viernes, 29 de junio de 2012

El Fiero Paso del Dragón - Primera Parte



Pese al repentino chaparrón, dentro de la taberna el ambiente era cálido, acogedor y lo más importante, estaba seco. Los encharcados caminos se habían vaciado de golpe y la taberna, que servía de refugio, estaba a reventar. Había un ambiente casi festivo en su interior, más que una faena, parecía que la repentina lluvia era una bendición de los Dioses.

Gentes de toda Glorantha y toda condición comían, bebían, reían y charlaban animadamente mientras secaban las ropas que el inesperado aguacero les había calado. El Paso del Dragón era paso obligado de comerciantes y caravanas que iban y venían del Imperio Lunar. Un lugar de encuentros, negocios, acuerdos y alianzas. Un continuo intercambio de mercancías y también de culturas. Una región enriquecida gracias al comercio y, precisamente por ello, una zona también peligrosa.

Eran muchas las bandas de cuatreros que, atraídos por la riqueza que las caravanas y mercados generaban, subsistían como viles canallas, atracando y asaltando a viajeros y comerciantes.

Podía distinguirse entre la concurrencia de la taberna de esa noche a ricos comerciantes, dueños de enormes caravanas venidas del sur, extravagantes Lunares, buscando un buen negocio, aventureros, en busca de fortuna, campesinos y agricultores, que venían a intentar vender su exigua mercancía. Y también podía verse hoy, en una mesa al fondo de la estancia junto a la chimenea, tres peculiares figuras hablando en un tono apenas audible.

El grupo de jóvenes aventureros, ya algo borrachos, comenzaron a corear una canción muy conocida por estos lares, mientras el resto les jaleaban. Los tres hombres que se encontraban junto a la chimenea giraron sus cabezas y callaron un instante para oírla

En el Fiero Paso del Dragón
No tienes a la suerte
Si temes a la Muerte
En el Fiero Paso del Dragón
No desoigas lo que digo en mi canción [...]

La canción era una vieja tonada que hablaba de cuatro héroes que, según se cuenta, lucharon mucho tiempo atrás contra el Caos encarnado en un blasfemo dios conocido como Mohander. Cuando los aventureros terminaron de desgañitarse y echaron mano a sus cervezas, los tres hombres volvieron a su pequeño coloquio

-        Hacía tanto tiempo que no la escuchaba… - Dijo el que parecía más joven de ellos mirando a los otros dos con cara de pícaro. Aparentaba unos cuarenta años y vestía ropas coloridas, muy pomposas. Su incipiente barriga hacía ver que no tenía preocupaciones y que disfrutaba de una buena vida – Buenos tiempos, ¿eh?

-        Sí, ¡Grandes tiempos! Aventuras, correrías, hachas bien afiladas y chicas en cada puerto – Fornido e impresionante, el hombre que tomaba la palabra hablaba con marcado acento costero. Tenía la cabeza completamente afeitada y estaba lleno de cicatrices y tatuajes. No obstante sus ropas y sus enormes collares de ricos brillantes decían de él que se trataba de un hombre de dinero -  Pero ¡Por los Dioses que no me puedo quejar! ¡Muy bien me van bien las cosas! Tranquilidad, dinero, exoticas mujeres... ¡Eh, tú!, estás muy callado – dijo mirando al tercer hombre – No has terminado de contar que haces exactamente

-       Recojo a niños abandonados y de la calle en mi escuela - El tercer hombre tenía un semblante serio y vestía con ropas elegantes pero poco llamativas, negras, cómodas, sin adornos. Pese a la edad, de los tres era el que sin duda estaba en mejor forma – les enseño, les formo, les doy un oficio y una oportunidad de sobrevivir en este mundo.

-        Sí, he oído hablar de esa escuela tuya – Intervino el que tenía cara de pícaro – Dicen que de allí salen los mejores asesinos que puedas comprar de toda Generthela

-       No. No son asesinos, son hombres de honor, otra cosa lo que cada uno les mande que hagan cuando les contrata – Apuntilló secamente el hombre que vestía de negro – Y no. Tampoco se compran, son hombres libres. Al acabar su entrenamiento ellos deciden si se quedan en la escuela aceptando trabajos que me solicitan o si prefieren vivir su vida de otra manera… Son libres y cultos, dudo mucho que sepáis leer o contar mejor que ellos.

-       ¡De eso no estaría yo tan seguro, Awender! – Dijo el calvo con una gran sonrisa – Dónde me ves soy el nuevo Señor de la Costa. Todos los piratas y bucaneros me pagan para poder salir a la mar. Y recibo un diezmo de sus ganancias. Así que contar, te puedo asegurar que pocos mejor que yo saben, ¡Ja ja ja!

-       Quién lo iba a pensar del viejo Tae ¡Pero si se ha convertido en todo un hombre de negocios! – Terció el pícaro en tono de sorna - ¿Qué será lo siguente?

-       No sé, lo pones difícil, Raudo – Awender no pudo contener una sonrisa en su contestación - ¿Un ladrón profesional, un embaucador, un mentiroso, un bribón cómo tu siendo consejero en la corte?
-       ¡Ja ja ja! - Rió ruidosamente Tae - ¡Touché!

-  Bueno, chicos – Comenzó a decir Raudo – Ha sido genial veros, pero creo que ya nos podemos ir. Ya os dije que se trataba de una broma. No va a venir.

