martes, 10 de mayo de 2011

JAVI - Conclusión



Mi vida en la universidad no era mucho más social de lo que lo había sido en el colegio o el instituto. No es que no tuviera amigos, alguno había, por supuesto, pero si bien ya no era aquel esmirriao del colegio, con el paso de los años y mi espléndido estirón tampoco puedo decir que me hubiese convertido en el rey del mambo. Más bien afirmaría que por aquel entonces lo que descubrí fui la indiferencia. Ya no se fijaban en mí, ni siquiera para insultarme. “Bueno, algo hemos ganado”, pensé.

Sin embargo, aquél día en que bajé a la calle lleno de rabia y frustración algo se movió en el universo. “Creo que esto es vuestro…” es todo lo que me atreví a decir, entregando el balón con manos rígidas a la par que temblorosas. Alguien se adelantó y me lo arrebató de inmediato, pero no sufrí ningún tipo de burla, intimidación o amenaza, como mi experiencia decía que sucedería. Nada. Apenas me miraron de arriba a abajo, al principio extrañados, luego indiferentes, como todos, para finalmente dar media vuelta y seguir con sus botes y canastas. Aquello me bajó los humos por completo y por un momento me vi allí plantado, sin saber muy bien a qué había ido y sin la menor intención de moverme. De repente me sobrevino un impulso totalmente sorpresivo y grité:

– Ey! ¿Aceptáis uno más?

Los tipos tatuados se volvieron, parecían confiar tan poco en mí como yo en ellos. Aún así decidieron romper las reglas, como yo, y el que tenía el balón en aquel momento me lo lanzó bruscamente mientras me retaba a demostrar mis habilidades.

Entre gritos, rebotes, empujones, triples y algún que otro improperio se nos hizo de noche. Sudorosos y agotados nos sentamos en un banco.

- No lo haces mal, tío -me dijo uno de ellos mientras se encendía un cigarro y me ofrecía una litrona.

Aquella noche me metí en la cama agotado por el deporte, aún triste por la muerte de mi tío, bastante avergonzado por no haber dado palo al agua y ciertamente contento por aquella nueva experiencia, aquella nueva sensación de novedad, valga la redundancia. Creo que por primera vez en mi vida hice algo que no estaba programado, algo totalmente espontáneo y en cierto modo ilícito. Y con ese dulce sabor a victoria, pues además había tenido éxito en mi aventura, me sumí en un profundo y placentero sueño.

Los días pasaban velozmente, mientras yo estudiaba cada vez menos y me divertía cada vez más. Jugaba al baloncesto día sí y día también, aquellos pandilleros se convirtieron en mis más fieles compañeros, con los que pasaba horas y horas, bien con un balón, bien con una birra en la mano. Yo también me tatué, como podéis ver. El poco dinero que me mandaba mi pobre madre me lo gastaba en cualquier cosa menos en lo que ella suponía. Aunque bueno, ella decía que estaba “invirtiendo en mi formación”, y yo realmente me estaba formando, aunque en otras asignaturas de la vida. Suspendí mis primeros exámenes, y los siguientes… Las matemáticas no habían dejado de interesarme, pero ante mí se presentaba un oasis lleno de tentaciones a cual más jugosa y apetecible. A veces perdí un poco el control, he de reconocerlo, pero no me convertí en ningún delincuente juvenil ni nada semejante. Sin embargo, la facultad de Matemáticas Avanzadas requería de mí algo más que un cerebro ágil y los genes que me unían al ilustre matemático don Enrique García, en paz descanse. Tras varias reuniones en las que mi tutor intentó sin éxito alguno volver a encarrilarme, el decano tuvo a bien ponerme de patitas en la calle por estar desperdiciando de tal forma aquella grandiosa –según ellos- oportunidad.

Pero no podía volver a casa, y aunque mi madre era sabedora de mi situación y no estaba precisamente contenta, como decía aquella canción que cantaban mis colegas de barrio: “decidí aprender a hacerme yo las maletas para poder vivir…”

No fueron días fáciles, volví a sentir aquella frustración, aquella indiferencia pasadas. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui. Pero supongo que necesitaba esa experiencia para valorar todo lo demás, todo lo que estaba dejando de lado. De cuando en cuando me acordaba de mi tío, de sus frases solemnes, y mientras a veces me sentía una hipotenusa de aspecto irracional, en la mayoría de ocasiones no veía en mí sino al mayor de los catetos. Lo único reseñable -y con importancia a largo plazo- de aquella época fue el reencuentro con Martita, sí, la del verano en el pueblo. Aunque había crecido, seguía siendo bajita, y conservaba su maravillosa sonrisa, al igual que su inteligencia y sentido común, cosa que no podía decir de mí mismo. Los pormenores de nuestro reencuentro no vienen al caso, por lo que sólo apuntaré que ella estaba en la ciudad estudiando la carrera superior de piano. Paradojas de la vida, como en la comunidad pitagórica, música y matemáticas se volvían a unir en busca del equilibrio cósmico. Pero nuestras vidas eran ahora bien distintas. Ella era ordenada, aplicada, vivía en el centro y tenía muy claras sus aspiraciones. Yo me había vuelto caótico, inestable, seguía viviendo en las afueras con el poco sueldo que ganaba y todas mis pretensiones de futuro eran poder jugar al baloncesto al día siguiente con mis amigos.

Una tarde, poco después de nuestro reencuentro, salimos a dar un paseo. Ella estaba radiante, y los instintos que desbordan a un chaval de veinte años nublaban el poco intelecto que me quedaba entonces. Tras un par de horas charlando, dejó que la acompañara a casa y me invitó a pasar. Preparó café y me estaba enseñando unas fotos antiguas cuando, sin mirarme a los ojos, y con esa sonrisa pícara suya, me dijo:

- - Qué, ¿nos lanzamos? Por los viejos tiem…

No había terminado la frase cuando me abalancé sobre ella cual kamikaze, y antes de poder apenas tocarla me propinó un empujón que me llevó de bruces al suelo. Justo cuando caí acerté a adivinar donde se había dirigido su mirada en ese momento: allí, al lado del escritorio, vi el balón.

- ¿Decías jugar al baloncesto? – murmuré.

- Pues claro, imbécil – fue su repuesta casi instintiva y acertada, porque en ese instante me sentía la persona más imbécil del universo, otra vez. - ¿Qué iba a ser sino?

- Yo creí que... – No pude acabar la frase y dio igual porque ella sonrió como, incluso a día de hoy, sólo ella sabe.

- Entonces que ¿Jugamos o no?


Y aquel fue el día en el que dejé de ser la tan deseada hipotenusa para convertirme en un cateto en armonía dentro de mi cosmos particular. Todo volvió a su sitio. Y nunca en mi vida me había sentido tan grande…

3 comentarios:

  1. Me ha encantado. Me he sentido reflejado ;-) otro protomatemático.
    El Segundo Alien

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  2. Me alegro mucho de que te gustara. La verdad es que estoy muy contento de cómo quedó.

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  3. Jajaja, y eso que sólo ha leído el final... ;)

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