viernes, 27 de mayo de 2011

Hogar, Dulce Hogar - Segunda Parte

- Lo siento mucho de verdad- decía la agente inmobiliario mientras empujaba a los posibles compradores hacia la salida. -Arreglaré esto y les volveré a llamar, estas cosas pasan saben ustedes. El piso es estupendo, cuando lo puedan ver entero quedarán encantados, no querrán ver otro-, continuó hablando rápido sin dejar a los futuros inquilinos ni decir ni una palabra. Cuando los tuvo fuera se despidió y cerró la puerta.

Se dió media vuelta y enfadada volvió al salón. -¿¡Pero quienes son ustedes!?-, vociferó. El hombre, impasible, seguía fumando su pipa observando a la agitada mujer. Volvió a decir algo, en ese idioma que la chica no entendía. -¿¡Pero que dices viejo!?, ¡como no salgan ahora mismo de aquí llamaré a la policia!-. Entonces la agente se dió cuenta que la mujer mayor no estaba.

La encontró en la cocina haciendose un té. -¡Esto es el colmo!, ¿¡quien le ha dado permiso!?, ¿se cree que está en su casa?-. La vieja la miraba pero los gritos de la mujer no parecían afectarle, en seguida ponía de nuevo toda su atención en la tetera donde estaba calentando el agua.

-Bien, ustedes lo han querido. Llamaré a la policia y ellos les sacarán de aquí-, decía la agente inmobiliario, mientras sacaba su teléfono móvil. -Si, ¿policia?, al habla Cristina Blas, de la agencia inmobiliaria donpiso. Si, hay unos okupas en una de las casa que vendemos. ¿Qué cuantos son?. Dos. ¿Edad?, pues unos 50. Si cada, uno. No, no es coña. ¿Que como son?, pues no se, un momento.-. Cristina se dirigió al salón para volver a echar un vistazos a los okupas, pero estos no estaban. -Un momento, no cuelgue- dijo a la agente. Rebuscó por toda la casa, pero no estaban.



Ya era de noche cuando Cristina Blas llegó a su casa. Estaba cansada. Había sido un día raro. Un agente imobiliario ve muchas cosas raras por su trabajo pero lo de hoy se había llevaba la palma. Solo tenía ganas de un buen baño y eso hizo.

Tras el baño se dió cuenta que alguien habia encendido la luz del salón. Ella no había sido, estaba segura. En albornoz, cogió uno de los palos de golf que su exmarido se había dejado allí y se dirigió lentamente hacia la sala. No se escuchaba nada y la puerta estaba entornada. Abrió lentamente la puerta y mientras levantaba velozmente el hierro 3 entró con fuerza.

Cristina no daba credito a lo que veían su ojos. Las dos personas mayores que había visto por la mañana en el apartamento en venta estaban sentados en su sofá. Cristina no pudo evitar soltar, -¿¡otra vez ustedes!?, ¿¡pero como han entrado en mi casa!?, de hecho, ¿¡como saben que vivo aqui!?.-

El hombre fue el que se levantó primero y ayudó a la mujer a levantarse. Se acercaron a Cristina. Esta dió unos pasos atrás, echándose a un lado y volvió a levantar su “arma”. El hombre y la mujer se acercaron a la puerta del salón. Antes de salir, el hombre sacó algo de un pequeño bolsillo de su chaqueta y lo dejó en una pequeña mesa. Entonces salieron. Cristina se acercó a la mesilla, era una llave. Ella ya había visto esa llave, pensó. Entonces volvió a recordar a los viejos. Salió del salón, pero ya no había nadie. Se habían ido, sin ruido.

Volvió a la mesa y cogió la llave. Era pequeña, vieja y estaba llena de polvo. Rápidamente volvió a su cuarto y buscó el bolso que había llevado hoy. Lo vació en la cama. Había muchos manojos de llave, rebuscó entre ellos hasta que encontró el que buscaba. Puso una al lado de otra. Era la llave del apartamento que había enseñado hoy, concretamente la llave del trastero. Pero ella tenía la suya, la única copia. Entonces, ¿de donde había salido esta?, se preguntó.

[continuará]

miércoles, 18 de mayo de 2011

HOGAR, DULCE HOGAR - Parte 1


- Es un piso estupendo, ya lo veréis. Los dueños lo reformaron hace apenas un par de años, pusieron vitrocerámica, acuchillaron el suelo, renovaron el baño… La verdad es que lo dejaron maravilloso. Una faena que ahora se tengan que ir, cosas del trabajo, os podéis imaginar… Un día estás tan contento con tu vida y de repente te destinan a diez mil kilómetros de distancia, y no hay más que hablar. No están las cosas como para andarse con remilgos. Y allí que se fueron, casi de la noche a la mañana. Y ella embarazada, ¡fíjate! Ahora lejos de su familia, sus amigos… Pero bueno, a vosotros lo que os interesa es el piso, ¿no? ¡Pues el piso es una delicia! De lo más cuco y apañado. Tiene un tamaño ideal, ya lo veréis, perfecto para una pareja joven como vosotros. Y con las prisas lo han dejado a un precio irrisorio. ¡Y completamente amueblado! Estoy segura de que os va a encantar. Eso sí, os advierto que tengo ya varios interesados y estoy segura de que no tardarán en quitármelo de las manos, así que os recomiendo que no os demoréis mucho en la decisión. Un chollo así no se encuentra todos los días. Venid, es por aquí. A ver donde tengo las llaves… Mmm… ¡Ah! Aquí están. ¡Os va a encantar, ya veréis!