En ese mismo instante la puerta de la posada se abrió de par en par. Una ráfaga de viento apagó el fuego de la chimenea. Lo mismo le sucedió a la concurrencia, que enmudeció al ver quién era el que entraba en la taberna. Envuelto en una impresionante túnica negra, el mago comenzó a aproximarse a los viejos héroes. Casi todos en la posada le conocían, se trataba de Darrell, el gran archimago.

viernes, 22 de junio de 2012

Las Aventuras de Los Goonboys - La Última Aventura - Indice


Era la habitación más blanca, más limpia y más vacía que Marcos había visto en sus cuarenta años de vida. Aquel fue su primer pensamiento claro desde que, segundos atrás, se había despertado en el suelo impoluto de aquella celda imposible. Unos segundos en los que apenas había logrado superar aquella fase inicial de mareo y desorientación.

- Joder… la cabeza… - Se llevó las manos a las sienes: un martillo neumático hacía horas extras en el interior de su cerebro. El dolor y el mareo no ayudaban a poner en orden los recuerdos de las horas anteriores. Y además… ¿qué era ese saborcillo que tenía pegado en el paladar?

Mientras trataba de incorporarse, aferrado a esas paredes lisas y frías, fragmentos de su pasado reciente empezaban a formar una imagen del rompecabezas.

“¡Enhorabuena, campeón!” 



Así comienza "Las Aventuras de Los Goonboys - La Última Aventura" Un especial en ocho partes que puedes leerlo siguiendo nuestro índice:




Esperamos que os guste tanto como a nosotros, ¡un saludo a todos!

LAS AVENTURAS DE LOS GOONBOYS - La Última Aventura - 2ª Parte (Conclusión)


Al abrir la puerta, un torrente salió disparado del interior. Los envolvió a todos durante unos segundos; arrastrándolos con la suficiente fuerza como para dejar a cada uno de ellos en un extremo distinto de la gruta. Superada la sorpresa inicial y frotándose los ojos, el primero en reaccionar fue Luis.
- ¿Estáis… - intercaló varios escupitajos - ¿Estáis bien?
- Pero, pero… - Paula trataba de secarse la blusa - ¡Esto no es agua!
- Es pintura. – Gregorio rebuscaba torpemente sus gafas, empapado como todos los demás. – Pintura blanca.
- ¡Mirad! – sin importarle estar calada hasta los huesos, María fue donde yacía el cuerpo inerte de Marcos. La corriente lo había arrastrado fuera de la habitación.
- Déjame ver… - Luis corrió hasta ponerse a su altura. Ayudado por Paula, Gregorio caminó chapoteando hasta donde estaba el cuerpo de su amigo.
- ¿Cómo… cómo está…? – Paula lo preguntó con un tono que, por un brevísimo instante, hizo sentir celos a Luis. Éste la miró durante un segundo. En ese tiempo que tardó en responder, Marcos abrió los ojos súbitamente y pegó una brusca bocanada de oxígeno. María, Paula y Gregorio no pudieron evitar lanzar un grito mientras que Luis consiguió mantener cierta compostura lanzando un rotundo “joder”.
- Mar… ¿Marcos? – Paula se acercó a él y le tomó la mano. Él la miró y luego, miró a Luis. Una sonrisa se dibujó en sus labios en aquel momento.
- “Grande”…
Y volvió a perder el conocimiento.
- ¡Marcos!
- Tranquila, Paula… - Luis comprobaba sus constantes vitales – Está bien, está estable…
- Creo que deberíamos empezar a movernos. – Gregorio trataba de limpiar sus gafas, en un gesto que siempre repetía cuando estaba nervioso.- A fin de cuentas, los monjes aun podrían…
- No lo creo. – María se colocó frente a él, sonriendo con una picardía que, de repente, a Gregorio se le antojaba preciosa. – Mira.
La que, pese a los años, nunca había dejado de ser la más pequeña de los Goonboys, señaló el hueco que había en el techo de la gruta. Era el mismo por el que habían caído.
- Pero entonces, eso significa… - Paula sonreía mientras Luis hacia gala de esa mirada tan divertida de asombro que ponía cuando los engranajes de su cabeza hacían horas extra.
- Que hemos vuelto a nuestro tiempo, ¿no?
- Mucho más que eso, “Grande”… - esta vez fue Gregorio quien miró a María con la satisfacción de quien está más cerca de resolver un misterio. – Mira.
María volvió la vista a la pared donde estaba la compuerta de la habitación blanca y abrió la boca de puro asombro. Paula y Luis dudaron por un segundo y volvieron la vista a su vez. Su reacción fue idéntica. Puro estupor. En lugar de la puerta que había dado a esa habitación imposible, había ahora un lienzo. O lo que quedaba de él. Si alguna vez hubo algo pintado en su superficie, ahora era poco menos que un vestigio, pues la pintura se había estropeado, derramada por todo el suelo de la gruta.
- Pistonudo… - consiguió articular un anonadado Luis.
Y, por un instante, sus tres amigos sintieron algo más allá del asombro que toda esa mágica aventura les había hecho sentir hasta ahora.
A fin de cuentas, hacía más de veinte años que ninguno de ellos había escuchado aquella muletilla de labios de “Grande”.


