viernes, 28 de enero de 2011

El Secreto De Un Hombre Muerto - Conclusión


De todos los papeles que se interpretaban en aquella monumental farsa, el mío era el más complejo. No quiero decir con eso que los demás lo tuvieran fácil. Ni siquiera para los que su rol les era ya harto conocido, como en el caso de Antonio. ¿Cuantos testamentos había leído ya en su vida? Apuesto a que ninguno en el que hubiese estado directamente implicado en la muerte del sujeto. Me gusta pensar que, pese a todo lo ocurrido, aun había algo de auténtica lástima en sus palabras al referirise a "su viejo amigo".

Para el otro actor protagonista, el problema reside en el disfraz. De no habérselo impuesto, Luis jamás habría lucido aquel hermoso traje de corte italiano. Como tantas otras cosas, la elegancia es algo de lo que nunca ha hecho gala. A veces cuesta creer que corre sangre de Somosaguas en sus venas. Sin embargo he de reconocer que hace gala de una interpretación sobria: apenas a mirado el reloj y tendrías que conocerlo tan bien como yo para darte cuenta de que está deseando irse de aquí. Sí, hay que reconocer que, como actor, lo está dando todo sobre el escenario.

Sin embargo, mi papel es sin duda el más complejo. Antonio y Luis sólo deben simular estados de ánimo. En mi caso, debo actuar como lo haría otra persona. Es cierto que juego con ventaja puesto que mi disfraz está confeccionado en carne y sangre. Concretamente, la carne y la sangre de mi propia hermana, Begonia. En cualquier caso, se trata de un simple trámite como lo es la pantomima de la lectura del testamento. Si todo sale como lo tengo planeado, Begonia pronto recuperará el control de su cuerpo sin recordar nada de lo ocurrido en estas últimas cuarenta y ocho horas. Además, ¿quien quiere vivir en un cuerpo ajado y casi amortajado como el de Begonia? A través de la fingida mirada de pena, clavo los ojos en mi primogénito, ocultando con las lágrimas el verdadero sentimiento de codicia que me invade al ver a mi futuro receptor.

De todas mis encarnaciones, Alberto de Somosaguas ha sido una de las más conflictivas. Bajo su piel he podido disfrutar de inmesos placeres pero los tiempos que me han tocado vivir han sido duros. Y para colmo, he tenido que lidiar con mi inesperada muerte a manos de mi propia hermana y su amante. Por suerte, descubrí sus planes a tiempo y preparé un sencillo conjuro que me ha permitido habitar la piel de Begonia. Ahora, solo debo esperar a que finalice la lectura del testamento para que todo esté listo y preparado. Han sido cuarenta y ocho horas difíciles, derramando lágrimas de cocodrilo e interpretando el papel de la afectada hermana del difunto.

Cuando Alicia hace acto de presencia, los tres actores de la obra nos quedamos paralizados. Como si de repente, en mitad de la representación, el dramaturgo hubiese decidido intoducir un personaje más a la escena. Que apareciese era una posibilidad con la que ya había contado. A fin de cuentas, su nombre aparecía en el testamento. Mientras camina como una pincelada de color en mitad de un lienzo gris y oscuro, me da por pensar lo mucho que se parecen la magia negra y la abogacia moderna. Las dos exigen cumplir con sus respectivos contratos. Alicia había sido una devota sirviente y merecía la recompensa acordada, treinta años atrás. Sin embargo, nunca imaginé que tendría las agallas para venir en persona.

Al menos, la sorpresa fue algo que no tuve que fingir. Durante el tiempo que duró la lectura del testamento - cuyo contenido conocía de antemano- no pude dejar de darle vueltas a por qué habría venido en persona. ¿Lo sabría? ¿Sabría cuales habían sido mis planes para Luis, su hijo? Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Era su madre... ¿y si habría descubierto mi plan y quería advertirle?

Siguiendo el papel que de antemano había aprendido, lloré cuando me tocó llorar y me sorprendí como lo hubiese hecho Begonia al escuchar quien era la máxima beneficiaria de toda mi fortuna. Sin embargo, no podía dejar que Alicia se marchase sin ponerla a prueba. ¿Sabría quien estaba oculto tras la carne y sangre de Begonia de Somosaguas? Me incorporé e hice lo que hubiese hecho Begonia de haber tenido el control de su cuerpo en aquel instante: la aferré por el brazo y la taché de ramera y otras cuantas cosas que improvisé. Esperaba ver en los ojos de Alicia alguna prueba de que me había reconocido. Su única respuesta, sin embargo, fue una sola palabra. Un nombre, para ser más exactos. Mi verdadero nombre.

