viernes, 28 de junio de 2013

Las Tres Reglas - Primera Parte


- ¿Es tu cumpleaños? No jodas, novato… - McCarthy volcó la petaca y el aguardiente barato hizo supurar el negrísimo café de mi taza.
- Ya ves… - intenté hacer un gesto para que se detuviera. – Tío, ¡que en cinco minutos empieza mi turno!
- Es Navidad, joder. – McCarthy acompañó la afirmación con un buen trago directo de la petaca. – Y vas a pasar tu puto cumpleaños patrullando por los Fens, así que más vale que te des una alegría…

Miré en silencio a McCarthy mientras apuraba su aguardiente casero. “¿Es así como acabo?” pensé en ese instante. “¿Con cincuenta y dos años? ¿Con sobrepeso al filo de lo tolerado en el cuerpo? ¿Con una ex mujer que se bebe la mitad de tu salario y un alcoholismo que se traga la otra mitad?”.

- Ahh… - McCarthy acompañó su satisfacción con un sonoro eructo. Me miró y se dio la vuelta, pensando que mi atención estaba en la pantalla plana del Flagherty´s. - ¿Qué? ¿Qué pasa? – atendió apenas tres segundos al partido de Superball que enfrentaba a los “Capas Rojas” de Chicago con los “Enmascarados” de Boulder. –No has sido tan capullo como para apostar contra los Capas Rojas, ¿verdad, novato?

Hacía dos meses y medio que había llegado a la ciudad. Era tiempo más que suficiente como para haber aprendido las tres cosas que un poli jamás debía hacer en Chicago. Primera regla. Jamás debías apostar tu dinero contra el equipo local, porque acabarías perdiéndolo. Nadie por aquel entonces sabía por qué (aún hoy creo que nadie lo sabe). Pero el caso es que bastaba que un poli apostase contra ellos para que perdiesen. ¿Maldición gitana? ¿Puñetera casualidad? ¿Qué cojones iba yo a saber por aquel entonces? Tenía veintidós años, un proyecto de barba pelirroja que parecía no atreverse a crecer… y toda la inseguridad que pueda tener un chico criado en una granja de Wyoming.

- ¿Seguro que no quieres que te acerque a casa…? – me ponía la chaqueta reglamentaria mientras McCarthy hacía gestos para llamar al barman – Me pilla de camino a la comisaría…
- Tranquilo, novato… Me quedaré esperando a Santa Claus. – usó la petaca para señalar con ironía el televisor – Si ellos existen… ¿por qué no el bueno de Santa?

En la pantalla del monitor, “Titan” cruzaba la línea de las cincuenta yardas con apenas dos zancadas. Había aumentado cuatro veces su tamaño y ni la telequinesis combinada de los defensas de los “Enmascarados” frenó un ápice su avance. Con el clamor del público, “Titan” recuperó su tamaño original mientras dos de sus compañeros se posaban de nuevo sobre el terreno de juego. Decían que aquello era como ver a los dioses jugando al fútbol. O al menos lo decían aquellos que habían podido pagar los doscientos pavos que costaba la entrada más barata del Coliseum.

- Unidad doce, unidad doce… - el country-rock irlandés aun se escuchaba de fondo, procedente del Flagherty´s. – Conteste unidad doce…
- Aquí unidad doce… -  puse en marcha la moto y me coloqué el casco, conectando el micrófono que llevaba incorporado – Tranqui, Collins. Voy de camino…
- ¿Has visto el pase que acaba de marcarse “Titan”? – recordé las palabras de McCarthy y el tono de Collins se me antojó el de un niño de tres años sentado en el regazo de un barbudo vestido de rojo. - ¡Ha sido cojon…!

Desconecté la radio sabiendo que me caería un buen rapapolvo al llegar a la comisaría. Pero la voz chillona de Collins resonando en alta fidelidad por los altavoces del casco era más de lo que estaba dispuesto a soportar en esa noche de mierda. Sólo quería llegar cuanto antes a la central, firmar mi turno y empezar a patrullar cuanto antes. Además, estaba a menos de diez manzanas de la comisaría y todo el mundo parecía haberse encerrado en sus casas para degustar la cena navideña viendo el partido más importante de la temporada. ¿Qué cojones podía salir mal?

