Cuando Begonia y Luis, respectivamente hermana e hijo del fallecido, entraron en mi despacho yo ya me encontraba, como la norma rezaba, sentado detrás de mi robusto escritorio de roble y con el testamento de Alberto de Somosaguas entre mis manos debidamente lacrado.
Cuando me disponía a abrirlo entró en el despacho una tercera persona, una despampanante mujer rubia, a la que yo no espera y, por las caras del resto, la familia tampoco. Aunque le ofrecí que tomara asiento, prefirió quedarse de pié, en un segundo plano, o todo en lo segundo plano que se podía estar con esa traslucida y escotada camisa blanca y esa falda corta y roja.
Rompí el sello con la seguridad de lo que leería en su interior. Si Alberto no nos había fallado, a su hijo Luis le dejaría su título y quizás la mansión en la que ahora vivía mientras que a Begonia, su querida hermana, a la que siempre había cuidado y querido, y... mi amor y complice dejaría el resto de pertenencias y fortuna.
Begonia y yo nos conocimos hará unos 10 años. Fue Alberto quien nos presentó, pero sabiendo que nunca aceptaría esta relación y siendo él quien mantenía a la familia la mantuvimos en secreto. Durante varios años se nos cruzó la idea de acabar con la vida de Alberto, la idea de disfrutar su fortuna mejor de lo que lo hacía él era demasiado tentadora, pero pensamos que con su enfermedad lo tendríamos fácil y valdría con esperar. Sin embargo, Alberto era un hombre duro y la enfermedad no le vencía, de manera que hubo que poner algo de nuestra parte.
Lentamente, saqué la hoja que el duque de Abrea, había escrito de su propio puño y letra, mientras, me repetía continuamente que debía leer despacio, entrecortadamente, casi sollozando. Tenía que hacer lo que había ensayado mil veces. Gracias a la gran amistad que me unía con Alberto comprenderían mi tristeza y nadie sospecharía de mí. Begonia, también hacía su papel, de hermana triste y desconsolada. Y lo hacía muy bien, agarrada del brazo de su sobrino.
Pero cual fue mi sorpresa y la de Begonia que Alberto, legó toda su fortuna a la extraña mujer rúbia, Alicia de Febrer, según ponía en el testamento. Yo conseguí mantener la compostura, cosa que Begonia no logró. Se notaba su decepción que se convirtió en ira cuando vió la sonrisa burlona de Alicia dirigirse hacia la puerta de salida.
Yo me acerqué a Luis, para guardar las aparciencias mas que nada, nunca había sentido mucho aprecio por el hijo de Alberto y le pregunté como estaba. Parecía igual de confuso que el resto.
En ese momento, Begonia cogía del brazo a Alicia, como intentando evitar que se largara la fortuna, que por derecho, le correspondía. Luis se levantó y se dirigó hacia la puerta en el momento que Alicia se soltó del brazo y salíó por la puerta.
Los trés nos quedamos solos en el despacho, aturdidos, sin saber quien era esa mujer y por qué Alberto le había dejado toda su fortuna. Pero la que peor estaba era Begonia, la ira que había mostrado mientras Alicia se iba había desaparecido. Permanecía sentada en una silla, pensatiba. Luis y yo nos mirabamos sin saber muy bien que hacer. Entonces Begonia, reaccionó, levantó la cabeza y casi susurrando dijo, - ven Luis, hay algo que tienes que saber sobre tu padre -.
[continuará]
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