Paralizado, la dejé marchar. Lo sabía. En aquellos treinta años había tenido tiempo más que suficiente como para indagar y sonsacar la verdad a algunos miembros del culto. Ya habría tiempo de atar cabos. Ahora había cosas más importantes que hacer. Y el hecho de que Alicia conociese la verdad no implicaba que quisiera salvar la vida de mi hijo. A fin de cuentas, ni le había dirigido la palabra a Luis. Quizá solo había venido como acto de soberbia. Desafiante, como siempre. Hice un esfuerzo para no sonreir y mantenerme en el papel de compunjida hermana del difunto.

Antonio se había acercado a Luis, quien a partir de ese momento se había convertido en el nuevo Duque de Abrea. Me miraban, preocupados por lo que debía estar sintiendo la pobre Begonia en aquellos momentos. Tenía pensado haber terminado con todo aquello más tarde, en la intimidad de nuestra mansión. Pero la presencia de Alicia había dejado inquieta mi alma inmortal.

- Ven, Luis. Hay algo que tienes que saber sobre tu padre.

Luis se acercó a mi. Con un gesto, indiqué a Antonio que nos dejase a solas. Ya me encargaría de él más tarde. Cerró las puertas tras de sí. Desconsoladamente, simulé un llanto lleno de tristeza. Luis reaccionó envolviéndome con sus brazos mientras susurraba palabras de sosiego y calma. No sintió como mi mano rebuscaba en mi bolso de mano, en busca de la daga ritual que guardaba en su interior. Para cuando la hoja se hundió en su pecho, su garganta apenas si pudo emitir un gruñido sordo, empapado en sangre. Mientras se convulsionaba en el suelo, sobre la preciosa alfombra persa del despacho, me levanté y probé la sangre que empapaba la daga. Sentí como una agradable calidez invadía mi alma y como, a medida que mi primogénito iba muriendo, mi esencia rellenaba su cuerpo caliente y acogedor.

Para cuando hube ocupado mi nuevo receptáculo, Begonia tenía los ojos muy abiertos. La herida se había cerrado casi al completo, dejando un buen montón de sangre por doquier. Comencé a pedir ayuda a gritos. Antonio y un par de ayudantes del despacho irrumpireron en la sala. La pobre Begonia no sabía donde ni cuando se encontraba: estaba vestida de luto y empuñaba un cuchillo ensangrentado. Por supuesto, no recordaba nada. Por mi parte, declararía que ella había intentado asesinarme, presa de la ira y la frustración. Posiblemente acabaría entre rejas o intenada en algún psiquiátrico. Alfonso, como mínimo, tendría el corazón destrozado. Y yo... Bueno, tendría que empezar de nuevo, bajo mi nueva identidad.

Si, es una forma de vida complicada. Pero es el precio que un hombre ya muerto debe pagar por mantener su más codiciado secreto

viernes, 21 de enero de 2011

El Secreto de un Hombre Muerto - Tercera Parte

Cuando Begonia y Luis, respectivamente hermana e hijo del fallecido, entraron en mi despacho yo ya me encontraba, como la norma rezaba, sentado detrás de mi robusto escritorio de roble  y con el testamento de Alberto de Somosaguas entre mis manos debidamente lacrado.

Cuando me disponía a abrirlo entró en el despacho una tercera persona, una despampanante mujer rubia, a la que yo no espera y, por las caras del resto,  la familia tampoco. Aunque le ofrecí que tomara asiento, prefirió quedarse de pié, en un segundo plano, o todo en lo segundo plano que se podía estar con esa traslucida y escotada camisa blanca y esa falda corta y roja.

Rompí el sello con la seguridad de lo que leería en su interior. Si Alberto no nos había fallado, a su hijo Luis le dejaría su título y quizás la mansión en la que ahora vivía mientras que a Begonia, su querida hermana, a la que siempre había cuidado y querido, y... mi amor y complice dejaría el resto de pertenencias y fortuna.

