viernes, 27 de septiembre de 2013

La Caja de Turing - Segunda Parte

Las sirenas resonaban por todo el complejo. A ambos lados del corredor, las distintas puertas de los cubículos de reposo se abrían dejando salir a los apurados técnicos, enfundándose sus batas de laboratorio. Las pisadas de aquel enjambre de técnicos y expertos repicaban en el metálico suelo del pasillo.
- Vamos, vamos… - el oficial científico Emil Carter se sentía como un pastor intentando apaciguar a un asustado rebaño ante el aullido del lobo – Recordad lo que hemos ensayado en los simulacros y todo irá bien.
El equipo llegó a las terminales de control donde los analistas de guardia, de pié ante las terminales, trataban frenéticos de averiguar qué demonios estaba pasando dentro de aquella caja. Las tazas de café estaban en el suelo, hechas pedazos. Era un pequeño detalle pero a Carter le bastó para saber que aquello era algo más serio que cualquier cosa para la que los hubiesen preparado.
- ¿Qué tenemos? – preguntó Carter apartando a Henry de la terminal. Mark miró a su compañero y, ante un asentimiento de cabeza de él, respondió.
- Son el equipo de Santana, señor… - Mark señaló las lecturas que vomitaba uno de los monitores. – Es…
- No es lo que tenemos, señor. – Henry apretó un par de botones y en una de las pantallas apareció el escáner cerebral de los sujetos conectados. – Es lo que no tenemos.
- Santa María, madre de Dios… - Carter se ajustó sus gafas de pasta mientras sus ojos paseaban ante algo imposible. Pasó casi un minuto entero tratando de que su mente pudiese concebir lo que estaba viendo. Y después, volvió la vista a Henry. – ¿Habéis comprobado…?
Carter no terminó la frase: apenas si podía pensar con el estridente resonar de las alarmas taladrándole la cabeza. Cerró los ojos en gesto de incomodidad y conectó el altavoz de la galería de pruebas.
- ¿¡Quiere alguien apagar eso, por favor!?
Abajo, los miembros del equipo técnico detuvieron por un instante sus labores de supervisión del estado de los cuerpos de los navegantes. Una de las más jóvenes, la doctora Duvall, asintió y bajó la palanca de la alarma.
- Gracias… - Carter se llevó los dedos a las sienes y los cerró con fuerza: apenas le quedaba un mes para dejar el programa. ¿No podía haber pasado esto en un turno que no fuese el suyo? – Vamos a ver. ¿Habéis comprobado…?
- Dos veces, señor. – Mark le entregó una larga ristra de papel de impresora. Carter miró a través de sus gafas los resultados. – No hay duda, señor. Es…
- Sí. Lo es. – Carter no dejó que el analista terminase su conclusión. No quería escucharlo en voz alta. - Alguien va a tener que avisar al Mayor Andrew.
El silencio sepulcral se hizo en la sala. Carter miró a los dos analistas y mostró una mueca de ironía.
- Tranquilos… - volvió la vista a los resultados vomitados por la impresora - Yo seré quien lo haga.

La base de operaciones mantenía un protocolo de aislamiento de clase Omega. Eso significaba que debía mantenerse un estricto silencio en sus comunicaciones con el exterior que solo debía ser roto en caso de emergencia. En los pasillos del Pentágono solía decirse que no había peor señal de mal agüero que recibir una llamada de “los de la Caja”.
- Tenemos otro caso, señor.
Carter había optado por no andarse con rodeos. El lo llamaba la teoría del esparadrapo: todo dolía menos si acababas con ello de forma rápida y fulminante. Mientras el pétreo rostro del Mayor Andrew se mantenía impertérrito ante la noticia, Carter aguardó en silencio la respuesta del militar de calva brillante y penetrantes ojos azules.
- Usted y su equipo científico, doctor Carter… - el militar medía sus palabras como si fuesen fichas tácticas en un mapa de operaciones. – Nos prometieron que no volveríamos a perder más hombres. Los protocolos que introdujeron…
- Se han cumplido a rajatabla, señor. Hemos marcado límites en los tiempos entre conexión y conexión. Hemos realizado comprobaciones de respuestas activas en el procesamiento de la Caja. Y…
- ¿Dice que las lecturas eran normales?
- Así es, señor. – Carter mostró el pliego de papel de impresora. – Casi todo estaba en orden. Tan sólo hemos encontrado una pequeña divergencia en el código de respuesta pasiva de la soldado Fargo…
- En cristiano, doctor Carter.
- Señor… La soldado Fargo, siguiendo los nuevos protocolos que enseñamos en la fase de entrenamiento, emitió un mensaje cifrado. Fue lo que llevó a Santana…
- ¿Santana? – el militar se colocó unos anticuados anteojos de montura metálica y consultó sus propios informes – Según mis informes el capitán Santana no formaba parte de ese operativo…
- Lo sabemos, señor. Él… - Carter pensó sus palabras durante un instante que se le antojó eterno. – Fue él quien captó la llamada de emergencia de Fargo. Tras leerlo, obligó a los analistas a que le abriesen una vía de acceso y luego se introdujo en la Caja. No sabemos…
La alarma volvió a sonar, sumiendo la sala de conferencias en un color rojizo parpadeante. La pantalla que antes mostraba la imagen del Mayor Andrew ahora dejaba ver un mensaje de alerta. Carter maldijo infinidad de veces en silencio mientras corría escaleras abajo, rumbo al nivel inferior de la inmensa cámara. Allí, el equipo técnico estaba rodeando el cuerpo del capitán Santana que, minutos antes, seguía conectado a la máquina.
- Dejadme pasar, ¡dejadme pasar! – los miembros del equipo de Carter rodeaban al veterano como los testigos de la resurrección de Lázaro. El propio Carter estuvo a punto de santiguarse cuando vio a Santana abrir los ojos. Con las pocas energías que le quedaban, alzó el brazo y señaló al cielo.
- Dios… - su voz sonaba quebrada, agonizante.- Dios tiene…
Apenas un susurro, la última palabra quedó tan sólo al alcance de la joven doctora Duvall. Ésta se incorporó con una mirada desencajada por el terror. El pitido del medidor de constantes vitales marcó línea plana y el resto del equipo se volcó en una desesperada lucha por devolver la vida a Santana.
Carter dio un paso atrás y miró a la aterrorizada doctora Duvall.
- ¿Qué…? – se acercó a ella. - ¿Qué ha dicho Santana?
- Que tiene hambre. – la joven mantenía la mirada fija en la enorme Caja que flotaba en el aire sobre ellos. – Ha dicho que Dios tiene hambre.

