Corría el año 1752 cuando el Conde de Peña Alta oyó hablar por primera vez de Dick Van Dean. En aquella fría mañana de Abril, un misterioso carruaje llegó a las puertas de la mansión del Conde. Sus criados y sirvientes terminaban de recoger los destrozos y las sobras de la fiesta de la noche anterior. Alfredo, su mayordomo personal, tuvo que tocar seis veces a la puerta de su dormitorio para conseguir que su señor atendiese a la peculiar visita que, bajo la lluvia matutina, aguardaba ante el portal de la mansión. Antes de bajar, el Conde miró a través de la ventana. De no haber visto el emblema de los Pintores del Nuevo Siglo en el carruaje, jamás habría bajado en persona a atender a alguien a esas horas del día.
El mensajero era un chico de apenas quince años. En realidad, él sólo era un emisario: lo realmente importante lo descargaron los sirvientes del Conde del carruaje. El chico, en un castellano con marcado acento holandés, informó al Conde que aquel cuadro era un presente de los pintores a su persona. Pese a sentirse alagado, el Conde no evidenció agradecimiento alguno y se limitó a bostezar con fingido aburrimiento. El chico y el carruaje se marcharon y el cuadro fue llevado a la galería privada que el Conde tenía en lo que antaño fue un salón comedor. Allí, el Conde atesoraba sus pequeñas “curiosidades”: una urna griega confeccionada en un extraño metal irrompible; varias cabezas de conquistadores españoles que habían sido reducidas por indios jíbaros hacía siglos…
El Conde indicó a sus sirvientes que colocasen el cuadro sin quitarle el envoltorio que lo cubría. Sin demasiada extrañeza – sus sirvientes estaban más que acostumbrados a las excentricidades del Conde – obedecieron y colgaron el lienzo cubierto en una de las paredes de la galería. Por extraño que pareciese tener un cuadro así, oculto y a la vez a plena vista; el Conde había oído lo bastante sobre los Pintores del Nuevo Siglo como para conocer algunas de las leyendas que circulaban en torno a sus obras. Teniendo en cuenta la combinación de su tendencia natural al aburrimiento junto con el poder disponer de grandes cantidades de tiempo libre y dinero; no resulta extraño que el Conde hubiese tomado las ciencias ocultas como una distracción más.
Durante semanas, el Conde consiguió mantener a raya su curiosidad y el cuadro se limitó a reposar en la galería, cubierto e inerte. Sin embargo, poco a poco, el Conde comenzó a dejar en un segundo plano las advertencias que muchos expertos hacían con respecto a las obras de esos pintores “malditos”. Así, una noche de tormenta, el Conde no resistió más la curiosidad y, embutido en su pijama y a la luz de un candil, bajó hasta la galería. El corazón latía en su pecho presa de la expectación. Sus manos temblaron cuando descubrió el cuadro… y un relámpago iluminó la estancia cuando la imagen del mismo quedó al descubierto.
La imagen quedó grabada a fuego en la pupila del Conde, viajando a través de su sistema nervioso convertida en un sentimiento de una intensidad sin par. Cayó de rodillas ante la belleza de la mujer que aparecía retratada en la imagen. Era joven, de pelo azabache rizado. Su piel, extremadamente pálida, resaltaba con la presencia de un pícaro lunar sobre la comisura de los labios. Su atuendo era el de una artesana medieval pero su sonrisa, la luz en sus ojos… era la de una pícara y atrevida mujer adelantada a su tiempo. ¿Quién era esa mujer? El Conde no lo sabía. Pero se juró en silencio que sacrificaría cualquier cosa con tal de averiguar quien era.
A la mañana siguiente, el Conde envió una carta junto con una invitación para pasar una temporada en su mansión. El destinatario de ambas no era otro que Dick Van Dean, el pintor que había firmado el cuadro. La misiva iba acompañada con una petición del Conde: “de ser posible, venid acompañado de la bella modelo que usasteis para el hermoso retrato que tuvisteis a bien regalarme.”
Dos semanas pasaron y el maestro Van Dean llegó por fin a la propiedad del Conde. Éste lo recibió expectante más basta fue su decepción cuando vio a Van Dean descender del carruaje únicamente acompañado por sus bártulos de pintor. El Conde guardó la compostura el tiempo suficiente como para que el servicio llevase las cosas del pintor a los aposentos de invitados. Ante una taza de té, el Conde preguntó a Van Dean sin reparos el por qué de la ausencia de la doncella.
“Me temo, buen Conde, que la mujer que visteis en mi retrato lleva siglos muerta."
La respuesta del pintor causó el efecto deseado en el Conde quien se derrumbó sobre uno de los cómodos sofás de su salón de juegos. Van Dean, siguiendo el guión que su nuevo maestro Van Acken le había dado; contó al Conde la historia casi completa de Lucilda Genovese. Le habló de la que había sido una mujer única, la rica heredera de un mercader veneciano en los albores del Renacimiento. Su genio podía haber eclipsado el del mismo DaVinci. De haber vivido más allá de sus veintidós años, posiblemente hubiese sido su nombre el que habrían recordado los libros de historia.
Pero si había sido asesinada, continuó Van Dean, había aún una oportunidad de cambiar su destino. El Conde le suplicó que le contase cómo: él pondría a su servicio todo cuanto fuese necesario para hacerlo. Van Dean le dijo que existía una forma de salvarla. Con la taza de té aun en su mano, el pintor caminó hasta la galería y señaló el cuadro.
“Imagino que sabe lo que se dice de nuestros cuadros, buen Conde. Que son algo más que puertas. Puertas a otros lugares… y a otros momentos.”
Para un hombre más que acostumbrado a simular interés ante conversaciones que no le importaban lo más mínimo; el Conde escuchó con prodigiosa atención cómo Van Dean le contaba que aquel retrato de Lucilda estaba inspirado en el aspecto que tendría en el momento de su muerte. Tan obnubilado estaba el pobre Conde que no se había dado cuenta de que el cuadro pintado por Van Dean carecía de fondos. Era sólo una mujer… ubicada en ninguna parte.
“Buen Conde… Usted ha oído hablar de nosotros, de los pintores del Nuevo Siglo. Pero nosotros también hemos oído hablar de usted. De usted… y su colección de “curiosidades”.
En uno de los rincones de la galería del Conde, había un pequeño estante en el que reposaban algunos viejos libros. Sátiras prohibidas por la Iglesia; romanceros apócrifos del Islam… y un puñado de hojas encuadernadas en cuero que, al estar en italiano, el Conde no había leído hasta entonces.
“Lo adquirí en un paquete de libros, en una subasta ocultista en París. No es más que un diario de un hereje anónimo al que la Inquisición italiana quemó hace siglos.”
Hojeando el viejo ejemplar, Van Dean sonrió.
“Es más que eso, buen Conde. Es el diario de Lucilda Genovese. En él están todas sus anotaciones personales. Y lo más importante…”
Van Dean lo abrió por una página y le mostró un dibujo a mano alzada que Lucilda había hecho de lo que era su taller personal.
“Ahora sabemos, buen Conde, qué debemos dibujar como fondo… si queremos salvarla.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario