, el florete trazó varios surcos en el aire. Casi pude ver cómo sonreía pleno de satisfacción bajo su máscara. 

-         En guardia.

Y antes de darme tiempo siquiera a decir el nombre de Allah, la muerte lanzó su primera estocada.

***

Ceremonia de Apertura de los Juegos Olímpicos. Munich 1972
THE MORNING STAR:
STEPHEN REDGRAVE: “No permitiremos un segundo Munich”.
LONDRES, jueves 26 de Julio de 2012, 14:08.—


A primera hora de esta mañana, la comitiva de seguridad para los Juegos Olímpicos de Londres 2012 recibió a la comitiva de los siete supervivientes de la tragedia de Munich, en 1972. Los siete hombres, todos miembros del equipo olímpico israelí, fueron atacados y retenidos en las instalaciones de la ciudad olímpica por miembros de un comando palestino conocido como “Septiembre Negro”. La crisis de rehenes iniciada el 5 de Septiembre de 1972 se saldó con la muerte de once atletas israelíes, cinco palestinos y un agente de policía alemán, tras un intento de rescate que desembocó en un tiroteo.

La comitiva de supervivientes, que habían regresado a Munich para el rodaje de un documental para conmemorar el cuadragésimo aniversario de la tragedia; fueron recibidos en Londres como héroes en una ceremonia cargada de emociones. Aunque algunos siguieron con sus carreras deportivas, muchos como Alan Davalos, ex esgrimista, se retiraron inmediatamente después de los ataques a sus compañeros.

“Ha sido una mezcla de emociones... (...) sólo hay alguien a quien culpar, a los terroristas desafortunadamente” dijo Davalos a los periodistas. “Aunque espero que un día termine el terror en el mundo, no puedo olvidar los sucesos vividos.”

Alan Davalos y cuatro miembros de su equipo se hicieron fuertes en una de las habitaciones cuando los miembros del comando “Septiembre Negro” entraron en las dependencias olímpicas, el cinco de septiembre de 1972. “No sabíamos cuantos terroristas había, qué armas tenían ni a cuantos de nuestros compañeros retenían como rehenes”. En una intrincada fuga, Davalos y un puñado de sus compañeros lograron escabullirse. Sin embargo, en su huida, Davalos señala que uno de los terroristas les vio, aunque no disparo contra ellos. Paradójicamente, ese mismo terrorista fue identificado como Ben Ab Sawari, el único miembro del comando que aun hoy sigue en paradero desconocido. Fue identificado en los videos por su chaqueta a rayas, y herido en la muñeca durante el altercado.

En 1999, Ben Ab Sawari surgió de su escondite secreto en África para aparecer en el filme One Day in September, durante el cual estaba disfrazado y su rostro mostrado en una sombra borrosa. Fue la primera vez desde 1972 que uno de los participantes de la masacre de Munich hablaba públicamente del tema. Durante la entrevista, explicó: “Estoy orgulloso de lo que hice en Munich porque ayudó enormemente a la causa palestina... antes de Munich, el mundo no tenía idea de nuestra lucha, pero en ese día, el nombre de Palestina se repitió en todo el mundo.”

Cuando se acerca el cuadragésimo aniversario del ataque, las autoridades al cargo de la seguridad de los Juegos Londres 2012 han sido tajantes al respecto. “No permitiremos un segundo Munich” advirtió el comisario jefe de Scotland Yard, Stephen Redgrave.

Por otra parte, el documental no sólo se centra en el atentado mortal, sino también en el destino de los supervivientes, incluyendo a aquellos que volvieron a Munich.

"Cuando Bio Channel decidió hacer este documental, estaba muy, muy emocionado. Al menos ahora, después de tantos años, podemos volver juntos y decirle al mundo todo lo que sabemos", dijo Davalos.
El documental se emitirá en The Biography Channel el 7 de septiembre.

N.A.: Esta es una historia ficticia basada en hechos reales ocurridos durante las olimpiadas de Munich de 1972 y descritos en el artículo periodístico, imaginario también. Los nombres utilizados han sido cambiados para no perjudicar a nadie.