viernes, 20 de septiembre de 2013

La Caja de Turing - Primera Parte

El capitán Daniel Santana miraba tumbado en su catre como el ventilador daba vueltas sin parar intentando refrescar la habitación que él llamaba hogar. Como siempre, después de cada misión no podía pegar ojo. Miraba a su alrededor. La calurosa habitación se componía apenas de un catre, un escritorio y un pequeño lavabo.
Cansado de dar vueltas en la cama, el en otra época llamado capitán del batallón segundo de las fuerzas especiales, decidía ir al gimnasio con la esperanza de que el esfuerzo físico le ayudara a descansar. Mientras corría en la cinta, Santana miraba en el espejo de la sala a ese latino de ahora treinta tacos y se maldecía de cómo “el procedimiento” le había hecho envejecer de manera tan notable. Cuando llegó a la base hacía 5 años tenía el pelo negro y apenas arrugas. Ahora, el pelo cano era escaso y las arrugas inundaban sus facciones.
Tras la ducha y un nuevo fracaso en el intento de descansar decidió acercarse a la sala de operaciones. El pasillo que conducía desde la zonas de barracones hasta la sala de control era estrecho, tenuemente iluminado y a estas horas de la noche tan silencioso como una tumba. Su entrada en la sala de control apenas inmutó a Mark y Henry, los dos analistas de guardia que observaban, taza de café en mano, las pantallas donde aparecían las constantes vitales de los tres agentes de campo que trabajaban en ese momento.
A través del gran ventanal de la sala de control, situada en una zona alta de la sala de operaciones, Daniel Santana observaba a Douglas Darko, Helene Fargo y Oscar de la Cruz. Tres buenos soldados, pensaba el capitán, que demostraron, al igual que él, ser lo suficientemente fuertes mentalmente para soportar la carga de este trabajo. El traje y el casco de inmersión les daban un aspecto futurista. Y encima de ellos, casi a la altura del ventanal,  “la caja de Turing” como la llamaban cariñosamente. Era un inmenso cubo de aspecto tan simple que nadie diría que era el sistema de vigilancia de comunicaciones más avanzado del mundo, obra del ingeniero Walter Louis Turing. Sobre el cubo dos grandes pantallas de plasma mostraban la información que los operadores obtenían en campo. A ojo de novato, solo aparecían códigos y números sin sentido, pero bajo la mirada de un experto, en la pantalla aparecían zonas del país, ciudades y nombres de personas que podrían ser una amenaza.
Santana se preguntaba sobre la legalidad del proyecto, sobre la moral, no era la primera vez que se hacía esta pregunta, pero su respuesta era, de nuevo, la misma; después del 11S, ¿Qué se podía hacer?. No se podía permitir que algo así volviese a pasar aunque para eso se tuviese que vigilar a todos y cada uno de los ciudadanos que pisaban este país.
Entonces, y a través de las pantallas, el capitán se dio cuenta de algo inusual en los códigos, algo que no había visto nunca. Mark y Henry no parecían haberse dado cuenta.
-          ¡Métanme en la caja! -  podía ser cualquier cosa, podía no ser peligroso pero Santana no quería arriesgarse. Había muchas cosas sobre esa máquina que todavía desconocían.
-          Pero señor, ¡todavía no han pasado las 12 horas reglamentarias entre sesiones! – era Mark quien respondía al capitán aunque sin mucho convencimiento.
-          ¡¿Quieres despertar al mayor Andrew y discutir de protocolos con él a estas horas de la noche?!.
Eso fue suficiente para que Mark no volviera a protestar y comenzara el proceso mientras Santana iba a prepararse.
A pesar de que llevaba ya muchos años visitando este lugar de ciencia ficción todavía Daniel no dejaba de sorprenderse. El infinito vacío, la malla compuesta por líneas verdes haciendo las veces de cielo y tierra. La realidad dejaba de tener sentido en este mundo. Nada era lo que parecía ser.  Se miró las manos y recordó la primera vez que se conectó. Apenas podía mantener la forma de un cubo volador. Los años y el entrenamiento le habían permitido elegir el avatar que adoptar en este mundo y cualquiera que lo observara vería un fantasma humanoide con una túnica negra y roída.
Al activar el programa de detección y cifrado aparecieron ante sus ojos toda clase de fuentes de comunicaciones: redes alámbricas e inalámbricas, teléfonos, bases de datos, etc. Grandes fortalezas medievales hacían de bases de datos de grandes empresas; bolas brillantes y metálicas que pasaban a gran velocidad cerca del fantasma  representaban las comunicaciones entre usuarios; naves futuristas que sobrevolaban lentamente la zona hacían las veces de firewall protegiendo las redes de accesos no permitidos. Era otro mundo que refulgía de vida.
No había nada en esta zona que interesara a Daniel. Activó un programa de enrutamiento y seguimiento y una especie de máquina teleportadora apareció ante él. El fantasma se fue transportando a diferentes zonas del espacio, teóricamente infinito, siguiendo la señal de la anomalía.
Tras varios saltos algo llamó la atención de Santana. Se acercó y observó que ante él yacía flotando la imagen de la samurái que hacía de avatar de la soldado Fargo.  Se giró a la derecha y vio a Douglas Darko o más bien a la imagen de este mundo, un boxeador grande y negro, y más allá la especie de águila robótica señal de identidad de Oscar de la Cruz. Los tres estaban inconscientes pero vivos, de hecho sus señales no informaban de nada extraño por lo que los analistas del exterior no se habrían percatado de esta situación.
Inmediatamente Daniel activó el programa de comunicaciones con el exterior, un pequeño prisma con un fulgor azulado apareció delante de él. Pero nadie respondió a su llamada. Estaba solo y con la sensación de que no tardaría en averiguar qué o quién  había dejado a sus compañeros en ese estado.