- ¡Hijo de la Gr…! – traté de hacer algo parecido a un giro. Imposible recordar qué movimiento fue el que hizo la moto pero lo cierto es que al menos aquel deportivo blanco no me llevó por delante. Una milésima de segundo más tarde y hubiera acabado empotrado contra el muro. En su lugar, mi moto se limitó a patinar por el asfalto helado dejándome a mi tendido sobre él.

Me levanté con la agilidad de un muñeco de trapo, quitándome el casco y notando el calor de la sangre caer por mi frente.
- Joder… - la cara de idiota que se te queda cuando te ves sangrar es impagable. Alcé la vista, comprobando que el deportivo blanco había decidido emplear un viejo puesto de periódicos como improvisado aparcamiento. La estática del casco me indicaba que la radio había pasado a mejor vida. – Eh… ¡Los del coche! – di un par de pasos, sacando mi nueve milímetros de la cartuchera. - ¿Están… están bien?

Daba pasos cortos, sosteniendo mi arma con las dos manos y el cañón bajo. Me gustaría pensar que estaba siendo fiel a lo que me habían enseñado en la academia. Pero lo cierto es que estuve a punto de apretar el gatillo cuando la puerta del deportivo salió despedida, arrancada de sus goznes.

- No… No se mueva. – Tartamudeé, encañonándolo con toda la sangre fría que pude acumular. Tambaleándose como un pelele, aquella mole de casi dos metros me miró como el elefante que se topa con una insolente hormiga.
- ¿Cómo has dicho? - Llevaba un traje de color blanco con aspecto de costar más que la hipoteca de cualquiera de los edificios que nos rodeaban. Y aunque nunca llegué a saber lo que había dentro de la botella que dejó caer al suelo vacía. Pero le había llevado a ese punto de la embriaguez en la que se alterna la amistad eterna con la violencia más salvaje. - ¿Me has dado una puta orden, piojo?

Hasta aquel momento no había visto a ninguno de ellos en persona. Dos meses y medio en la gran ciudad y no me había molestado ni una sola vez en mirar al cielo, en busca de uno de esos “dioses” que alternaban los titulares de los diarios deportivos con las portadas y los escándalos de la prensa rosa. Podían aplastar un acorazado con las manos o hacer que un huracán arrasara el condado. Y pasaban la mayor parte dando entrevistas o acudiendo a infames realities de televisión.

- Vas a lamentarlo, microbio… - escuché rechinar el chasis del deportivo mientras las manos de aquella mole se hundían en el metal como si fuese mazapán. Lo levantó por encima de su cabeza con una facilidad que me dejó petrificado. Pasó tan deprisa que mi cerebro apenas si pudo reaccionar de otra manera. 

Aquel monstruo era Peter Corvac. “Bullraker”, según la Liga de Deporte Supremo. Titular de los “Capas Rojas” durante las últimas tres temporadas y que esa noche no podía jugar por una amonestación adquirida en el último partido. ¿Queréis saber otro detalle curioso? Además de tener la fuerza de mil hombres, el noventa y nueve por ciento de su piel tenía la dureza del diamante.
El puto noventa y nueve por ciento.

La bala de mi nueve milímetros entró destrozando su globo ocular derecho, adentrándose hasta su masa encefálica. Las paredes internas de su cráneo, indestructibles como eran, sólo empeoraron la situación: la bala rebotó innumerables veces, convirtiendo su cerebro en algo parecido al pudin de manzana. El deportivo cayó al suelo. “Bullraker” no tardó en seguir su ejemplo.


No recuerdo el tiempo que me quedé allí, empuñando mi arma y con el estampido del disparo resonando en mi cabeza. Había matado a un dios. Y el cielo, con el resonar de un trueno sordo y el inicio de una impertinente llovizna, me sacó de mis pensamientos. Recordándome que estaba de mierda hasta el cuello.

viernes, 21 de junio de 2013

Socios a la Fuerza - Indice

Grandes estudiosos de las Matemáticas y las ciencias en general han dictaminado que en la inmensidad del espacio existen las mismas posibilidades de cruzarse frente por frente con una patrulla armada de la Tropa Espacial desviado de su rumbo habitual que de tropezarse con un campo de asteroides sin registrar en la Carta Astral. Por tanto hoy era un día de suerte para el capitán Balboa y su tripulación de contrabandistas, ya que se toparon de bruces con las dos cosas a la vez.