- Gracias, guapa… – Marcos miró a Paula mientras aceptaba la taza de caldo caliente que le tendía Paula. Ella no respondió y se limitó a desviar la mirada de forma rápida. Volvió a sentarse junto a Luis, en el sofá que tenían en frente. Marcos sintió el silencio incómodo y reaccionó rápido. – Así que… - sopló sobre la taza humeante - ¿los pintores han vuelto?
Su voz resonaba con eco en el salón desnudo de la que había sido la casona de los abuelos de Gregorio. Hacía menos de una hora que habían vuelto y apenas unos diez minutos que Marcos había despertado. Gregorio, por segundos, se daba cuenta de que la magia de todo lo que habían vivido juntos corría el riesgo de desvanecerse. Carraspeó, dispuesto a hablar. Ni siquiera tenía pensada una respuesta a la pregunta de Marcos. Tan sólo quería decir algo – lo que fuese – con tal de prolongar un poco más esa sensación.
La sensación de que los Goonboys habían vuelto.
- Bueno…
- Esto…
Gregorio miró a María y ésta le devolvió la mirada, ambos entre divertidos y un poco avergonzados. Luis soltó una falsa tos que sonó a “tortolitos” y Paula, aun riéndose, le propinó un cariñoso codazo. Marcos los miró y sintió una punzada de añoranza. Pensó que el chiste que había hecho “Grande” era el que hubiera hecho él hace un millón de años.
- Creo… - Gregorio retomó la compostura como pudo.- Creo que es posible que nos enfrentemos a una nueva saga de pintores.
- Pensaba que acabamos con el último… - Luis entornó la vista tratando de ordenar sus recuerdos. - ¿Cuándo fue…?
- ¿Fue en aquellas navidades en las que nevó ceniza?
- No. – Paula volvió a saborear ese peculiar placer de ser la que tenía razón. A memoria no la ganaba nadie. – Eso fue el Fantasma del Deshollinador, ¿recordáis?
Todos sonrieron al recordar aquella aventura, que había permanecido en sus cabezas adormilado hasta ese instante.
- Es verdad… - Gregorio miraba a Paula con una mezcla de admiración y añoranza. – El último pintor del Nuevo Siglo fue…
- Esteban Deveraux. – las palabras habían salido de los labios de Marcos de una forma natural, automática. – Quizá por eso su voz me sonaba tan familiar…
- ¡Ostras, si! - Luis estaba asombrado de cómo, poco a poco, iban recordándolo todo. - ¡Fue durante aquella excursión de fin de curso! ¿Os acordáis?
Los ojos de Gregorio se iluminaron súbitamente. María lo miró y supo que había dado con algo grande.
- No sólo eso, amigos. – Gregorio los miró a todos, uno por uno, hasta acabar en María. -¿Recordáis lo que nos trajimos como souvenir?
Durante unos instantes, los recuerdos se hicieron de rogar. Todos acabarían por llegar a su misma conclusión pero fue María la que comenzó a dar saltitos de emoción, abrazando incluso al propio Gregorio.
- ¡Es verdad! – Paula se sorprendió de no haber sido ella la que cayese en la cuenta. - ¡Sus diarios!
- Deben estar arriba. Voy a buscarlos… - Gregorio dio un par de zancadas en dirección a las escaleras de la buhardilla. – Quizá nos indiquen donde empezar a buscar…
En ese momento, algo rompió la magia. Algo electrónico. Frío. Real.
Una marcha nupcial de ocho bits comenzó a sonar en el vibrante bolsillo de Marcos. Éste, sobresaltado, rebuscó en él y sacó su móvil, leyendo la pantalla luminosa y parpadeante. Gregorio, como el resto de sus amigos, sabían que aquella llamada era algo más que la prometida de Marcos preguntándole dónde demonios se había metido. Era el mundo real llamándoles a todos de vuelta. Marcos abrió el móvil…
… tan sólo para volverlo a cerrar.
Sus amigos apenas podían creer lo que acababa de hacer. Sonriendo con una picardía recién recuperada, Marcos miró a Gregorio.
- Y bien, Gregor… ¿a qué esperas para bajarnos esos polvorientos cuadernos? ¡Este misterio no va a resolverse solo!
A medio camino de la buhardilla, desde las escaleras, Gregorio se detuvo para mirar a sus amigos, permitiéndose un instante de pura felicidad.

Quizá por eso, pasados tantos - tantísimos años - fue ése y no otro el último de los cuadros que pintó.

Al otro lado de la pintura, en el pasado, Gregorio volvía a subir la escalera camino a la buhardilla. El anciano que contemplaba la pintura, desde el futuro, sabía que acabaría encontrando los diarios de Deveraux. Concretamente en la tercera caja de la pila del fondo. Sabía que, tras un par de días de indagaciones, conseguirían encontrar a la hija ilegítima del que ellos habían creído el último de los pintores del Nuevo Siglo. Descubrirían que la chica, en efecto, había heredado ciertas dotes de su padre. Pero no sólo desvelarían que ella era inocente de todo lo concerniente al secuestro de Marcos: además, Nina - que así se llamaba la hija de Deveraux - sería la primera incorporación a la renovada plantilla de los Goonboys. A esa aventura en la que la ayudaron a escapar de unos traficantes con los que se había involucrado, la seguirían muchas otras. El caso de las piedras flotantes. La campana de silencio que cubrió durante seis días y seis noches la pequeña localidad de San Benedicto. Los inquietantes “ladrones de sueños” a los que tuvieron que enfrentarse en un plano onírico, más allá de la propia realidad.

Todos y cada uno de esos episodios tenía un cuadro dedicado. Los últimos años los había dedicado íntegramente a eso. A pintar. El anciano se dejó caer pesadamente en el sofá que, como un triste trono, coronaba aquella buhardilla, atestada como nunca de recuerdos… pero tan acogedora como el mausoleo en el que se había convertido.

El anciano contempló, agonizante, los cuadros de todas las aventuras que los Goonboys habían vivido juntos. ¡Qué grandes aventuras! ¡Y no sólo las suyas! Cuando quisieron darse cuenta, eran sus propios hijos quienes andaban resolviendo misterios y enfrentándose a fuerzas del mal. Fueron tiempos increíbles: la vieja guardia y la nueva generación, resolviendo misterios. Codo con codo.
La mueca plácida y feliz del anciano se truncó cuando posó la mirada en uno de los últimos lienzos. Era el que mostraba a un Marcos ya adulto, encerrado en la habitación blanca.
Aquel misterio le había obsesionado, perseguido a lo largo de los años. Siguió rondando su cabeza mientras sus propios compañeros Goonboys envejecían. Fueron muriendo, uno tras otro, y él seguía sin encontrar respuesta al enigma. ¿Quién había urdido aquel plan? Siguió investigando mientras eran los hijos de los Goonboys los que comenzaban a pintar canas. Para entonces, el anciano ya llevaba décadas encerrado en aquella buhardilla, ajeno al resto del mundo. Había leído los diarios de Deveraux tantas veces que era capaz de recitarlo de principio a fin. Había incluso aprendido a pintar por su cuenta y riesgo, desentrañando por sí mismo algunos de los arcanos secretos de aquella esotérica sociedad secretas de artistas malditos.

Y seguían pasando los años. Y seguía sin encontrar la respuesta. Y seguía sin morir.

Y así, un día como cualquier otro, el anciano finalmente lo entendió.
Sólo había una respuesta posible para el enigma. Una respuesta terrible, lógica y que durante mucho tiempo había estado ante sus ojos. En cada uno de los lienzos que, de forma totalmente autodidacta, había aprendido a pintar.

Según lo que había leído en los diarios de Deveraux, no era el primer pintor del Nuevo Siglo que mataba a su maestro para recibir “el don”.

Claro que en toda su historia, aquella sociedad secreta de pintores jamás habían contado con un autodidacta…
… hasta aquel momento.

Unas palomas revolotearon entre las fantasmagóricas vías de luz que apenas si dejaba pasar el único ventanuco de la buhardilla. Una punzada de dolor dejó claro al anciano que el veneno había entrado en su última fase. Por supuesto, la magia de los cuadros había empezando a funcionar desde el momento en que aquella dosis mortal de veneno había entrado en su organismo. Había experimentado los primeros efectos cuando, apenas una hora antes, secuestró a Marcos en aquel callejón, justo detrás del local donde celebraba su despedida de soltero. En aquel momento sólo había sido un poco de sangre en la nariz.

Ahora siente que está a punto de dar el último paso. Siente el miedo. La duda. Sus ojos pasean por la ingente cantidad de lienzos que decoran las paredes de la buhardilla.
¿Y si todo eso no es más que el producto de su enferma imaginación? ¿Y si sólo es un triste anciano con demencia senil; que lleva demasiados años solo, encerrado en aquella buhardilla?
¿Y si la única magia de la pintura… es la que lo ha hecho enloquecer?

Entonces escucha las voces. Vienen del último cuadro, el que tiene aun la pintura fresca.
María y Paula enzarzadas en una discusión mientras, de vez en cuando, Marcos intercede para hacerlas enfadar más aún. Luego llega Luis y trata de poner un poco de paz… cosa que aprovecha de nuevo Marcos para provocarle.

Y un joven -y a la vez adulto y a la vez anciano- Gregorio los mira desde el presente y las escaleras; desde el futuro y postrado agonizante en aquel sofá.
Sabe que eso es real.
Y, cerrando los ojos, emprende la última aventura.

viernes, 15 de junio de 2012

LAS AVENTURAS DE LOS GOONBOYS - La última aventura, 2ª parte. Capítulo Tercero


Todo estaba exactamente igual que aquella noche. La iglesia, el campanario, la misteriosa Luna nueva, la suave brisa de verano y el característico aroma a dulzón en el aire que se respiraba en San Gonzalo los días previos a las fiestas… hasta los tonos eran más intensos, más vividos, más reales, cómo sólo lo son en el pasado y en el recuerdo. 

Y si todo estaba exactamente igual era por la simple razón de que realmente se trataba de esa noche, la noche en la que tuvo lugar la última aventura de los Goonboys. Los cuatro amigos se encontraban en silencio, conscientes de dónde y cuándo estaban, disfrutando y a la vez sufriendo la nostalgia común hecha realidad. Un tremendo barullo les sobresaltó, sacándoles de sus pensamientos. Instintivamente los cuatro se escondieron tras unos setos recién podados.

- Venga ya Luis, ¿de verdad te da miedo esto? No son más que cuentos para asustar a viejas – Para total asombro de los cuatro amigos, los causantes de tanto alboroto eran ellos mismos tratando de forzar el candado de la verja. Eran ellos, pero en su mejor versión, en la de los años 80. Por supuesto el que hablaba tan seguro de sí mismo era Marcos, todos recordaban perfectamente la escena - ¿Qué pasa Luis? ¿Acaso ahora eres un gallina? ¿¡Eh, Luis McFly!?