La frenética mujer introdujo la llave en la cerradura, giró dos veces y empujó. La puerta se abrió con un suave chirrido. Entraron al recibidor, una pequeña estancia apenas decorada con una alfombra marrón a rayas y un espejo de pared.

- Uy, no recordaba yo este espejo aquí. Lo cierto es que sois los primeros en visitar el piso, y sólo estuve aquí una vez, hace una semana, justo antes de que los dueños se fuesen. Con las prisas lo mismo ni me fijé, pero es raro, porque siempre me fijo en todo, soy muy observadora. No importa, pasemos al salón, seguidme.

Abrió la puerta semiacristalada que daba a la estancia principal. La joven pareja entró tras la vendedora. Una luz cegadora entraba desde el ventanal que había justo en frente; tardaron unos segundos en acostumbrar la vista a aquella claridad, y cuando al fin consiguieron quitarse la neblina de los ojos, lo que se introdujo en sus retinas no se asemejaba a nada que hubiese podido siquiera imaginar ninguno de los tres.

Aquel salón era amplio, sí, tal y como la veterana comercial recordaba, y tal como había descrito a los posibles futuros compradores. El sofá estaba en su sitio, pegado a la pared y frente al mueble de la televisión. La pequeña mesa auxiliar, las dos estanterías vacías, hasta los tres pequeños cuadros que adornaban la blanca pared frontal. Los muebles y su disposición no habían variado un ápice, pero lo que dejó a los recién llegados atónitos, boquiabiertos y totalmente petrificados fue la presencia de aquellos dos individuos que, sentados en el sofá, les miraban fijamente. Una pareja de unos cincuenta y pico años, canosos los dos, ella delgada y esbelta, él algo más entrado en carnes, con un poblado bigote bajo el cual colgaba una pipa, delicadamente sostenida por unos finos labios. No parecieron inmutarse demasiado ante la llegada del trío invasor, aunque sí lo observaban con gesto hosco.

- ¿Qué hacen ustedes aquí? -Acertó a decir finalmente la trabajadora de la inmobiliaria, con más miedo que autoridad-.

El hombre pronunció sosegadamente unas palabras totalmente ininteligibles para ellos, parecía el idioma de algún país de Europa del este, pero no podían identificarlo. Estaba claro que aquellos no eran los dueños del piso, lo que no lo estaba ni por asomo era cómo habían entrado, qué hacían allí…

martes, 10 de mayo de 2011

JAVI - Conclusión



Mi vida en la universidad no era mucho más social de lo que lo había sido en el colegio o el instituto. No es que no tuviera amigos, alguno había, por supuesto, pero si bien ya no era aquel esmirriao del colegio, con el paso de los años y mi espléndido estirón tampoco puedo decir que me hubiese convertido en el rey del mambo. Más bien afirmaría que por aquel entonces lo que descubrí fui la indiferencia. Ya no se fijaban en mí, ni siquiera para insultarme. “Bueno, algo hemos ganado”, pensé.

Sin embargo, aquél día en que bajé a la calle lleno de rabia y frustración algo se movió en el universo. “Creo que esto es vuestro…” es todo lo que me atreví a decir, entregando el balón con manos rígidas a la par que temblorosas. Alguien se adelantó y me lo arrebató de inmediato, pero no sufrí ningún tipo de burla, intimidación o amenaza, como mi experiencia decía que sucedería. Nada. Apenas me miraron de arriba a abajo, al principio extrañados, luego indiferentes, como todos, para finalmente dar media vuelta y seguir con sus botes y canastas. Aquello me bajó los humos por completo y por un momento me vi allí plantado, sin saber muy bien a qué había ido y sin la menor intención de moverme. De repente me sobrevino un impulso totalmente sorpresivo y grité:

– Ey! ¿Aceptáis uno más?

Los tipos tatuados se volvieron, parecían confiar tan poco en mí como yo en ellos. Aún así decidieron romper las reglas, como yo, y el que tenía el balón en aquel momento me lo lanzó bruscamente mientras me retaba a demostrar mis habilidades.

Entre gritos, rebotes, empujones, triples y algún que otro improperio se nos hizo de noche. Sudorosos y agotados nos sentamos en un banco.

- No lo haces mal, tío -me dijo uno de ellos mientras se encendía un cigarro y me ofrecía una litrona.