Begonia y yo nos conocimos hará unos 10 años. Fue Alberto quien nos presentó, pero sabiendo que nunca aceptaría esta relación y siendo él quien mantenía a la familia la mantuvimos en secreto. Durante varios años se nos cruzó la idea de acabar con la vida de Alberto, la idea de disfrutar su fortuna mejor de lo que lo hacía él era demasiado tentadora, pero pensamos que con su enfermedad lo tendríamos fácil y valdría con esperar. Sin embargo, Alberto era un hombre duro y la enfermedad no le vencía, de manera que hubo que poner algo de nuestra parte.

Lentamente, saqué la hoja que el duque de Abrea, había escrito de su propio puño y letra, mientras, me repetía continuamente que debía leer despacio, entrecortadamente, casi sollozando. Tenía que hacer lo que había ensayado mil veces. Gracias a la gran amistad que me unía con Alberto comprenderían mi tristeza y nadie sospecharía de mí. Begonia, también hacía su papel, de hermana triste y desconsolada. Y lo hacía muy bien, agarrada del brazo de su sobrino.

Pero cual fue mi sorpresa y la de Begonia que Alberto, legó toda su fortuna a la extraña mujer rúbia, Alicia de Febrer, según ponía en el testamento. Yo conseguí mantener la compostura, cosa que Begonia no logró.  Se notaba su decepción que se convirtió en ira cuando vió la sonrisa burlona de Alicia dirigirse hacia la puerta de salida.

Yo me acerqué a Luis, para guardar las aparciencias mas que nada, nunca había sentido mucho aprecio por el hijo de Alberto y le pregunté como estaba. Parecía igual de confuso que el resto.

En ese momento, Begonia cogía del brazo a Alicia, como intentando evitar que se largara la fortuna, que por derecho, le correspondía. Luis se levantó y se dirigó hacia la puerta en el momento que Alicia se soltó del brazo y salíó por la puerta.

Los trés nos quedamos solos en el despacho, aturdidos, sin saber quien era esa mujer y por qué Alberto le había dejado toda su fortuna. Pero la que peor estaba era Begonia, la ira que había mostrado mientras Alicia se iba había desaparecido. Permanecía sentada en una silla, pensatiba. Luis y yo nos mirabamos sin saber muy bien que hacer. Entonces Begonia, reaccionó, levantó la cabeza y casi susurrando dijo, - ven Luis, hay algo que tienes que saber sobre tu padre -.

[continuará]

El Secreto de un Hombre Muerto - Segunda Parte

Todos me están mirando, y si supieran la verdad, se asquearían de sus propios pensamientos. Aun me estoy preguntando que hago aquí, no conozco a ninguno de los presentes, y debería, porque lo normal, es que una persona conozca a su familia.

Todo esto es muy raro, porque nunca había tenido ni una sola llamada de Alberto, hasta hace un mes. Estaba en una situación muy precaria, y según sus propias palabras, pensaba que podía morir en cualquier momento, y lo mas escabroso de todo, es que estaba seguro que no seria la enfermedad quien acabaría con su vida. Sin embargo los presentes en la lectura del testamento, parecen realmente afectados por el fallecimiento de Alberto.

Por un lado esta Don Antonio, que se ha presentado como el notario, el mejor amigo de Alberto, y se nota. Cada paso en la lectura del testamento, va acompañado de una voz temblorosa y afectada. A su derecha se encuentra Begonia, su hermana. No deja de llorar ni un solo momento, es el arquetipo de viuda, enfundada en su traje negro, su pañuelo negro, y que no deja de recordarte durante todo el tiempo, lo bueno y amable que era el fallecido. Sin embargo no era su mujer, sino su hermana, aunque nadie lo diría.

Y por ultimo Luis de Somosagua, su hijo, la verdad que así vestido, con su traje italiano, y su porte elegante, nadie le podría negar que es hijo de Alberto. Sin duda Luis también ha heredado la perspicacia y la desconfianza de su padre, porque desde que entre por la puerta, no me ha quitado ojo de encima ni un segundo. En su mirada noto una mezcla entre sorpresa y desconcierto, aunque mas de una vez también me ha analizado de arriba a abajo, lo que significa otra cosa menos elegante desde luego.

Poco a poco Don Antonio fue desenmarañando los entresijos del testamento, una pensión vitalicia para Doña Begonia, un palacete y el titulo de duque para su hijo, y el resto de las posesiones para mi. Al menos había cumplido su promesa, treinta años sin saber nada de el, pero cumplió su palabra. Aun así esta el tema de que Alberto me llamara antes de morir, de que seguramente uno de los aquí presente acabo con su vida. Si supiera quien fue, le daría la mano, pese a todo lo que me ha legado, se porto como un cabrón, me llamo solo cuando me necesitaba, sin pensar todos los años que hemos pasado necesitandolo a el, sin interesarse ni una sola vez por nadie.