- Cállate– Con un fuerte empujón un rollizo Luis comenzó un rifirrafe de los muchos que por aquel entonces se traía con Marcos

- ¡Pssss! – Gregor, enfadado por el escándalo que estaban armando, trataba de imponer silencio entre susurros– ¡Callad de una vez o nos descubrirán! ¡Siempre igual, con vosotros no se puede!

Los cuatro amigos detrás de los setos se miraron un instante y todos menos Gregorio, muy serio, llevaron sus manos a la boca para silenciar las carcajadas que comenzaban a surgir. Sabían lo que estaba a punto de pasar. La posterior caída de Marcos al pozo había borrado de sus mentes todo recuerdo bueno de esa noche, pero ahora lo volvían a vivir. En ese momento, justo después de mandar callar a todos con su habitual flema, un gato saltó de lo alto de la verja cayendo sobre la cabeza de Gregor, que histérico, comenzó a correr como un poseso y a gritar fuera de sí mientras el gato no dejaba de arañarle la cabeza. Los gritos de Gregor eran tales que deberían haber despertando a medio San Gonzalo.

- ¡Qué! – Gregorio era el único que no parecía divertido con lo que acababa de suceder – Me gustaría ver que hubiera pasado si el gato os hubiera caído en lo alto a alguno de vosotros

- No te enfades Gregorio... Y acéptalo – a Luis le encantaba chinchar – lo del gato tuvo y tiene muchísima gracia... Con esa cara tan seria mandando callar...

- Cierto Grande – contestó finalmente Gregorio sonriendo socarronamente – Grande... que bien te pusimos el apodo, ¡eh!

- Dejadlo ya – Era Paula la que intermediaba – Esos chavales de allí son más maduros que vosotros. Hemos venido aquí a por Marcos así que… - una idea le cruzó repentinamente la cabeza de Paula – Un momento ¿Porqué no tapamos el pozo? O mejor, ¡Les avisamos! Les decimos que no entren, que Marcos caerá a un pozo y qué […]

- No, Paula… No podemos hacer eso – Luis la interrumpió – Tu misma lo dijisite. No podemos intervenir, si le salvamos todo cambiará, nosotros, nuestra pequeña familia… tenemos que dejar que caiga, que todo suceda tal y como pasó. Y por supuesto, no podemos dejar que ellos nos vean… ya sabéis, por lo del continuo espacio-tiempo y todo eso…

Mientras detrás de la verja los cinco jóvenes amigos entre risas y chanzas, ajenos a todo lo que estaba a punto de suceder, volvían a reagruparse para abrir la puerta, los adultos comenzaban a acercarse al montículo sobre el que crecía el viejo ciprés. A medida que avanzaban escuchaban más nítidamente oscuros cantos que parecían provenir de todos lados. Un escalofrío les recorrió a todos de arriba abajo. 

María sacó de nuevo, con obvia sensación de deja-vu, la navaja de su bolsillo para comenzar a grabar el nombre que faltaba en el ciprés. Pero tras abrirla volvió a cerrarla y a guardarla. Si grababan el nombre en el árbol, éste se hundiría junto con ellos en la cueva y años después no lo encontrarían, no podrían bajar a las catacumbas y no sabrían que tenían que viajar en el tiempo… ¡demonios!, en Regreso al Futuro no parecía tan complicado. Tenía que haber otra manera de entrar y salir a las catacumbas, la que usaban los monjes.

Los cuatro comenzaron a inspeccionar los alrededores del montículo hasta que dieron con algo que les llamó la atención. Una lápida especialmente vieja y gastada, una lápida cuyo nombre les era familiar a todos por lo que habían leído sobre la iglesia de San Judas, la tumba de Ricardo Casasgrandes. La tapa estaba suelta. Acostumbrados a situaciones parecidas, la empujaron y descubrieron una pequeña trampilla debajo.

Al abrirla el sonido que salía de la catacumba les abrumó. El volumen de los cánticos era mucho mayor ahora, se trataba de una lenta letanía que erizaba la piel. Sabían lo qué tenían que hacer, dónde tenían que ir para rescatar a Marcos, pero en estos momentos era complicado por no decir imposible. Desde arriba podían ver como dentro de la pequeña oquedad escavada en la piedra había una veintena de monjes que no dejaban de entonar la letanía. Los hábitos que llevaban eran completamente negros e iban armados con un enorme cirio y lo que era peor, con dagas en el cinto.

- Vale, está claro – Dijo Luis – No podemos bajar por aquí, ¿Qué hacemos?

- Necesitamos una distracción - Contestó Paula - Algo que haga a los monjes alejarse para poder rescatar a Marcos

- Ya está ¡Lo tengo! – Gritó María, luego con un gesto pidió perdón y cerro con cuidado la trampilla para continuar casi gritando de la emoción - ¡La torre!

- ¿La torre? – Preguntó Paula mientras miraba al campanario - ¿Qué le pasa a la torre?

- ¡Claro! – A Gregorio se le acababa de iluminar la cara comprendiendo a dónde quería llegar María – Eres una genia María - No pudo contenerse y la besó con ternura - ¡El fuego de la torre!

- ¿El fuego de la torre? – Paula seguía sin comprender nada mientras miraba con extrañeza lo que acababa de ocurrir entre su hermana y Gregorio

- Así es como comienza – María acababa el razonamiento conjunto de Gregorio y suyo – Los nosotros del futuro, es decir, nosotros, fuimos los que provocamos el fuego como distracción para poder rescatar a Marcos ¡Es increible! ¡Acabamos de resolver el misterio del fuego del campanario después de tantísimos años! ¡Los Goonboys han vuelto!