Desde la inmensidad del espacio la persecución no era más que dos insignificantes puntos de luz, uno detrás de otro. Un poco más cerca, a una distancia prudencial, se podía ver a los asteroides abrirse como melones silenciosos al recibir los impactos de los disparos de la Tropa Espacial. Desde el interior de la Milagros la cosa no pintaba bien.

-    ¡Como apagues la puta música suelto el volante y dejo que nos cojan! 


Así comienza "Socios a la Fuerza". Puedes leerlo siguiendo nuestro índice:

Primera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/05/socios-la-fuerza-primera-parte.html
Segunda Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/05/socios-la-fuerza-segunda-parte.html
Tercera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/06/socios-la-fuerza-tercera-parte.html
Conclusión - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/06/socios-la-fuerza-conclusion.html

Esperamos que os guste tanto como a nosotros, ¡un saludo a todos!

viernes, 14 de junio de 2013

Socios a la Fuerza - Conclusión


Durante miles de años los científicos y matemáticos han desvelado los grandes enigmas del universo. Pero hay otros muchos que hoy en día siguen siendo un auténtico misterio para ellos. Como por qué la materia aparece sólo en planetas determinados; por qué los rifles de impulsos dejan de funcionar cuando atraviesas la atmósfera del planeta Arfac… O por qué ciertos individuos que no comparten sexo, ni raza, ni planeta de origen tienen esas habilidades psíquicas tan especiales.

Pero si hay algo que podía descifrar esos misterios, o al menos eso dicen los sabios, ese algo lo tenía Balboa delante.

Era un cubo no más grande que una pelota de ciberball, con toda clase de grabados en cada una las seis caras.

- ¡Deja de babear, Balboa! ¡Tenemos que sacarlo de aquí!.- Cobb no paraba de dar ordenes a sus hombres mientras se dirigía a Balboa. Tenían que retrasar a los soldados de la tropa espacial.

Pero Balboa seguía observando el “grial” de todo contrabandista.

- Pero, ¿dónde lo encontraste?
- Un arqueólogo del sistema Drakor me dio una pista.- el gordo Cobb disfrutaba del momento. -Debí haberlo matado. Seguro que se lo ha contado todo al gran Canciller.

Balboa conocía bien las leyendas que rezaban sobre este objeto.

- Debemos evitar que caiga en sus manos. ¿Sabes lo que podría hacer con esto?
-Se lo que puedo hacer yo.
-¿La vas a vender?
- Ahh, Balboa. Por eso siempre serás un simple contrabandista del tres al cuarto. ¿Por qué vender la gallina de los huevos de oro cuando puedes hacerte rico vendiendo solo los huevos?

Una explosión acabó con esta breve conversación.
Un  soldado se acercó a Cobb corriendo.

- Señor, los soldados han penetrado nuestras defensas. Han entrado en las instalaciones.
- Retenerlos todo lo que podáis y que salgan los cazas- Cobb se giró a Balboa.-Seguimos con el plan. Mis naves distraerán a los cazas del Canciller mientras escapamos en tu navecilla.
- ¡Esa “navecilla” es tu única oportunidad de escapar de un viaje pagado a la penitenciaria de Lonnar. Así que ten más respeto-. A Balboa le había dolido ese comentario. -¿Y como vamos a salir de aquí si tienen bloqueada la salida?

- Uno no es el dueño de todo un planeta sin tener algunos truquillos en la manga- el gordo Cobb intentó poner una sonrisa de la de “tipo Balboa” pero con la barba, la boca con los dientes picados y los ojos de rata  parecía más bien decir “te voy a comer”. Cobb se dirigió a una pared totalmente desnuda y metálica donde abrió un pequeño panel con varios botones. Pulsando los adecuados, se abrió una puerta al fondo de la sala tras la cual había un túnel.

