viernes, 24 de diciembre de 2010

La Magia de la Pintura. Capítulo 3

[Viene de La Magia de la Pintura, capítulo 2]

Corría el año 1752 cuando el Conde de Peña Alta oyó hablar por primera vez de Dick Van Dean. En aquella fría mañana de Abril, un misterioso carruaje llegó a las puertas de la mansión del Conde. Sus criados y sirvientes terminaban de recoger los destrozos y las sobras de la fiesta de la noche anterior. Alfredo, su mayordomo personal, tuvo que tocar seis veces a la puerta de su dormitorio para conseguir que su señor atendiese a la peculiar visita que, bajo la lluvia matutina, aguardaba ante el portal de la mansión. Antes de bajar, el Conde miró a través de la ventana. De no haber visto el emblema de los Pintores del Nuevo Siglo en el carruaje, jamás habría bajado en persona a atender a alguien a esas horas del día.


El mensajero era un chico de apenas quince años. En realidad, él sólo era un emisario: lo realmente importante lo descargaron los sirvientes del Conde del carruaje. El chico, en un castellano con marcado acento holandés, informó al Conde que aquel cuadro era un presente de los pintores a su persona. Pese a sentirse alagado, el Conde no evidenció agradecimiento alguno y se limitó a bostezar con fingido aburrimiento. El chico y el carruaje se marcharon y el cuadro fue llevado a la galería privada que el Conde tenía en lo que antaño fue un salón comedor. Allí, el Conde atesoraba sus pequeñas “curiosidades”: una urna griega confeccionada en un extraño metal irrompible; varias cabezas de conquistadores españoles que habían sido reducidas por indios jíbaros hacía siglos…


El Conde indicó a sus sirvientes que colocasen el cuadro sin quitarle el envoltorio que lo cubría. Sin demasiada extrañeza – sus sirvientes estaban más que acostumbrados a las excentricidades del Conde – obedecieron y colgaron el lienzo cubierto en una de las paredes de la galería. Por extraño que pareciese tener un cuadro así, oculto y a la vez a plena vista; el Conde había oído lo bastante sobre los Pintores del Nuevo Siglo como para conocer algunas de las leyendas que circulaban en torno a sus obras. Teniendo en cuenta la combinación de su tendencia natural al aburrimiento junto con el poder disponer de grandes cantidades de tiempo libre y dinero; no resulta extraño que el Conde hubiese tomado las ciencias ocultas como una distracción más.


Durante semanas, el Conde consiguió mantener a raya su curiosidad y el cuadro se limitó a reposar en la galería, cubierto e inerte. Sin embargo, poco a poco, el Conde comenzó a dejar en un segundo plano las advertencias que muchos expertos hacían con respecto a las obras de esos pintores “malditos”. Así, una noche de tormenta, el Conde no resistió más la curiosidad y, embutido en su pijama y a la luz de un candil, bajó hasta la galería. El corazón latía en su pecho presa de la expectación. Sus manos temblaron cuando descubrió el cuadro… y un relámpago iluminó la estancia cuando la imagen del mismo quedó al descubierto.


La imagen quedó grabada a fuego en la pupila del Conde, viajando a través de su sistema nervioso convertida en un sentimiento de una intensidad sin par. Cayó de rodillas ante la belleza de la mujer que aparecía retratada en la imagen. Era joven, de pelo azabache rizado. Su piel, extremadamente pálida, resaltaba con la presencia de un pícaro lunar sobre la comisura de los labios. Su atuendo era el de una artesana medieval pero su sonrisa, la luz en sus ojos… era la de una pícara y atrevida mujer adelantada a su tiempo. ¿Quién era esa mujer? El Conde no lo sabía. Pero se juró en silencio que sacrificaría cualquier cosa con tal de averiguar quien era.


A la mañana siguiente, el Conde envió una carta junto con una invitación para pasar una temporada en su mansión. El destinatario de ambas no era otro que Dick Van Dean, el pintor que había firmado el cuadro. La misiva iba acompañada con una petición del Conde: “de ser posible, venid acompañado de la bella modelo que usasteis para el hermoso retrato que tuvisteis a bien regalarme.”


Dos semanas pasaron y el maestro Van Dean llegó por fin a la propiedad del Conde. Éste lo recibió expectante más basta fue su decepción cuando vio a Van Dean descender del carruaje únicamente acompañado por sus bártulos de pintor. El Conde guardó la compostura el tiempo suficiente como para que el servicio llevase las cosas del pintor a los aposentos de invitados. Ante una taza de té, el Conde preguntó a Van Dean sin reparos el por qué de la ausencia de la doncella.


“Me temo, buen Conde, que la mujer que visteis en mi retrato lleva siglos muerta."