- ¡Es cierto! ¡Eres genial Pequemaza! – Dijo Paula abrazando a su hermana por primera vez en varios años - Pero no, los Goonboys aún no han vuelto, no estamos todos. Falta uno, pero ya vamos a su rescate

Sin mediar palabra los cuatro amigos se encaminaron con cuidado hacia la torre del campanario. Mientras, a sus espaldas escuchaban retazos de conversaciones y risas de su pasado.

Desde detrás del seto, los cuatro veían como el fuego comenzaba a propagarse y a hacerse visible. Lo más doloroso cuando el campanario comenzó a arder no fue destrozar trescientos años de historia ni condenar a la iglesia de San Judas a la ruina. Lo más doloroso fue oir el terrible grito que anunciaba cómo Marcos, asustado por el fuego, caía en el pozo. El grito que, a la postre, significaría el fin de su amistad, el fin de una era, el fin de la inocencia.

Marcos casi moriría ahogado esa noche para salvar al Marcos que irremediablemente, de otra manera, iba a morir esa noche ahogado. Y ellos estaban ahí para hacer valido el involuntario sacrificio de su amigo.

Cómo si de hormiguero pisoteado se tratara, decenas de figuras negras surgían no sólo de las catacumbas, también de la iglesia, y corrían de aquí para allá, intentando infructuosamente a apagar a base de cubos de agua el incendio. Apenas cien metros más allá los jóvenes Goonboys intentaban sacar, de manera también infructuosa, a su amigo del pozo. Y en medio de todo, estaban ellos, esperando el momento oportuno para salir de su escondrijo. 

Aprovechando el total desconcierto corrieron hacia la trampilla y comenzaron a bajar por la pequeña escala que había allí. Era estrecha e incómoda, pero sin duda era mejor que dejarse caer unos cuantos metros al vacío como acababan de hacer casi treinta años después. Esta vez la estancia estaba vacía, todos los mojes se encontraban fuera.

Los cuatro estaban plantados delante de la especie de escotilla que, a modo de puerta, comunicaba con la habitación blanca. Sólo tenían que girar la rueda y la puerta se abriría, pero ninguno parecía atreverse a hacerlo.

- Un momento ¿Estamos seguros de lo que vamos a hacer? – Preguntó por fin Luis – El que tiene ahí dentro a Marcos sabe que estamos aquí, nos ha dado pistas para que lleguemos, de algún modo nos espera

- Sí, es cierto Luis – Contestó Gregorio - Pero no tenemos otra alternativa

Gregorio giró la rueda y la puerta se abrió.

[continuará]

sábado, 9 de junio de 2012

Las Aventuras de los Goonboys - La Última Aventura, 2ª Parte. Capítulo Segundo

- O un montón de huesos… - todos se giraron donde estaba María – Es aquí chicos.



María señalaba hacia un pequeño montículo sobre el que había crecido un viejo ciprés. Las raíces del árbol habían removido la tierra y los secretos que esta escondía. Partes de restos humanos salían al aire libre. Paula emitió un pequeño gemido y se escondió bajo los brazos de Luis que aguantó como si la visión de esos huesos no le desagradara en absoluto.



Gregorio se acercó a María que seguía  con el brazo estirado señalando el montículo. Se percató de que estaba temblando. Delicadamente le bajó el brazo y se acercó al montículo. El ciprés tenía el tronco hueco. Había una abertura por la cual sólo podía pasar un niño. Con la linterna que llevaba iluminó toda la zona. Empezó rodeando el montículo para terminar en el tronco hueco del ciprés. Se percató que había algo escrito. Metió la cabeza para ver que ponía.



“Jesús convocó a sus discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia. Los nombres de los Apóstoles son: en primer lugar, Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo; Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”.



Luis contaba con los dedos mientras Gregorio leía en voz alta.

– Nunca he sabido mucho de religión pero hasta yo se que eran doce y solo has nombrado 11 -. Gregorio sacó la cabeza del árbol con una reluciente sonrisa. –¡Exacto, falta exactamente, Judas Tadeo!, ¿alguien tiene una navaja?-.

Todos se miraron. María se echó la mano al bolsillo trasero de sus vaqueros y sacó una pequeña navaja. Ninguno pudo evitar echarle una mirada de asombro. Gregorio cogió la navaja y a continuación de la cita grabó el nombre de Judas Tadeo sobre la madera.
No tardaron mucho en saber si habían dado una respuesta correcta al acertijo. De pronto la tierra comenzó a tragarse el montículo y los alrededores, con ellos incluidos.

-Creo que me he roto una costilla – se quejaba María mientras se incorporaba. -¿Hay alguien por ahí?-, gritó en la oscuridad. – Yo –, Gregorio encendió la linterna iluminando a María. Tenía una pequeña brecha en la cabeza y se le había roto una patilla de las gafas. – Estás precioso – coqueteó María.