El Neo-metal resonaba en toda la nave.
- Señoras y caballeros, gordos y cubos espaciales abróchense los cinturones porque esto se va a mover! - Cobb miró a Baboa y éste no puedo esconder la sonrisa.
Pero Seya no les engañaba. Y es que uno de los Acorazados no se había comido el señuelo y perseguía a la pequeña Milagros.

- Dijiste que esta maldita nave era rápida- escupía Cobb a Balboa en el puesto de mando.
- Capitán, como ese gordo asqueroso no deje de insultar a mi nave, juro que me estrello contra el acorazado- para Seya, Cobb se había pasado. Insultar a la Milagros delante de ella…

La situación se complicaba: no conseguían dejar atrás al acorazado. Seya ponía toda su habilidad en esquivar las andanadas lasers que lanzaban. Gracias a ella y a los escudos manejados por Nino todavía no se habían convertido en polvo espacial. Balboa tenía que tomar una decisión. Miró a Riki y este le entendió perfectamente.

Después de haber tumbado a cientos de droides en su época de peleas ilegales no le costó mucho tumbar a uno de los guardias que habían subido con Cobb a la nave y, con su propia arma, apuntar al propio Cobb.

- ¡¿Que te crees que haces Balboa?! ¡Tenemos un trato! – los pequeños ojos de Cobb parecían salirse de sus cuencas.
- Voy a salvarte tu gordo y apestoso culo- Balboa cogió el cubo y salió del puente.
- ¡¿Dónde vas,  maldito gusano?!.- Cobb miraba de reojo a Riky. Éste seguía apuntándole.
 - Por favor. Hazlo. – Riky sonreía – Dame el gustazo de disparart…

En ese momento, el guardia de Cobb se abalanzó sobre Riky que disparó el arma sobre él. Apenas dos segundos que aprovechó Cobb para salir detrás de Balboa.

- ¡Te mataré Balboa! ¡Juro que te mataré!

Cuando Cobb alcanzó a Balboa la puerta de la cápsula de escape se cerraba tras él. Cobb se abalanzó sobre Balboa.

- ¡¿Qué has hecho, maldito?!
- He programado la cápsula para un salto cuántico aleatorio. Así quedará lejos del Canciller.

A través del cristal Cobb vio como la cápsula se desprendía de la Milagros y tras unos segundos de pausa, desaparecía.

- ¡Nooooooo!-. Balboa no puedo esquivar a Cobb que se abalanzó sobré el agarrándole el cuello. Por suerte llegaron Nino y Riky para evitar que Cobb le rompiera el cuello.

Entonces sintieron un golpe seco y todos los sistemas se apagaron. Sabían que era eso. Habían sido atrapados en el rayo tractor del acorazado. No era la primera vez que les pasaba.

Mientras en el puente de mando del gran acorazado “Independencia”, una figura alta y corpulenta miraba a través del gran ventanal como su gran nave de combate engullía a la pequeña Milagros. Sabía que el objeto que había venido a buscar se le había escapado pero dentro de esa nave se encontraba la única oportunidad para no decepcionar a su señor.
Pero esa… Esa ya es otra historia.

viernes, 7 de junio de 2013

Socios a la Fuerza - Tercera Parte

Poco podía hacer la Matemática fundamental para explicar lo que sintieron tanto Balboa como el resto de su tripulación al verse cubiertos bajo la sombra de aquella aterradora masa de metal. Sus estómagos se encogieron de repente – incluso el artificial que llevaba el propio Balboa – y un sudor frío recorrió la frente incluso de Gordo Cobb. La mirada inquieta en aquellos pequeños ojos de rata mostraron a Balboa la oportunidad que andaba buscando. 

- ¡Estamos jodidos, Cobb! – gritó Balboa bajo el atronador sonido de las turbinas - ¡Los dos sabemos que ni tu ni yo le gustamos a la Tropa Espacial!
- ¡Habla por ti, Balboa! – aquella masa de grasas y asquerosa sonrisa trataba de ocultar su miedo - ¡No soy yo al que buscan en todo Radio Central y tres cuartas partes del Diámetro Exterior! Quien sabe… ¡Lo mismo hasta me dan una jodida recompensa por tu trasero!

