No podría asegurar si no podíamos dejar de mirarla por su desacertada indumentaria, su impresionante físico o simplemente porque desconocíamos de quién se trataba.
Ella era una mujer de unos treinta y pocos años. Alta, rubia, escultural. Sus enormes ojos claros y labios carnosos la convertían en una de las mujeres más atractivas que hubiera visto nunca. Vestía una falda tan roja como corta y una vaporosa camisa blanca, con los dos primeros botones desabrochados, que dejaba muy poco a la imaginación. Jamás habría pensado que mi padre conociera a una mujer así y de aún estar vivo no me quedaría otra que reprocharle que no me la hubiera presentado antes.
En el despacho, además de Ella, estábamos mi tía Begonia, el notario y yo mismo. Mi tía Begonia, única hermana de mi padre, vestía enteramente en un negro de otra época y no paraba de secar sus lágrimas con un pañuelo bordado con sus iniciales. Don Antonio, el notario, se encontraba visiblemente afectado por el papel que le tocaba cumplir esa tarde. A fin y al cabo mi padre se pasaba casi más tiempo en su notaría firmando contratos de compra y venta de propiedades que en casa, con lo que don Antonio se había convertido en uno de los mejores amigos de mi padre. Y yo, hijo único del que fuera Alberto de Somosaguas, duque de Abrea. Supongo que para cualquiera que observara desde fuera, lo que más destacaba de mí ese día era mi traje, italiano, sobrio, negro, realmente espléndido. Fue mi padre el que me obligó a comprarlo y guardarlo para su funeral al conocer su enfermedad.
Mientras don Antonio leía, con voz más temblona y menos grave de lo habitual, las fórmulas legales que precedían a la lectura del testamento, mi tía seguía llorando desconsoladamente aferrada a mi brazo. Al principio supongo que lo hacía de la pena que le provocaba recordar porqué estábamos allí. Luego estoy convencido que hizo al conocer las últimas voluntades de mi padre.
Otorgaba el testamento a mi tía una pensión vitalicia que le permitía vivir tan desahogadamente como quisiera. La asignación era más que considerable, pero para ella totalmente insuficiente. No por la cuantía de la misma, sino por el hecho de que ahí se acababa todo lo que su hermano le legaba. Nada de enseres ni propiedades. Nada de libros ni colecciones. Nada de pequeñas cosas carentes de valor material pero repletas de recuerdos y sentimientos. Nada. Ni siquiera la apolillada colección de botones de la abuela...
Supongo que cada uno ve más agravio en lo que le toca más de cerca, por eso del innato egoísmo humano. No me pareció mal, o al menos no especialmente sangrante, lo de mi tía. Lo mío sí. No fue una sorpresa que recayera sobre mí el título de duque de Abrea, al fin y al cabo no había nadie más a quién dejarlo. Tampoco me sorprendió que fuera mío el palacete dónde durante siglos ha vivido mi familia. Lo que fue del todo sorprendente, incluso para mí, es que, igual que a mi tía, no me legara nada más. La heredera de todas las demás posesiones y escrituras de mi padre era la señorita Alicia de Febrer (¡así que ese era su nombre!) la, hasta ese momento, desconocida de falda roja.
Mi cara debía ser un poema, porque cuando acabó la lectura y posterior firma don Antonio se acercó a preguntarme cómo estaba. Bien – supongo que le contesté, pero no lo recuerdo. Mi cabeza estaba dándole vueltas a lo que acaba de suceder. Algo se me escaba, seguro. Las hipótesis iban y venían sin parar a una velocidad de vértigo. No tuvo que pasar mucho tiempo hasta que mi mirada perdida acabó por encontrarse, sacándome de mis cábalas. De pronto me encontré mirando fijamente la sonrisa de suficiencia que brotaba de los carnosos labios de la señorita Alicia.
Se encontraba frente a la puerta con una mano en el pomo, a punto de salir. Mi tía la agarraba del brazo mientas le decía algo. Hablaban muy bajo, casi en susurros, no podía oír nada. Mi tía gesticulaba mucho y su mirada era iracunda y feroz. Alicia en cambio parecía sonreír cada vez un poco más, parecía gustarle la situación. Cuando me acerqué para intentar saber que sucedía, mi tía soltó el brazo de Alicia y ésta se escabulló por la puerta.
Nos quedamos mirando cómo se alejaba sin poder quitar la vista de ella. No podría asegurar porqué lo hacía yo, pero estaba seguro que mi tía Begonia lo hacía porque ella sí que sabía de quién se trataba.