Aquella noche me metí en la cama agotado por el deporte, aún triste por la muerte de mi tío, bastante avergonzado por no haber dado palo al agua y ciertamente contento por aquella nueva experiencia, aquella nueva sensación de novedad, valga la redundancia. Creo que por primera vez en mi vida hice algo que no estaba programado, algo totalmente espontáneo y en cierto modo ilícito. Y con ese dulce sabor a victoria, pues además había tenido éxito en mi aventura, me sumí en un profundo y placentero sueño.

Los días pasaban velozmente, mientras yo estudiaba cada vez menos y me divertía cada vez más. Jugaba al baloncesto día sí y día también, aquellos pandilleros se convirtieron en mis más fieles compañeros, con los que pasaba horas y horas, bien con un balón, bien con una birra en la mano. Yo también me tatué, como podéis ver. El poco dinero que me mandaba mi pobre madre me lo gastaba en cualquier cosa menos en lo que ella suponía. Aunque bueno, ella decía que estaba “invirtiendo en mi formación”, y yo realmente me estaba formando, aunque en otras asignaturas de la vida. Suspendí mis primeros exámenes, y los siguientes… Las matemáticas no habían dejado de interesarme, pero ante mí se presentaba un oasis lleno de tentaciones a cual más jugosa y apetecible. A veces perdí un poco el control, he de reconocerlo, pero no me convertí en ningún delincuente juvenil ni nada semejante. Sin embargo, la facultad de Matemáticas Avanzadas requería de mí algo más que un cerebro ágil y los genes que me unían al ilustre matemático don Enrique García, en paz descanse. Tras varias reuniones en las que mi tutor intentó sin éxito alguno volver a encarrilarme, el decano tuvo a bien ponerme de patitas en la calle por estar desperdiciando de tal forma aquella grandiosa –según ellos- oportunidad.

Pero no podía volver a casa, y aunque mi madre era sabedora de mi situación y no estaba precisamente contenta, como decía aquella canción que cantaban mis colegas de barrio: “decidí aprender a hacerme yo las maletas para poder vivir…”

No fueron días fáciles, volví a sentir aquella frustración, aquella indiferencia pasadas. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui. Pero supongo que necesitaba esa experiencia para valorar todo lo demás, todo lo que estaba dejando de lado. De cuando en cuando me acordaba de mi tío, de sus frases solemnes, y mientras a veces me sentía una hipotenusa de aspecto irracional, en la mayoría de ocasiones no veía en mí sino al mayor de los catetos. Lo único reseñable -y con importancia a largo plazo- de aquella época fue el reencuentro con Martita, sí, la del verano en el pueblo. Aunque había crecido, seguía siendo bajita, y conservaba su maravillosa sonrisa, al igual que su inteligencia y sentido común, cosa que no podía decir de mí mismo. Los pormenores de nuestro reencuentro no vienen al caso, por lo que sólo apuntaré que ella estaba en la ciudad estudiando la carrera superior de piano. Paradojas de la vida, como en la comunidad pitagórica, música y matemáticas se volvían a unir en busca del equilibrio cósmico. Pero nuestras vidas eran ahora bien distintas. Ella era ordenada, aplicada, vivía en el centro y tenía muy claras sus aspiraciones. Yo me había vuelto caótico, inestable, seguía viviendo en las afueras con el poco sueldo que ganaba y todas mis pretensiones de futuro eran poder jugar al baloncesto al día siguiente con mis amigos.

Una tarde, poco después de nuestro reencuentro, salimos a dar un paseo. Ella estaba radiante, y los instintos que desbordan a un chaval de veinte años nublaban el poco intelecto que me quedaba entonces. Tras un par de horas charlando, dejó que la acompañara a casa y me invitó a pasar. Preparó café y me estaba enseñando unas fotos antiguas cuando, sin mirarme a los ojos, y con esa sonrisa pícara suya, me dijo:

- - Qué, ¿nos lanzamos? Por los viejos tiem…

No había terminado la frase cuando me abalancé sobre ella cual kamikaze, y antes de poder apenas tocarla me propinó un empujón que me llevó de bruces al suelo. Justo cuando caí acerté a adivinar donde se había dirigido su mirada en ese momento: allí, al lado del escritorio, vi el balón.

- ¿Decías jugar al baloncesto? – murmuré.

- Pues claro, imbécil – fue su repuesta casi instintiva y acertada, porque en ese instante me sentía la persona más imbécil del universo, otra vez. - ¿Qué iba a ser sino?

- Yo creí que... – No pude acabar la frase y dio igual porque ella sonrió como, incluso a día de hoy, sólo ella sabe.

- Entonces que ¿Jugamos o no?


Y aquel fue el día en el que dejé de ser la tan deseada hipotenusa para convertirme en un cateto en armonía dentro de mi cosmos particular. Todo volvió a su sitio. Y nunca en mi vida me había sentido tan grande…