Y siguiendo la orden velada de su celulítico líder, los matones de Cobb alzaron de nuevo los cañones de sus rifles de impulsos, emitiendo su característico zumbido de recarga de energía. El capitán Balboa miró desesperado a su alrededor. La recompensa que el Gran Canciller había puesto por sus cabezas era “vivo o muerto”. Tendrían apenas treinta minutos antes que el primero de los acorazados tomase tierra en Valsan. Pero sólo unos segundos para escapar de Cobb y los suyos. 

- Unos segundos es más de lo que necesito, Capitán.

La maldición silenciosa que la mente de Balboa había comenzando a esbozar se vio interrumpida por el resonar en su cabeza de la voz de Seya. Instintivamente, Balboa se giró encarándose a ella. Esperaba que aun llevase el visor y el casco de piloto que jamás se ponía a la hora de estar a los mandos de la Milagros… y que paradójicamente siempre llevaba puesto cuando pisaban tierra firme. Seya solía decir que “hay más peligros a ras del suelo que sobre él” pero lo cierto es que el casco y el visor eran lo único que impedía a los demás ver el destello azulado que emitían sus globos cuando sus capacidades psíquicas se activaban. 

Y activadas como estaban, cuando Balboa se dio la vuelta ya no se encontraba en aquel túnel. Las estructuras de hierro ennegrecido y el suelo de polvo anaranjado se vieron sustituidos por paredes de delicado cristal reflectante, sobre los que se proyectaban filigranas y caprichosas formas que se antojaban escenas de delicado arte erótico. Cortinas de seda sintética y una suave alfombra carmesí rodeaban una enorme cama con forma de corazón, coronando el centro de la estancia. Balboa reconoció de inmediato la suite nupcial “Delicatessen”. 

Un súbito puñetazo cruzó la cara de Balboa cuando sus ojos se posaron en Seya. Ésta lucía el mismo aspecto andrógino de siempre… aunque el salto de cama no dejaba nada a la imaginación, pudiendo verse con total claridad hasta el último de los tatuajes rituales que decoraban su piel. 

- ¡Au! – Balboa se recompuso y se incorporó. - ¿Qué demonios…?
- Recuérdame, capitán, que te aseste una buena patada no-telepática en sus insignes pelotas cuando salgamos de aquí… - Seya se sentía sucia embutida en aquella prenda prostibularia – No quiero ni pensar quien es la pobre desgraciada a la que rompiste el corazón en este…
- Gordo Cobb está a punto de vendernos al Gran Canciller, Seya. – Balboa se notó súbitamente incómoda al notar que llevaba su viejo uniforme militar, el que tantas veces lució antes de “La Gran Caída”. - ¿En serio crees que es el mejor momento para tener una charla telepática?

En ese momento, Balboa miró la cama. Volvió a mirar a Seya. Y esbozó esa sonrisa que le había valido el apodo de “Sonrisas” Balboa en más de media docena de planetas. 

- Aunque si lo que quieres es un último revolcón telepático secreto… - sus manos apenas llegaron a acariciar los hombros de la chica cuando el puntapié de ella se estrelló contra sus gónadas. 
- Ésto es para que te quede claro que sigo cabreada por lo que pasó en Phelphegor – Seya dejó que Balboa recuperase el aliento antes de soltarle la bomba. – Pero no es eso por lo que estoy arriesgando mi vida…

Balboa alzó la vista, aun dolorido, cuando vio que la imagen telepática de Seya había comenzado a sangrar por la nariz. Como tantas otras cosas del Oscuro y Extenso Espacio, las Matemáticas no habían podido explicar aún por qué ciertas personas como Seya eran capaces de hacer lo que hacían. Lo que sí había podido deducir la ciencia era que no era algo gratuito. Cada vez que las empleaban, sus vidas se veían acortadas. A veces en minutos, a veces en horas… y otras, en días o semanas. Ver la sangre hizo que Balboa volviese a ser consciente del problema en el que andaban metidos.

- Mientras hacías tu duelo de miraditas con ese cerdo de Cobb, aproveché para entrar en su mollera… - Seya se dejo caer tendida sobre la enorme y sedosa cama en forma de corazón – Y sé por qué está tan asustado de ver llegar a la Tropa Espacial.