Ella era una mujer de unos treinta y pocos años. Alta, rubia, escultural. Sus enormes ojos claros y labios carnosos la convertían en una de las mujeres más atractivas que hubiera visto nunca. Vestía una falda tan roja como corta y una vaporosa camisa blanca, con los dos primeros botones desabrochados, que dejaba muy poco a la imaginación. Jamás habría pensado que mi padre conociera a una mujer así y de aún estar vivo no me quedaría otra que reprocharle que no me la hubiera presentado antes.
En el despacho, además de Ella, estábamos mi tía Begonia, el notario y yo mismo. Mi tía Begonia, única hermana de mi padre, vestía enteramente en un negro de otra época y no paraba de secar sus lágrimas con un pañuelo bordado con sus iniciales. Don Antonio, el notario, se encontraba visiblemente afectado por el papel que le tocaba cumplir esa tarde. A fin y al cabo mi padre se pasaba casi más tiempo en su notaría firmando contratos de compra y venta de propiedades que en casa, con lo que don Antonio se había convertido en uno de los mejores amigos de mi padre. Y yo, hijo único del que fuera Alberto de Somosaguas, duque de Abrea. Supongo que para cualquiera que observara desde fuera, lo que más destacaba de mí ese día era mi traje, italiano, sobrio, negro, realmente espléndido. Fue mi padre el que me obligó a comprarlo y guardarlo para su funeral al conocer su enfermedad.
Mientras don Antonio leía, con voz más temblona y menos grave de lo habitual, las fórmulas legales que precedían a la lectura del testamento, mi tía seguía llorando desconsoladamente aferrada a mi brazo. Al principio supongo que lo hacía de la pena que le provocaba recordar porqué estábamos allí. Luego estoy convencido que hizo al conocer las últimas voluntades de mi padre.
Otorgaba el testamento a mi tía una pensión vitalicia que le permitía vivir tan desahogadamente como quisiera. La asignación era más que considerable, pero para ella totalmente insuficiente. No por la cuantía de la misma, sino por el hecho de que ahí se acababa todo lo que su hermano le legaba. Nada de enseres ni propiedades. Nada de libros ni colecciones. Nada de pequeñas cosas carentes de valor material pero repletas de recuerdos y sentimientos. Nada. Ni siquiera la apolillada colección de botones de la abuela...
Supongo que cada uno ve más agravio en lo que le toca más de cerca, por eso del innato egoísmo humano. No me pareció mal, o al menos no especialmente sangrante, lo de mi tía. Lo mío sí. No fue una sorpresa que recayera sobre mí el título de duque de Abrea, al fin y al cabo no había nadie más a quién dejarlo. Tampoco me sorprendió que fuera mío el palacete dónde durante siglos ha vivido mi familia. Lo que fue del todo sorprendente, incluso para mí, es que, igual que a mi tía, no me legara nada más. La heredera de todas las demás posesiones y escrituras de mi padre era la señorita Alicia de Febrer (¡así que ese era su nombre!) la, hasta ese momento, desconocida de falda roja.
Mi cara debía ser un poema, porque cuando acabó la lectura y posterior firma don Antonio se acercó a preguntarme cómo estaba. Bien – supongo que le contesté, pero no lo recuerdo. Mi cabeza estaba dándole vueltas a lo que acaba de suceder. Algo se me escaba, seguro. Las hipótesis iban y venían sin parar a una velocidad de vértigo. No tuvo que pasar mucho tiempo hasta que mi mirada perdida acabó por encontrarse, sacándome de mis cábalas. De pronto me encontré mirando fijamente la sonrisa de suficiencia que brotaba de los carnosos labios de la señorita Alicia.
Se encontraba frente a la puerta con una mano en el pomo, a punto de salir. Mi tía la agarraba del brazo mientas le decía algo. Hablaban muy bajo, casi en susurros, no podía oír nada. Mi tía gesticulaba mucho y su mirada era iracunda y feroz. Alicia en cambio parecía sonreír cada vez un poco más, parecía gustarle la situación. Cuando me acerqué para intentar saber que sucedía, mi tía soltó el brazo de Alicia y ésta se escabulló por la puerta.
Nos quedamos mirando cómo se alejaba sin poder quitar la vista de ella. No podría asegurar porqué lo hacía yo, pero estaba seguro que mi tía Begonia lo hacía porque ella sí que sabía de quién se trataba.
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