Gregorio  se sonrojó sin saber si María lo decía o no con ironía. Otra luz se encendió, era la linterna de Luis. Estaba ayudando a Paula a levantarse. Ayudados por las dos linternas pudieron examinar el lugar donde habían caído. Una pequeña sala excavada en la piedra y con una única salida.
-Otra cueva-, lo dijo Paula, pero todos lo habían pensado. Se miraron y durante unos segundos olvidaron los problemas de su vida, olvidaron que Marcos había sido secuestrado y todos se rieron porque habían vuelto, porque los goonboys estaban de nuevo reunidos y la aventura no había hecho más que empezar.
Luis encaminaba la marcha y Gregorio vigilaba la retaguardia. Las chicas en medio. No tardaron mucho en llegar hasta una puerta. Luis empujó la roca y una luz cegadora hizo que las linternas dejaran de tener sentido. Habían llegado a la habitación blanca pero estaba vacía, o casi vacía. En medio de la habitación había algo en el suelo. María se acercó y recogió la foto. Todos se reunieron en torno a ella. La foto mostraba una imagen de Marcos en la habitación y con el agua llegándole hasta las rodillas. Al igual que la foto anterior tenía algo escrito detrás. “Lugar correcto, momento equivocado”.
Habían vuelto a la buhardilla. Luis y Paula estaban en un rincón, Gregorio había colgado la foto por la cara del texto en la pared y no paraba de mirarla. María le observaba sentada en el suelo.

- ¿Qué hemos hecho mal?-. No paraba de preguntarse Gregorio, -esta vez lo hemos hecho solos, sin ayuda. ¿Momento equivocado?, ¿qué quieres decir?-.

Gregorio gritaba como si esperase que alguien le contestase. Estaba enfadado, desesperado, le pegó un puñetazo a la pared, justo sobre la foto. Luis dejó a Paula y se acerco a Gregorio, evitó que le diera un segundo puñetazo a la pared y le dio un abrazo.

– No es culpa tuya- le susurró al oído, -has hecho lo que has podido-. Por la mejilla de Gregorio se deslizaban varias lágrimas. – Grande…- le contestó.

Entonces Gregorio  notó que Luis le soltaba y se dirigía a una de las cajas que no había podido bajar, cogió algo y se lo mostró. Aguantaba su antiguo Delorean con las dos manos. Sin decir palabra se miraron a los ojos y Gregorio en seguida entendió lo que su amigo pensaba y al unísono dijeron. – Vale, ¿pero como…?-.

Cuando contaron su descabellada idea a las chicas y cual pensaban que era el siguiente paso no podían imaginarse que sería María quien les daría la solución. Y sin embargo, allí estaban, en el antiguo cuarto de María con ella sosteniendo un pequeño cuadro lleno de polvo que había sacado de un baúl. En el cuadro salía Gregorio, vestido de etiqueta, con la mansión del conde de peña alta de fondo. Gregorio cogió el cuadro.

-¿Quién me haría este retrato?-, -no sé, ni si siquiera sé por qué lo cogí-, contestó María un poco avergonzada. Luis interrumpió, -¿creéis que seguirá manteniendo la mágia?- Gregorio levantó la vista del cuadro, -solo hay una manera de saberlo, ¿no?-

Con el cuadro apoyado sobre la mesa los primeros en adelantarse fueron María y Gregorio. Luis se acercó a ellos.

– ¿Creéis que esto es seguro?- preguntó Paula sin acercarse. -¿Y si viajamos al pasado y no podemos volver?, ¿y si cuando volvamos nuestra vida ya no es igual?-.

Paula miraba  a Luis y más que una pregunta era un ruego. -¿Vamos a sacrificar lo que tenemos, lo que está por llegar?-. Paula se tocaba la barriga. Luis miró a Gregorio y a María  y se acercó a Paula. Dulcemente la abrazó y le dio un beso. – Es Marcos, quien está en peligro y sabes que si tú estuvieras en su lugar sería el primero que pondría en peligro todo, incluso su vida, para rescatarte-. Paula se secó las lágrimas de los ojos y sonrió. – Gracias, por recordarme por qué te quiero tanto-, y le beso en los labios.
María, Paula, Luis y Gregorio se encontraban delante de la iglesia. Era como la recordaban. El campo santo estaba perfectamente cuidado, el pozo justo delante de la puerta principal y el campanario… el campanario en perfecto estado

sábado, 2 de junio de 2012

LAS AVENTURAS DE LOS GOONBOYS - La última aventura, 2ª parte. Capítulo primero.


  La brisa de verano acariciaba juguetona el vestido de Paula. Era un vestido blanco, moteado con flores de diversos colores alegres que bailoteaban al compás del viento, rozando un esbelto cuerpo que ya insinuaba ciertas formas de mujer. Lo que iban a hacer estaba mal. Él lo sabía y sospechaba que ella también. Pero quizás eso le hacía desearlo más. O tal vez fuera que en ese momento no le importaba en absoluto. Solo podía pensar en una cosa. En hacer algo que llevaba tiempo anhelando secretamente. Llevaban días hablándose en silencio, diciéndose mil cosas con fugaces miradas. Por fin había reunido el valor… No, no el valor, sino el ansia suficiente para escribir una nota nerviosa que decía únicamente: “A las siete en el parque Rojo”.