- ¡Eh!

La voz de Cobb y el sonido de uno de los rifles contusionadotes hizo que Balboa regresara al mundo real a tiempo de ver cómo Riki volaba por los aires, estampándose contra una vieja plancha de metal. El fortachón había encajado golpes peores cuando luchaba en la Liga Ilegal de Droidepeleas así que Balboa no tenía por qué preocuparse. Pero fuese como fuese, nadie trataba así a su tripulación. Nadie que no fuese él, claro.

- ¿¡A qué coño crees que estas jugando, Cobb!? – espetó Balboa con un súbito enfado que hizo que los matones del seboso señor del crimen frenasen sus gatillos. El veterano capitán caminó hasta colocarse a pocos centímetros de Cobb. Sentir su asqueroso aliento era un pequeño precio a pagar si conseguía convencerlo de tener todas las cartas.

- No estás en posición de ser tan gallito, Balboa… - a esa distancia ya no tenía que gritar para dejarse oír bajo el clamor de las turbinas. – En cuanto te ponga en manos de la Tropa Espacial, se largarán de mi planeta…
- ¿… antes de que sepan lo que escondes bajo la planta sintetizadora de Clorofila número tres? 

Cobb dejó sus gordos labios entre abiertos en gesto de sorpresa. Balboa sintió esa punzada que notaba siempre que el plan comenzaba a funcionar. Durante unos segundos sólo se escuchó el atronador rugir del acorazado estelar.

- ¿Has contado cuantos acorazados hay ahí arriba, Cobb? Vamos… Alguien con tanta experiencia como tú en los negocios debería reconocer una inspección planetaria cuando sufre una. – el silencio de Cobb era música para las oídos de Balboa – ¿Qué crees que te harán cuando lo descubran?
- No… No tienes prue…
- La única forma que tienes de librarte del marrón, Cobb… - Balboa lo interrumpió: sabía que a gente como Cobb no había que darles tiempo a replicar – … es sacándolo del planeta cuanto antes. Pero viendo las chatarras de impulso corto que tienes en los hangares, ninguno de tus pilotos llegaría muy lejos. Para dar esquinazo a la Tropa Espacial… - Balboa sonrió - … necesitarias “un milagro”.

Desde allí arriba podía verse la zona del astropuerto donde reposaba la inestimable amiga metálica de Balboa y su gente. La “Milagros” era hermosa en su desvencijada apariencia. Un recuerdo de cuando las naves se construían con algo más que metal y remaches. 

- ¿Qué… es lo que quieres?
- Materia suficiente como para llegar al siguiente cuadrante. Y los créditos que me prometiste.

Bajo la mordaza, Nino emitió unos lastimosos sonidos que recordaron a su capitán que había que incluir nuevas cláusulas al trato.

- Y lo quiero a él de vuelta. – Balboa regaló una sonrisa insolente a Cobb – No sabes lo difícil que es encontrar un cocinero decente ahí afuera.

Durante lo que pareció una eternidad, Cobb rumió las palabras del capitán Balboa. Sus ojillos pasaban de él al resto de su tripulación. Y de ellos, al cielo: a la enorme y amenazante máquina de guerra cuya sombra cubría todo el asentamiento que Cobb había levantado con sus propias manos. 
- Maldita sea tu alma, Balboa… - maldijo el gordo al tiempo que tendía su mullido bracito cubierto de cicatrices – Trato hecho.
- Trato hecho… "socio".
- Cierra la puta boca y sígueme…

Balboa vio como Cobb se retiraba junto a sus hombres. Al notar a Seya a su lado, Balboa susurró:

- Ya está hecho… y ahora, ¿dime qué es eso que vamos a tener que transportar?
- No tengo la menor idea, capitán. Pero si nos permite salir de ésta, supongo que vale la pena el riesgo, ¿no?

Mientras un aturdido Riki ayudaba a su hermano a incorporarse y liberarse de las esposas, Balboa sintió un escalofrío: Cobb había aceptado el trato con rapidez. Demasiada rapidez. ¿Qué demonios era eso que guardaba aquel seboso hijo de perra que había movilizado a toda la Tropa Espacial del cuadrante?