La respuesta del pintor causó el efecto deseado en el Conde quien se derrumbó sobre uno de los cómodos sofás de su salón de juegos. Van Dean, siguiendo el guión que su nuevo maestro Van Acken le había dado; contó al Conde la historia casi completa de Lucilda Genovese. Le habló de la que había sido una mujer única, la rica heredera de un mercader veneciano en los albores del Renacimiento. Su genio podía haber eclipsado el del mismo DaVinci. De haber vivido más allá de sus veintidós años, posiblemente hubiese sido su nombre el que habrían recordado los libros de historia.


Pero si había sido asesinada, continuó Van Dean, había aún una oportunidad de cambiar su destino. El Conde le suplicó que le contase cómo: él pondría a su servicio todo cuanto fuese necesario para hacerlo. Van Dean le dijo que existía una forma de salvarla. Con la taza de té aun en su mano, el pintor caminó hasta la galería y señaló el cuadro.


“Imagino que sabe lo que se dice de nuestros cuadros, buen Conde. Que son algo más que puertas. Puertas a otros lugares… y a otros momentos.”


Para un hombre más que acostumbrado a simular interés ante conversaciones que no le importaban lo más mínimo; el Conde escuchó con prodigiosa atención cómo Van Dean le contaba que aquel retrato de Lucilda estaba inspirado en el aspecto que tendría en el momento de su muerte. Tan obnubilado estaba el pobre Conde que no se había dado cuenta de que el cuadro pintado por Van Dean carecía de fondos. Era sólo una mujer… ubicada en ninguna parte.

“Buen Conde… Usted ha oído hablar de nosotros, de los pintores del Nuevo Siglo. Pero nosotros también hemos oído hablar de usted. De usted… y su colección de “curiosidades”.


En uno de los rincones de la galería del Conde, había un pequeño estante en el que reposaban algunos viejos libros. Sátiras prohibidas por la Iglesia; romanceros apócrifos del Islam… y un puñado de hojas encuadernadas en cuero que, al estar en italiano, el Conde no había leído hasta entonces.


“Lo adquirí en un paquete de libros, en una subasta ocultista en París. No es más que un diario de un hereje anónimo al que la Inquisición italiana quemó hace siglos.”


Hojeando el viejo ejemplar, Van Dean sonrió.


“Es más que eso, buen Conde. Es el diario de Lucilda Genovese. En él están todas sus anotaciones personales. Y lo más importante…”


Van Dean lo abrió por una página y le mostró un dibujo a mano alzada que Lucilda había hecho de lo que era su taller personal.

“Ahora sabemos, buen Conde, qué debemos dibujar como fondo… si queremos salvarla.”


[Continuará]

viernes, 17 de diciembre de 2010

La Magia de la Pintura. Capitulo 2


Cuando esa noche de 1748 Van Dean llegó al retirado castillo de Kline, el puente levadizo que conducía a la barbacana estaba tendido, sin embargo no vio a nadie cerca. Con algo de inquietud lo cruzó, mientras observaba por vez primera la majestuosa águila real con un huevo en el pico que hacía de escudo de armas. Nunca antes había visto u oído hablar de ese emblema que, desde ese día, le acompañaría allá donde fuera.

Si estuvo tentado de dar la vuelta, la posibilidad desapareció cuando, apenas terminaba de cruzarlo, el puente levadizo comenzó a elevarse. No había vuelta atrás. De entre las sombras una veintena de siluetas se acercaron a él portando antorchas que, más que alumbrar, le deslumbraban impidiendo ver sus caras.


Hizo caso a los gestos que las figuras le hacían y les siguió por las entrañas del castillo. No tardó Van Dean en desorientarse. La escasa iluminación y la escasez de adornos hacían que todas las estancias parecieran la misma y dudaba si subían escaleras para luego volverlas a bajar o si el castillo era inmensamente más grande de lo que parecía por fuera.

Vagaron a toda velocidad y sin mediar palabra, durante un tiempo que a Van Dean le pareció eterno, hasta que llegaron a su destino. Con un gesto, los encapuchados hicieron que avanzara hasta el fondo de una estancia mal iluminada. Van Dean se topó de frente con una enorme puerta de roble. Cuando se volvió para pedir algún tipo de indicación sobre qué debía hacer, no había nadie allí, las extrañas figuras se habían desvanecido.

Convencido de no poder encontrar la salida del castillo, hizo lo único que podía hacer; empujar con todas sus fuerzas la puerta hasta que ésta cediera. Cuando lo hizo, se abrió ante él una inmensa sala, de la que en un primer momento no pudo fijarse en otra cosa más que en los hermosos frescos que decoraban sus techos y las decenas de cientos de cuadros (a cual más impresionante que el anterior) de todo tamaño y temática. Mirara dónde mirara todo eran cuadros, la saturación era tal que no quedaba atisbo alguno de pared trás de ellos.