[continuará]

viernes, 13 de septiembre de 2013

El Fiero Paso del Dragón - La Búsqueda - Indice

- ¡Por los mil Mares de Glorantha! - Rugió Tae parando el instintivo golpe de su hacha a escasas pulgadas de la cabeza de Awender  - ¡No me vuelvas a despertar así si quieres conservar la cabeza!

- ¡Shhhh! - Le reprendió Awender para que hablara más bajo -  Nos han encontrado - Para enfatizar sus palabras se oyeron a lo lejos unos gruñidos y aullidos de bestias de rastreo - Recoged todo el equipo y subidlo al árbol. Yo eliminaré nuestro rastro.

Mientas el acomodado brivón de Raudo y Tae, el curtido Señor de la Costa, se apresuraban a recoger en mitad de la noche el improvisado campamento tal y como les indicaba Awender, éste esparcía por el lecho de hojas que habían usado para dormir, un extracto de flores que confundiría al fino olfato de las bestias.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El Fiero Paso del Dragón - La Búsqueda - Conclusión

- ¡Mil millones de tormentas! – Tae había agarrado las cabezas de aquella pareja de sucios servidores de Sirina, chocándolas entre sí con fuerza suficiente como para que ambos cayesen al tembloroso suelo de la caverna. Luego buscó con la mirada a sus compañeros. - ¡Este barco se hunde!

- Estamos preparados para morir por nuestra ama y señora… - la afiladísima hoja de aquella extraña espada de metal negro chocaba una y otra vez con “dazzle” y “stone” mientras Awender, en total silencio, mantenía a raya a su insidioso adversario - ¿Podéis decir vosotros…?

Antes de poder terminar su discurso, un gigantesco tentáculo cenagoso lo aplastó, llevándose consigo la mayor parte de la cornisa sobre la que Awender y él habían estado batallando.

- ¡Awender! – Tae sintió como sus brazos reaccionaban de forma instantánea al ver como su compañero perdía el equilibrio: el colosal tentáculo había desmoronado toda una sección de la gruta. El viejo pirata aferró por una de las muñecas a Awender, quien apenas pudo contener una punzada de dolor al sentir como la inercia rompía ligamentos musculares de su brazo. Ni el más duro entrenamiento como asesino había logrado hacerle invulnerable a la edad. - ¡Sujétate fuerte, por Orlanth!

Awender pendía a metros y metros de altura, viendo como las rocas de la cornisa se precipitaban contra el lago subterráneo donde dos dioses batallaban, provocando con cada uno de sus titánicos golpes el desplome de toda la montaña.

- Tus amigos están perdidos… - las sinuosas formas de aquella bruja embaucadora se intuían a través de los pliegues de sus empapadas ropas. El sentido común de Raudo trataba de concentrase en su peligrosa situación y no en las curvas de su adversaria. Las palabras de la bruja ayudaron. – Esta será nuestra tumba. Pero estamos preparados para morir por Sirina.
- Marenna, marenna… - Raudo esquivaba sus ataques, intuyendo que las uñas de esa embaucadora estarían impregnadas de algún siniestro veneno. - ¿Después de todo lo que compartimos? ¿Después de todas esas promesas de amor que nos susurramos…? – con un movimiento tan rápido como inusual para alguien de su edad, Raudo se colocó tras ella y clavó su cuchillo entre sus costillas provocando un impacto letal. – Siempre supe que acabaría rompiéndote el corazón.