Estaba dispuesta a marcharme y olvidar todo esto, cuando Doña Begonia, se me acerco y me paro al umbral de la puerta, me dijo que quien soy, porque su hermano me ha dado casi todas sus tierras, que si era una ramera. Mantuve el silencio, sabia que hablaba su dolor. Estuve a punto de decirle que era la verdadera madre de Luis de Somosagua, y de contarle como fue concebido en un ritual de orgía y sangre hace ya casi treinta años. Pero preferí guardar silencio, y sonreir, ante la ignorancia de esa pobre mujer. Solo le dije una palabra. Anuket. Parece que loentendió a la primera, porque de repente se puso blanca, los ojos se le salían de las órbitas, y la boca abierta parecía llegarle al suelo. Durante unos segundos, mientras me marchaba, Doña Begonia no dejaba de mirarme, lo había comprendido a la primera. Y jamas volvería a increparme nada. JAMAS.

[continuará]

viernes, 7 de enero de 2011

El Secreto de un Hombre Muerto - Primera Parte

No podría asegurar si no podíamos dejar de mirarla por su desacertada indumentaria, su impresionante físico o simplemente porque desconocíamos de quién se trataba.

Ella era una mujer de unos treinta y pocos años. Alta, rubia, escultural. Sus enormes ojos claros y labios carnosos  la convertían en una de las mujeres más atractivas que hubiera visto nunca. Vestía una falda tan roja como corta y una vaporosa camisa blanca, con los dos primeros botones desabrochados, que dejaba muy poco a la imaginación. Jamás habría pensado que mi padre conociera a una mujer así y de aún estar vivo no me quedaría otra que reprocharle que no me la hubiera presentado antes.

En el despacho, además de Ella, estábamos mi tía Begonia, el notario y yo mismo. Mi tía Begonia, única hermana de mi padre, vestía enteramente en un negro de otra época y no paraba de secar sus lágrimas con un pañuelo bordado con sus iniciales.  Don Antonio, el notario, se encontraba visiblemente afectado por el papel que le tocaba cumplir esa tarde. A fin y al cabo mi padre se pasaba casi más tiempo en su notaría firmando contratos de compra y venta de propiedades que en casa, con lo que don Antonio se había convertido en uno de los mejores amigos de mi padre. Y yo, hijo único del que fuera Alberto de Somosaguas, duque de Abrea. Supongo que para cualquiera que observara desde fuera, lo que más destacaba de mí ese día era mi traje, italiano, sobrio, negro, realmente espléndido. Fue mi padre el que me obligó a comprarlo y guardarlo para su funeral  al conocer su enfermedad.

Mientras don Antonio leía, con voz más temblona y menos grave de lo habitual, las fórmulas legales que precedían a la lectura del testamento, mi tía seguía llorando desconsoladamente aferrada a mi brazo. Al principio supongo que lo hacía de la pena que le provocaba recordar porqué estábamos allí. Luego estoy convencido que hizo al conocer las últimas voluntades de mi padre.

Otorgaba el testamento a mi tía una pensión vitalicia que le permitía vivir tan desahogadamente como quisiera. La asignación era más que considerable, pero para ella totalmente insuficiente. No por la cuantía de la misma, sino por el hecho de que ahí se acababa todo lo que su hermano le legaba. Nada de enseres ni propiedades. Nada de libros ni colecciones. Nada de pequeñas cosas carentes de valor material pero repletas de recuerdos y sentimientos. Nada. Ni siquiera la apolillada colección de botones de la abuela...

Supongo que cada uno ve más agravio en lo que le toca más de cerca, por eso del innato egoísmo humano. No me pareció mal, o al menos no especialmente sangrante, lo de mi tía. Lo mío sí.  No fue una sorpresa que recayera sobre mí el título de duque de Abrea, al fin y al cabo no había nadie más a quién dejarlo. Tampoco me sorprendió que fuera mío el palacete dónde durante siglos ha vivido mi familia. Lo que fue del todo sorprendente, incluso para mí, es que, igual que a mi tía, no me legara nada más. La heredera de todas las demás posesiones y escrituras de mi padre era la señorita Alicia de Febrer (¡así que ese era su nombre!) la, hasta ese momento, desconocida de falda roja.