En el centro de la sala había una mesa con una centena de personas sentadas alrededor y una única silla libre. Los comensales vestían con estridentes vestidos, todos ellos muy coloridos y extravagantes. Pero sin duda el que más debía llamar la atención era Van Dean, pues todos se habían girado y miraban en total silencio y sin cesar al recién llegado. Titubeando, éste comenzó a acercarse a la mesa sin saber muy bien cómo debía actuar.


El hombre, si es que se le podía llamar así, que estaba sentado más alejado de la puerta se puso en pie y con voz de ultratumba le indicó que se sentara. Sobresalía sobre todos los demás, no solo por su sufrido atuendo, una túnica negra, áspera, ruda, él presidía la mesa sentado en una especie de trono de retorcidas formas. Pese a tener cubierta la cabeza por la túnica, su cara se adivinaba desgarrada, deformada y ajada, como si hubiera sido quemado. Estaba ennegrecida y con un tono ceniciento, al igual que sus huesudas manos. Viendo su estado, parecía increíble que estuviera vivo. Intentando no mirarle directamente, Van Dean descubrió sobre su cabeza un cuadro enorme, fascinante, aterrador, hipnótico. La mayor obra de arte que había visto hasta ese momento. El cuadro mostraba el mismísimo Infierno y todos los condenados que en él habitan. Sus colores tan vivos y las expresiones tan feroces de los carceleros eran tan vívidas que era imposible dejar de admirarlo...

 - Tienes el Don – Dijo el hombre ceniciento sacando a Van Dean de su ensimismamiento – No cómo ese viejo Ulshof, no… tú tienes el Don de verdad, puedo notarlo.

 - Siento lo de mi maestro – Se intentó disculpar por sus actos - Yo [...]


 - No sientas nada – le interrumpió el hombre de un modo cortante – Era necesario para que crecieras, para liberar al Don. Él era débil, sus cuadros no pasaban de ser simples obras de arte. Sin embargo tu… tú primer cuadro y haces… creas un apocalipsis a pequeña escala… es increíble, estoy impresionado… Pero supongo que no has venido a oir halagos, que quieres saber qué haces aquí y quienes somos nosotros… Toma una copa y escucha nuestra historia, la de los Pintores del Nuevo Siglo

Debes saber antes de nada que si bien los Pintores existimos desde comienzos de siglo, hace apenas 50 años, el Don es muy anterior... Ya en la prehistoria cuando se dibujaban bisontes en las cavernas no se hacía por honrar su memoria o divinizarlos… no. Los chamanes invocaban con estos dibujos a los animales, los hacían aparecer de la nada para que los cazadores pudieran dar de comer a la tribu, los hacían reales mediante la magia de la pintura… ellos fueron los primeros en descubrir el Don… Podían tener todo lo que sus cortas mentes podían imaginar, pero tenía un coste, y lo sabían. Al morir sus almas se las llevaría el mismísimo Diablo por usar un poder reservado a los dioses… Era el precio de ser adorado en vida, de no padecer hambre ni necesidad. Y lo pagaban gustosos… El tiempo pasó, los días oscuros se olvidaron, pero el Don, a diferencia de otros viejos poderes, perduró. Su secreto se escondió, pero nunca dejo de usarse. La historia está plagada de hombres que crearon imperios de la nada, acumularon más riquezas de las que se puede soñar en una vida, tuvieron un poder ilimitado… ¿Cómo puede un simple hombre lograr todo eso? Es el Don quién está detrás... El Don permite que lo que se pinte en un cuadro se convirta en realidad, jugar con el tiempo y el espacio… Tu lo acabas de descubrir, pero aún te queda mucho por aprender. Pero el problema es el mismo hoy que en el albor de los tiempos, después de una vida en la opulencia, al final el Diablo viene a por nuestras almas…

- ¿No sabes aún quién soy, verdad? - Continuó el hombre ceniciento - Soy Frederick van Aken… sí, aquél al que apodaban el Pintor Maldito, aquel de cuyos cuadros decían que atraían el mal y la calamidad… y no estaban muy desencaminados

- Pero…  - Van Dean estaba atónito  - Eso es imposible, he leído sobre aquello.
Frederick van Aken murió en 1699, fue apresado por brujo y quemado en la hoguera por la masa furibunda de Amsterdam, Van Aken está muerto... y por lo que dices debe estar en el Infierno...

