viernes, 14 de septiembre de 2012
Los Dictadores - Tercera Parte
Fue un fulgor tan intenso como instantáneo, apenas un abrir y cerrar de ojos. Después, oscuridad. Tuvieron que pasar días antes de que mis heridas me permitiesen recuperar el conocimiento. Mi ojo izquierdo había quedado destrozado. De mi mano izquierda no quedaba más que un pulgar truncado. Las marcas de quemaduras cubrirían el sesenta por ciento de mi cuerpo para el resto de mis días.
Y sin embargo, podía decirse que era un tipo afortunado. Como averiguaría mucho más tarde, de “Cantor” sólo encontraron un puñado de dientes que acabaron siendo adoptados por “Dentadura”, quien los guardó en su tarro como si fuesen suyos.
- Es usted un héroe, señor. –
Aun estaba aturdido, cegado por lo que creí era un potente foco. Intenté incorporarme, tratando de ver el rostro de m interlocutor. Su mano se posó en mi pecho, invitándome a no hacer esfuerzo alguno.
- No debería moverse, señor… - a contraluz, parecía corpulento y no pude distinguir sus facciones. Sin embargo, me bastó ver las marcas que cubrían sus antebrazos. Marcas púrpura de golpes, cortes y toda clase de heridas. Pese a sus anchas espaldas y aspecto patibulario, “Tatuado” había sido cirujano plástico en uno de los mejores hospitales de la capital, antes de la Gran Purga.
Iba a preguntar cuanto tiempo llevaba dormido cuando escuché los estampidos. Una tanda de cinco o seis disparos en perfecta sincronía. Apoyado en los brazos de “Tatuado”, me aproximé a la ventana, el hueco enrejado por el que había confundido la luz del sol con la de un foco. Cuando pasas tanto tiempo durmiendo entre las paredes de tu celda, olvidas como es la luz natural.
Aunque nunca antes había estado en ella, aquella sala debía ser la enfermería de la gran fortificación. Afuera, en mitad del cuadrilátero que formaba la zona negra, pude ver como un grupo de prisioneros cargaba con los cuerpos de varios miembros del ejército blanco, llevándolos hasta los hornos crematorios del “patio”. Al otro lado, un grupo de seis hombres, uniformados de negro, recargaban sus armas entre risotadas.
- Son soldados de Bukovsky. – “Tatuado” me sostenía, invitándome a regresar al camastro. Mientras regresábamos a él, pude ver que al menos tres docenas más de camas estaban ocupadas por pacientes que alternaban toses con leves gemidos de dolor. – Perdieron a muchos de los suyos cuando tomaron Psijushka, pero lo lograron gracias al acceso en el acantilado… Gracias a usted, señor.
“Tatuado” no pudo decirme mucho más: iba a seguir hablando cuando un par de soldados salieron de una puerta que había al fondo de la gran estancia. Llámandole a voces, con prisa y malos modales, le condujeron al interior de aquella misma habitación de la que salieron. Viendo la forma en que lo trataban, entre estos soldados y nuestros viejos carceleros la única diferencia era el color de su uniforme.
Durante los días siguientes apenas si volví a trabar contacto con “Tatuado”. De vez en cuando lo veía salir de aquella habitación, siempre escoltado por soldados de Bukovsky. En varias ocasiones, sus manos estaban cubiertas de sangre y en su rostro se notaba el cansancio de largas horas de trabajo. Una vez también ví salir de aquella habitación a “Calambres”, empujando un carro lleno de sábanas y ropas sucias. Conseguí reunir las fuerzas para llamarle entre susurros. Intercalando algunos de los espasmos musculares que le habían granjeado su apodo, se aproximó hasta mí, dejando caer la parte de arriba de un viejo y sucio uniforme de preso.
“Calambres” me contó que, en los últimos días, los soldados del Ejército Negro habían terminado de ajusticiar a los del bando Blanco. Gracias a él también pude saber que las detonaciones que nos impedían pegar ojo por las noches eran los obuses de advertencia que lanzaban las fuerzas de Mikjail Solzonvik, asediando el gulag. También supe que, pese a la llegada de nuestros supuestos libertadores, éstos mantenían a los prisioneros en sus celdas. Incluso les habían ordenado limpiar y poner a punto las instalaciones de los laboratorios.
- A…allí… ab… abajo… estan todos muy nervio… nerviosos… - consiguió decirme “Calambres”. – Han… han metido a algunos of… oficiales en nuestras celdas. Dicen que los us… usarán como rehenes si las fuerzas d… del Ejército Blanco si… siguen con el as… asedio. Uno… uno de ellos… asegura que Mikjail Solznivik se… se encontraba vi… visitando el gulag cuando ocurrió el ataque…
Uno de los soldados del Ejército Negro gritó a “Calambres” para que volviera a sus labores. Estaba tan preocupado de que el preso llevase el carrito hasta la salida de la enfermería que no me vio recoger la prenda que había caído del mismo. Viendo el número de la etiqueta sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral de arriba abajo. Aquel número pertenecía al prisionero que habían traído poco antes del ataque. El prisionero número cinco cero dos.
Por aquel entonces, las bombas lanzadas por el Ejército Blanco habían mermado tanto a la dotación de soldados de Bukovsky que les debió parecer innecesario dejar vigilancia en aquella habitación de la enfermería. Pensaban que todos los que estábamos allí teníamos cosas mejores que hacer como gemir moribundos y aguardar a la próxima dosis de morfina… si es que llegaba. Y tenían razón. Pero parecía como si mis terribles sospechas sobre lo que ocurría en aquella habitación tuvieran alguna clase de propiedad analgésica. Dos noches después de mi encuentro con “Calambres”, reuní el valor para, en mitad de la noche, levantarme y caminar hasta la habitación. Cada paso fue un calvario y estuve a punto de desmayarme cuando alcancé el pomo de la puerta.
Noté como el picaporte giraba, dejando claro que la puerta no estaba cerrada con llave. Aquello me sorprendió durante unos pocos segundos. El tiempo que tardé en comprobar que aquella no era una habitación cualquiera. Bajo la parpadeante luz de unos focos de intervención, las paredes reflectantes de un quirófano quedaron sumidas en una inquietante luminiscencia verdosa.
Lentamente, con el uniforme del preso cinco cero dos apretado entre mis manos, caminé hasta el hombre que yacía tendido en una gigantesca camilla de operaciones. Varias máquinas conectadas a su cuerpo lo mantenían con vida, emitiendo leves pitidos. Su rostro permanecía cubierto con una máscara de color verde aséptico. Tragué saliva mientras mis dedos temblorosos iban quitando, una a una, las capas del complejo vendaje. Bajo los focos del quirófano, creí reconocerle. No en vano, recordaba al semblante del mismo hombre que, hacía ya meses, me había visitado para proponerme una misión que cambiaría mi vida. Vladimir Bukovsky. Lider de los Ejércitos Negros. Entonces, fui retirando el resto de la venda, la que aún cubría la parte izquierda de su rostro.
Cuando la última de las tiras cayó al suelo, sentí como mi alma se rompía en mil pedazos, al tiempo que recordaba las últimas palabras de “Cantor”. “Luchábamos contra el enemigo equivocado”, dijo.
La parte izquierda del rostro de aquel hombre coincidía con la efigie que salía en los billetes de cinco rublos: el semblante de Mijail Solznovik, señor de los Ejércitos Blancos. Una plegaría entre el asombro, el desconcierto y el más absoluto terror salió de mis labios. Pero no hubo tiempo para más: sentí un súbito y fuerte golpe en la nuca que hizo que todo quedase sepultado en tinieblas.
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