Raudo empujó el cuerpo de la traicionera bruja, sacando el cuchillo de su cuerpo y dejándolo caer al fondo del lago. Pero la sonrisa irónica del bribón no duró mucho: con el sonido de lo que a Raudo se le antojó el ruido de dos montañas haciendo el amor, contempló como las figuras entrelazadas de los dos colosos se precipitaban sobre él.

- ¡Hora de no estar aquí! – Sus pies y manos olvidaron por un segundo que los años habían hecho mella en sus huesos y Raudo escaló a toda velocidad los riscos de piedra. Acababa de alcanzar uno de los túneles de salida cuando los titanes cayeron de nuevo sobre el lago levantando otra enorme ola, intensificando el temblor y provocando nuevos desprendimientos. Sus rugidos rivalizaban con los quejidos de la pobre montaña. Cubierto de grava y polvo, Raudo tosió apartando algunas de las rocas que le habían caído encima. Se frotó los ojos sin poder creer que, de nuevo, la suerte había sonreído al truhán. Uno de los últimos desprendimientos había despejado el acceso a un túnel paralelo. Y en él, una de esas veloces vagonetas de factura enana contemplaba a Raudo como si fuese una bendición de los dioses. Con una mueca agradecida, miró al inestable techo de la gruta y susurro – Sabía que la dulce Assanti, protectora de los tramposos, no abandonaría a su devoto servidor.

- ¡¡Raudo!! – el grito de Tae se dejó sentir por encima incluso del rumor de los dioses batallando. El truhán vio como el fornido pirata apenas podía seguir sosteniendo a Awender: el suelo de la cornisa había cedido y el propio Tae había tenido que agarrarse a uno de los resquicios para no compartir el destino de su compañero.

Raudo se dispuso a llegar hasta ellos. Pero en su pelea contra Sirina, el dios dragón no estaba teniendo su mejor día. Demasiado tiempo de aislamiento habían limado su fiereza primigenia: los tentáculos del terrorífico kraken lo envolvían y, en un desesperado acto de cólera, abrió sus fauces dejando que un torrente de fuego fundido decorase los muros de la gruta. En el proceso, convirtió gran parte de la roca en cristal… dejando a Raudo sin posibilidad de alcanzar a sus amigos.

- ¡Márchate! – Awender gritó a Tae, sabiendo lo imposible que sería convencer al tozudo pirata.
- Condenado lunar… - apretaba sus dientes al tiempo que sus músculos parecían a punto de estallar por el esfuerzo - ¡Que me cuelguen del palo mayor si dejo que mueras!
- Si no me sueltas… ¡moriremos los dos!

Tae estaba a punto de invocar una de sus célebres blasfemias cuando la tela de la camisola de Awender cedió. El asesino mantuvo los ojos abiertos al sentir como la gravedad reclamaba su cuerpo. Vio como Tae gritaba su nombre, aunque no pudo oírlo. El rugido de los dos dioses iba siendo más y más ensordecedor a medida que caía. Poco antes de sentir el impacto contra el agua, Awender vio como su tatuaje brillaba.

- “El maldito tatuaje. No brillaba desde…”

El pensamiento terminó de una forma tan abrupta como el impacto contra el agua. Para él todo se volvió oscuro.
Para sus dos compañeros, sin embargo, fue todo lo contrario: un estallido de luz azulada lo envolvió todo, consiguiendo que incluso dos furibundos dioses cesaran su pelea durante apenas un instante. El mismo tiempo que duró la ceguera de Raudo y Tae. Cuando su sentido de la vista regresó, aquellas dos colosales moles habían desaparecido. Awender, sin embargo, yacía tumbado sobre la superficie del lago, envuelto en un aura azulada.