- Muy cierto querido Van Dean – La cara calcinada de Van Aken esbozó una especie de sonrisa - Ahí es dónde debería estar, pero antes de morir dibujé un último cuadro - Van Aken se volvió para mirar el hiopnótico lienzo de su espalda - Entiendes, ¿verdad? Dejó casi agotado mi poder hacerlo… pero me permitió volver, engañar al Diablo… Cuando volví no podía ya pintar, pero tenía algo mejor en mente, un fin. Para ello fundé los Pintores del Nuevo Siglo, y esperé hasta encontrar alguien con un Don tan poderoso cómo el que yo tenía... y por fin has aparecido…

[continuará]

viernes, 3 de diciembre de 2010

La Magia de la Pintura. Capitulo 1

Dick Van Dean nació en una pequeña aldea cerca de Amsterdan en 1723, llamada Wijde. Sus padres, muy pobres, no tenían dinero para criarlo, de manera que le acabaron vendiendo a un lugareño con dinero llamado Ruud Ulshof.

Rudd, era pintor y había hecho una pequeña fortuna vendiendo muchos de sus cuadros. Se hacía mayor y no le venía mal alguien joven que le ayudara a mantener su pequeña mansión.
Durante varios meses Dick trabajó duro en casa del Sr. Ulshof: limpiaba la casa, limpiaba la ropa, hacía la comida, etc.
Aunque al principio no hizo mucho caso a la ocupación de Ulshof, Dick, poco a poco, se fue interesando por la pintura. Ulshof, receloso al principio de enseñarle sus técnicas, vió en el joven chaval un gran potencial y una manera de continuar su legado.

Durante varios años Dick estuvo estudiando con Ulshof. La relación entre Dick y Ulshof pasó de ser de amo/criado a maestro/aprendiz.  Dick, además de cuidar de Ulshof, absorbía rápidamente las enseñanzas de su maestro y adquirió pronto una gran técnica en el manejo del pincel. Pero, a pesar de todo el tiempo que le dedicaba y lo dotado que estaba para ello Dick veía que le faltaba algo para que sus cuadros pasaran de ser buenos a excepcionales. Pensaba que su maestro no le había contado todo, que se guardaba algo para él. Y aunque preguntaba a su maestro, este siempre le respondía los mismo, -”todo a su debido tiempo”-. Esta respuesta le frustraba y enfurecía.

Ulshof poseía una gran bilbioteca en su mansión. Casi todos los libros eran de pintores famosos de muy diferentes estilos. Un día, Dick estaba limpiando unos de los estantes cuando descubrió en un falso fondo un libro bastante viejo. El libro no tenía autoría, y no era un libro de pintura propiamente dicho, más bien era un libro de filosofia sobre la pintura. El anónimo autor, aseguraba, que si el aprendiz realmente quería alcanzar la maestría en su arte debía acabar con la vida de su maestro, para absorber todos su conocimientos. Matar a Ulshof, era algo que jamás se le habría pasado por la cabeza a Dick.

Durante varios años, Dick siguió intentando que Ulshof le contará toda la verdad, pero siempre obtenía la misma respuesta. Mientras tanto y a espaldas de su maestro leía el libro que había encontrado. El libro, aseguraba, que a través de la pintura se podía actuar sobre la realidad, sobre las personas. Dick no tenía claro si lo decía de una manera literal o metafórica. Pero la duda había sido plantada sobre el joven artista y pasado unos años, la desaparición de su maestro ya no le parecía algo tan doloroso. Total, este no parecía dispuesto a revelarle nada más.
El día en que Dick cumplía los 25 años introdujo veneno en la comida de su maestro. Ulshof murió a los 80 años en su cama, no sufrió.

El primer cuadro que pintó Dick Van Dean, llamado “Noche de tormenta en Wijde”, representaba, como su nombre indica, un paisaje de una tormenta que caía sobre su pueblo natal. Corroborando la afirmación del viejo libro, este cuadro fue su primera obra de arte (actualmente ese cuadro esta valorado en varias decenas de millones de euros). Un día después de que terminara el cuadro, una impresionante tormenta azotó el pueblo de Wijde arrasándolo por completo. No hubo supervivientes. Dick acababa de descubrir, exactamente, de lo que hablaba el libro y no sintió ningún remordimiento, solo orgullo y deseo de seguir aprendiendo.

Unos días después, Dick recibió la siguiente misiva:

Estimado Sr. Van Dean,

Recientemente hemos recibido la gratificante noticia de sus recien adquiridas habilidades. Estamos deseosos de conocerle. Nos encantaría que aceptara participar en una reunión que tendrá lugar en la noche del 15 de Julio en el castillo de Kline cerca de Amsterdan.

Nos despedimos de usted con la esperanza de que acepte esta invitación.

fdo. Pintores del Nuevo Siglo


[continuará]