  Todos conocían perfectamente aquel frondoso parque de las afueras tras la búsqueda infructuosa del tesoro del bandolero “El Tuerto”. No se habían dicho ni una sola palabra desde que se encontraran en la puerta, temerosos de estropear el momento. Sus pies les habían llevado al pequeño claro del viejo banco bajo el sauce llorón. Allí el tiempo se había congelado. Sus ojos estaban clavados en los de ella mientras su corazón golpeaba su pecho a mil por hora con escandalosa insistencia. Torpemente cogió su mano. Estaba fría como un témpano y… ¿Estaba temblando? Notaba su espalda empapada de sudor.
 –“¡Vamos, tío! ¡No te quedes ahí plantado como un idiota! ¡Lánzate!”-
No había marcha atrás. Cerró los ojos y…

  Era de noche. Lo sabía porque un frío gélido y húmedo le hacía temblar de forma descontrolada.  El agotamiento y la fiebre le habían hecho perder la noción de la realidad y su mente vagaba libre entre sueños y recuerdos de un aterrador realismo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Días? ¿Semanas? No había comido nada desde hacía una eternidad y el agua, que le cubría hasta medio cuerpo, tenía un desaconsejable sabor ácido  al que había terminado por sucumbir. Nada que ver con el dulce aroma de los labios de la pequeña Paula. Había sido su primer encuentro a solas. Su primer beso. Y probablemente el principio del fin de su amistad. Pero ¿Qué pre-adolescente puede resistirse a la imperiosa llamada de la carne? Había pensando mucho en sus viejos amigos. ¡Cuántas increíbles aventuras juntos y qué forma más vulgar de perder el tesoro más preciado que les unía!

  Se habían creído tan especiales… Habían derrotado brujas, encantadores de ratas, sectas, ladrones, secuestradores, ¡hasta a un hombre lobo! Y, sin embargo, habían sucumbido al más común de los males: la culpa, la vergüenza, los celos, el distanciamiento, el tiempo y, finalmente, el olvido.
¡No! ¡No podía hacer eso! Auto compadecerse no iba a sacarle de ahí. ¡Él era un hombre de éxito, astuto y con iniciativa! Tras una carrera mediocre en la universidad, había descubierto la forma de prosperar explotando sus habilidades de vendedor. Había guardado en un oscuro rincón de su ser sus inquietudes artísticas para focalizar sus esfuerzos en algo mucho más práctico: el dinero.  ¿Por qué invertir meses en diseñar retorcidas figuras geométricas cuando podía ganar mucho más intermediando en la construcción de viviendas unifamiliares? ¡Que hagan arte otros! Él quería fortuna y mujeres.

  Tan solo se había dejado llevar por su romanticismo una vez al adquirir los terrenos de la abandonada iglesia de su pueblo natal. En su fuero interno pretendía hacer algo hermoso para curar traumas que se le habían enquistado en el alma. Pero su socio no estuvo de acuerdo. Quizás si le hubiera contado sus auténticas razones, si le hubiera explicado… No, Don Leopoldo nunca lo hubiera entendido. Demasiados años haciendo negocios juntos. No comprendería que hicieran algo sin lucrarse. Serían viviendas de lujo entonces. ¡Qué ironía tan grande! La supuesta base secreta de una secta demoníaca en la que había estado a punto de morir ahogado, convertida en un barrio para estrellas de la tele, jugadores de fútbol, tiburones de mercados de valores y políticos jubilados.

  Había pensado mucho en sus amigos pero también en quién podía ser el loco que le había secuestrado. De los innumerables enemigos que habían podido forjarse a los únicos a los que no habían dado un buen escarmiento eran los de la iglesia de San Judas.  La coincidencia era demasiado clara como para ignorarla. No había tenido el valor de ir en persona a la iglesia, a pesar de que había ordenado sellar el pozo, pero se había documentado. El templo estaba dedicado a Judas Tadeo y no Judas Iscariote, como había supuesto el sabelotodo de Gregorio. Su primer párroco había sido un tal Don Ricardo Casasgrandes. Al parecer no había sido un tipo cualquiera. Un contacto de la archidiócesis de Valencia le había contado una historia sobre una congregación que trataba directamente con El Vaticano especializada en temas de posesiones y exorcismos. Según los archivos, Casasgrandes se había retirado voluntariamente a San Gonzalo tras muchos años de activismo con los “Discípulos de San Tadeo”. Años después habían llegado los rumores sobre cánticos a media noche pero desde la alta cúpula eclesiástica nunca se les otorgó credibilidad

  ¿Y si…? ¿Y si el viejo cura no vino tan solo buscando el feliz retiro deseado por todos? ¿Y si trajo consigo algún terrible secreto? ¿Podría haberse pasado al otro bando? ¿Y si se había aliado con aquellos a los que había combatido en nombre de Dios? Había vivido suficientes aventuras como para creer en la existencia de demonios y demás seres sobrenaturales. ¿Y si alguien más aparte de ellos sufrió las consecuencias del incendio? Habían asumido que el incendio había sido provocado para tapar huellas pero… ¿y si lo causaron ellos? ¿Y si fue un accidente? Un accidente que él había provocado con su grito. Un accidente que destrozó un culto que había sobrevivido décadas en la sombra. Y ahora él había vuelto para construir pistas de pádel sobre las tumbas de los santos.

  Marcos intentó incorporarse pero las fuerzas le fallaron. Se apoyó en la áspera pared y gritó con todas sus fuerzas. Pero sólo salió un graznido ronco. La tos le tumbó de nuevo en el suelo y a punto estuvo de ahogarse. Desesperado volvió a erguirse con la ayuda de sus débiles brazos y lo intentó de nuevo.
-Ey... ¡Ey!... ¡¡EY!! ¡hijo de puta! ¡ja, ja, ja! ¡MALDITO HIJO DE PUTA! ¡DÉJATE DE JUEGOS, CABRÓN DE MIERDA! ¡¡YA SE QUIEN ERES!! ¡¡MIS AMIGOS Y YO TE VAMOS A JODER DEL TODO ESTA VEZ!!-