viernes, 7 de diciembre de 2012

Calvo como una sandía - Segunda Parte



Cómo todos los días, justo a las siete menos un minuto cantó su gallo. Le había costado muchos años de esfuerzo lograr que el testarudo animal fuera tan preciso como un reloj suizo, pero si quería cumplir sus tareas diarias, así debía ser.


Ese minuto que le robaba a las siete, le servía para remolonear en la cama exactamente 60 segundos. Disfrutaba así de la transgresora felicidad que produce el holgazanear sin por ello dejar cumplir a rajatabla su apretada agenda. Su día sería una cadena de eslabones cuidadosamente engarzados donde nada podía fallar.


Justo a las siete, saltaría de su cama como un resorte para lavarse y adecentarse, no sin antes haber puesto en el fuego agua para su té y pan en el tostador. En el momento de saltar las tostadas él estaría secándose en el baño, llegando a la cocina justo para cuando las barritas no quemasen y poderlas untar sin peligro. Abriría entonces la puerta para encontrar el periódico en el buzón y con la sopa de letras como compañera, tomaría su té y sus tostadas con miel. Luego sería el momento de hacer la cama, colocar las zapatillas en su sitio, dar de comer a los animales y ordenar la casa. Una vez todo en orden, comenzaría su paseo, a las 8 en punto de la mañana, y más tarde... Bueno, más tarde llegaría más adelante. Ahora le tocaba disfrutar los 15 segundos que aún le quedaban antes de saltar de la cama.


Había soñado algo extraño, perturbador. Tras un instante intentado recordar sonrió ante la alocada ocurrencia de su mente. En su sueño había tropezado con una raíz y tras pincharse con un filoso cardo, una invasión de larguiruchos filamentos habían tratado de ocupar su yerma cima convirtiéndole en un vulgar no calvo


A falta de cinco segundos para levantarse sintió un leve picor encima de la oreja y en apenas un segundo, su mano se acercó a la cabeza para rascarse. Los siguientes tres segundos los empleó en conjeturar qué sería aquello que se interponía entre los dedos y su suave cuero cabelludo. 

A las siete menos un segundo, saltó de la cama sin esperar siquiera a que las campanadas de la iglesia comenzaran a repicar. No podía esperar, una mal presentimiento trepaba a toda velocidad por su estómago camino de la boca. ¿Sería posible que no fuera sólo un sueño? ¿Sería posible  qué...? Corrió al espejo donde se miraba siempre antes de salir a la calle, una de sus más ingeniosas creaciones y que merece, por tanto, un instante de atención.


A base de espejos cóncavos y convexos colocados estratégicamente por toda la estancia, nuestro mondo hombre lograba ver su impresionante testera desde todos los ángulos posibles, pero lo que vio esta vez, en vez de hincharle de orgullo, le hizo caer desmayado.


Cuando se recobró del susto ahí seguía. Su cabeza, su lisa y brillante cabeza estaba llena, repleta, abarrotada de cientos de miles de millones de pelos. Tenía una larga melena, larga, horrenda, cruelmente poblada, tanto como una fuente de espaguetis. Y lo peor era que, mirara dónde mirara, no hacía más que verla reflejada en todos y cada uno de los espejos.


Sólo había una solución posible ante tal situación. Cogió las tijeras con determinación y empezó a cortar sin piedad todo cabello que irrumpía entre cejas y cogote. Mientras cortaba veía con desagrado como esos larguiluchos invasores caían a su alrededor, rodeándole. Eran como gusanos, como serpientes, como boas que contristaban su corazón. Una vez hubo acabado cogió su navaja de afeitar para no dejar de ellos ni la raiz.


Tras la dura batalla, se miró al espejo y durante un segundo volvió a recuperar su vida, la confianza en sí mismo y su hermosa calva. Pero duró justo eso, un segundo. Enseguida comenzaron a formarse, como si de negras nubes barruntando lluvia se tratase, sombras en su cabeza.


Obcecado comenzó de nuevo a afeitarse, seguramente algo habría hecho mal, se decía ante la atemorizante posibilidad de que su calvicie le hubiera abandonado. Afeitaba un lado de la cabeza para comprobar que por mucho que corriera, nada más acabar, por el otro comenzaba ya a brotar el endemoniado cabello.


Por fin, con la cabeza roja de tanto raspar y la moral destruida, se dio por vencido. Humillado y resignado tenía que buscar una alternativa, una solución. No podía dejarse ver así y mucho menos salir a la calle con algo tan indigno como un sobrero. La única solución posible era no volver a salir nunca a la calle, así pues, no volvería a tener contacto humano alguno.


Fue entonces, con su decisión recién tomada, cuando alguien llamó a la puerta. A través de la mirilla reconoció su calva. Bella, lisa, perfecta, reluciente, como una bola de billar recién encerada. La emoción casi le hace desvanecerse de nuevo ¡Había vuelto! ¡Su hermosa alopecia llamaba a su puerta!


Abrió la puerta para agarrarla, abrazarla y besarla en toda su inmensidad y planicie. Pero su impulso tuvo que ser refrenado. La calva no venía sola. Debajo suya estaba ella. La impertinencia hecha persona, la mujer que vivía al otro lado de la calle. Y osaba además a presentar así, sin su ostentosa melena, burlándose descaradamente de él luciendo una inigualable calva.