Mi cara debía ser un poema, porque cuando acabó la lectura y posterior firma don Antonio se acercó a preguntarme cómo estaba. Bien – supongo que le contesté, pero no lo recuerdo. Mi cabeza estaba dándole vueltas a lo que acaba de suceder. Algo se me escaba, seguro. Las hipótesis iban y venían sin parar a una velocidad de vértigo. No tuvo que pasar mucho tiempo hasta que mi mirada perdida acabó por encontrarse, sacándome de mis cábalas. De pronto me encontré mirando fijamente la sonrisa de suficiencia que brotaba de los carnosos labios de la señorita Alicia.

Se encontraba frente a la puerta con una mano en el pomo, a punto de salir. Mi tía la agarraba del brazo mientas le decía algo. Hablaban muy bajo, casi en susurros, no podía oír nada. Mi tía gesticulaba mucho y su mirada era iracunda y feroz. Alicia en cambio parecía sonreír cada vez un poco más, parecía gustarle la situación. Cuando me acerqué para intentar saber que sucedía, mi tía soltó el brazo de Alicia y ésta se escabulló por la puerta.

Nos quedamos mirando cómo se alejaba sin poder quitar la vista de ella. No podría asegurar porqué lo hacía yo, pero estaba seguro que mi tía Begonia lo hacía porque ella sí que sabía de quién se trataba.

La Magia de la Pintura. Indice

Dick Van Dean nació en una pequeña aldea cerca de Amsterdan en 1723, llamada Wijde. Sus padres, muy pobres, no tenían dinero para criarlo, de manera que le acabaron vendiendo a un lugareño con dinero llamado Ruud Ulshof.

Rudd, era pintor y había hecho una pequeña fortuna vendiendo muchos de sus cuadros...


 

martes, 4 de enero de 2011

La Magia de la Pintura. Desenlace

Y por supuesto que quería salvarla. El Conde de Peña Alta se había sentido atraído ante el rostro de aquella mujer. Durante los días antes de la llega de Van Dean, había pasado las noches en vela esperando que el pintor la trajera consigo. Y su decepción fue monumental primero al ver que venia solo, y luego al enterarse de que estaba muerta.

Por ello la información de Van Dean le lleno de animo. Tenían todo lo necesario, Van Dean pondría su talento, y el Conde el diario donde se dibujaba el taller donde fue asesinada Lucilda Genovese, así que se pusieron manos a la obra, durante días, apenas comieron, solo lo justo que dictamina el cuerpo humano como necesario para sobrevivir.

Pero el conde tenia una pregunta rondando por su mente, ¿Porque
Van Dean quería viajar y salvar a Lucilda? , ¿Estaría tan enamorado de su rostro como el? desde luego, el conde tenia una cosa clara, nadie hace nada por nada.

Llego el día en que el cuadro estaba terminado, ambos miraban con satisfacción, el conde había ayudado consiguiendo todos los materiales que requería el pintor. También era un buen observador, y se fijaba en que el cuadro cumpliera hasta el mas mínimo detalle, para que no hubiera error posible. Al fin estaba terminado. Pero antes de cruzar el portal, tenían que saber una cosa mas. Si querían salvarla, necesitaban saber todo lo que había acontecido los días anteriores a su asesinato, cual eran las dudas de ella, que sospechaba, porque querrían matarla, y tal vez esas respuestas se encontraran en el diario, así que tanto el conde como Van Dean, se dedicaron a investigarlo a fondo:

"Los acontecimientos de los últimos días me perturban, no puedo dormir tranquila"

" Mi alma ira al infierno, me he condenado para siempre"

" Se que quiere matarme, pero no hasta que consiga que funcione"

Y la ultima entrada del diario. Del día 31 de Diciembre.

" Hay algo aun mas inexorable que el tiempo y el espacio, El Destino"

Van Dean y el conde llegaron a la conclusión de que podían sacar pocas pistas del diario, como si esperaran que escribiera el
nombre de su asesino, por si algún día alguien siglos mas adelante lo leyera y pudiera salvarla, absurdo.

El conde de Peña Alta llamo a sus sirvientes, y le pidió que trajeran todos los manjares que tuvieran disponibles en la mansión, y el
mejor vino. Había que celebrar el mas que posible triunfo. Van Dean estaba entusiasmado mirando el dibujo del diario, y el que había realizado,
era perfecto.