- ¡¡Awender!! – los brazos de Tae se movían por los resquicios de roca, ejercitando una rutina parecida a la entrenada durante años de subidas y bajadas por escalas de innumerables barcos. Chapoteando a través del lago, alcanzó el cuerpo inerte de su compañero de aventuras. - ¡¡Viejo bastardo, abre los ojos!!

Pero el tacto de la piel de Awender era frío, probablemente a causa de esa extraña aureola azulada que lo envolvía. Tae salió del agua, esquivando las rocas que llovían del techo, cada vez más grandes.
- ¡Aquí, Tae! – Raudo agitó la antorcha guiando los pasos de su compañero hacia el hueco abierto en el resquebrajado muro de la caverna.
- Es Awender… - el brusco pirata acomodó como pudo el cuerpo de su amigo en el interior de la vagoneta, la cual quedó iluminada bajo esa luz azulada. – No sé que…
- ¡Ya lo averiguaremos luego! – todo se venía abajo y el sentido de supervivencia de Raudo le gritaba que la montaña estaba a punto de colapsar.  Y presionando las runas de activación, gritó – Próxima parada… ¡el exterior!

***

Con el rugido sordo de la montaña entonando su canto del cisne, la figura envuelta en la túnica púrpura alzó la mirada. Se encontraba lo bastante cerca como para sentir el temblor del suelo aunque a esa distancia los fragmentos arrastrados por el desplome de la colosal mina no lo alcanzarían. Conocía bien el terreno. Había pasado meses estudiándolos.

Fue entonces cuando el encapuchado escuchó el chirriar del metal contra los raíles, seguido de una pequeña explosión de piedra y gravilla. Reventando el acceso sellado por tablones de un viejo túnel, una vagoneta sin control salió disparada como el virote de una ballesta. Tras innumerables tumbos, el improvisado salvoconducto que había permitido escapar a Tae y Raudo quedó volcado bocabajo, con las ruedas girando con la inercia de la carrera.

- Yo maldigo a todos y cada uno de los dioses… - murmuró un dolorido Raudo mientras se escabullía de la siniestrada vagoneta. Se incorporó, acariciando sus lacerados brazos y piernas. - ¿Estás bien, pirata de agua dulce…?
- Sí… - un aturdido Tae sacó a rastras el cuerpo de Awender, aun inerte y recubierto por aquella parpadeante burbuja de energía azulada. – Pero no puedo decir lo mismo de nuestro amigo.
- Que me maldigan tres veces… - Raudo se aproximó y tomó con cuidado el brazo de Awender. El viejo truhán puso una mirada mortalmente seria, dejando claro a Tae que aquello eran malas noticias. – Es el condenado tatuaje de donde brota la energía.
- Y eso no es todo… - Tae escupió y realizó un gesto de protección contra malos augurios. – Esa especie de aura…  
- Sí. Está creciendo.

La voz del recién llegado los hizo reaccionar como activados por un resorte bien engrasado. Tae se incorporó tomando una enorme roca entre las manos, a modo de improvisado proyectil. Raudo se llevó la mano a su daga. Pero ninguno de los dos llegaría a lanzar ataque alguno.

- No puedo decir que haya salido como pensaba… - el encapuchado alzó las manos en gesto apaciguante. – Pero reconozco que pudo haber sido mucho peor.

El misterioso personaje retiró su capucha y la sorpresa hizo que tanto Raudo como Tae dejasen caer sus armas. Pese a la edad, aquellas facciones conservaban el mismo aire aniñado e inocente que conocieron años atrás.

- El cuerpo de Awender fue diseñado para contener a un dios… no a dos. - dijo Darrell sin ocultar su tono de preocupación. – Si queremos salvar a Awender y a toda Glorantha, vamos a tener que darnos prisa.