No se había atrevido a pintar a la mujer, pues solo tenia su rostro, y cualquier fallo podría distorsionar la realidad, y hacer sus esfuerzos
infructuosos. Así que decidió pintar solo el taller, y esperar a que llegara la mujer, y evitar su muerte antes de que ocurriera.

En cuanto al día de su muerte, tendrían que probar fortuna con el ultimo día del diario, y rezar porque mantuviera la costumbre de escribir todos los días, tal y como se podía observar en el mismo.

Van Dean estaba absorto en sus pensamientos cuando el Conde lo abordo.

- La mesa esta preparada, disfrutemos de una buena cena, al fin y al cabo, no sabemos cuando tendremos otra igual.

Van Dean y el conde cenaron, bebieron, y brindaron, todo lo que no habían hecho durante los días que tardo Van Dick en pintar el cuadro, y el conde dispensarle todo
lo necesario, y observar continuamente al pintor. Así que dieron buena cuenta de la Langosta, el pollo asado, y el vino añejo de la mejor cosecha. Para el conde era
una comida mas, pero para Van Dick era todo un lujo que estaba aprovechando hasta el final.

El Conde de Peña Alta sabia que el vino era muy bueno, pero también conocía perfecta mente la fuerza embriagadora que poseía, el había probado ya muchas botellas, pero cualquier novato, podía confundir su suavidad, y beber sin darse cuenta de que pronto se encontraría irremediablemente borracho. Así sucedió, y el Conde aprovecho el momento para preguntarle a Van Dick el motivo de su cruzada por salvar a esa mujer.

Van Dean se sorprendió a si mismo respondiendo. Van Dean contó, que generaciones atrás Lucilda Genovesse perteneció a la familia de Ulshof, su maestro, era el caso tipico de perdida de apellido familiar al casarse. Frederick Van Acken le contó que fue una mujer sin igual, la mayor inventora de todos los tiempos, y si consiguieran salvarla y traerla al tiempo actual, podria convertirse en una poderosa aliada para los pintores del nuevo siglo. Asi que Van Acken le encargo una importante y fundamental misión para los planes de su peculiar secta privada. Salvar a Lucilda Genovesse.

Siempre habían buscado la manera de impedir su asesinato, su familia durante generaciones había buscado una sola imagen del taller, algo lo suficientemente exacto, para poder viajar y salvarla, pero nunca habían encontrado nada. Entonces Van Acken habia descubierto la compra realizada por el Conde de Peña Alta, y decidio mandarle a él a comprobarlo.

El conde se mostró sorprendido por las palabras de Van Dean, no estaba enamorado, solo era un sirviente mas, un lacayo de una secta privada y muy selecta, con mucho poder. Pero en el caso de Van Dean, no era mas que un esclavo, en un juego de señores.

- Se podría decir que durante este tiempo he sido tu alumno señor Van Dean.-

Van Dean sonrió - Así es amigo mio, y ahora alumno y maestro salvaran a Lucilda Genovesse.-

El Conde de Peña Alta sonrió también a Van Dean, esa afirmación era lo que necesitaba, que Van Dean le considerara su alumno era lo que hacia que tuviera sentido lo que estaba apunto de hacer.

Bang...un disparo...una antigua pistola de duelo humeante...el cuerpo de Van Dean boca arriba, moribundo. La sonrisa del Conde de Peña Alta que miraba el cuadro con expresión de triunfo,

Ahora amor mio, te enseñare todo lo que he aprendido en estos dias, y moldearemos el mundo a nuestra imagen y semejanza.

Frederick Van Acken se entero poco despues de la muerte de Van Dean. En su rostro se dibujo una malefica sonrisa, potenciada aun mas por su cara desfigurada, y sus dientes practicamente negros. Su plan no habia hecho mas que comenzar...

Por otro lado, lo ultimo que Vio Van Dean fue al Conde atravesar el cuadro, la fecha solo tenia inscrito el año, así que el conde aparecería en cualquier momento durante ese periodo de tiempo. Entonces Van Dean abrió los ojos de par en par, entonces se dio cuenta de lo que acababa de hacer.

Se había prometido salvar la vida de Lucilda Genovesse, y sin embargo, en su interior sabia, que no solo había fracasado, sino que seria causante directo de su muerte.

Entonces repitió las palabras de Lucilda Genovesse antes de morir.

- " Hay algo aun mas inexorable que el tiempo y el espacio, El Destino" .