viernes, 22 de abril de 2011

Javi - Tercera Parte








[Viene de Javi, Segunda Parte]


Si me permitís el mal chiste, os confesaré que tardé en darme cuenta de la "gigantesca" diferencia que había entre sentirse pequeño y saberse pequeño. Aunque me cuesta hacer memoria y deciros la fecha o el año exacto, sería imposible olvidar el momento en cuestión: saliendo de una atestadísima estación de metro al exterior y contemplando las colosales figuras de los rascacielos. Era mi gran llegada a la capital. Si bien me había criado en una ciudad, aquel masificado circuito de avenidas y bulliciosas calles dejaba mi localidad natal a la altura de una insignificante pedanía.


Aquellas primeras horas las pasé deambulando, sintiéndome más pequeño de lo que me había sentido en la vida. Y eso que ya había pegado el famoso estirón, ese del que mi madre siempre hablaba cuando trataba de consolarme. Finalmente llegó… ¡y de qué manera! Parecía una broma irónica de mi metabolismo: de un verano para otro, me encontré con la estatura idónea para ser un buen jugador de baloncesto. Mi madre tuvo que donar a la parroquia de Don Leopoldo prácticamente toda mi ropa. Y yo me adecué tanto a mi nueva estatura que pensé que ya nunca más volvería a sentirme pequeño.


Tan orgulloso me sentí que fui a visitar a mi tío Enrique. En aquella época ya se había jubilado y pasaba los días sentado en el porche de su casa, frente a la playa. Poco antes de terminar el instituto fui a visitarle, en parte para decirle que había decidido iniciar mis estudios en matemáticas. Por supuesto también había una parte de mi que quería que mi tío viera con sus propios ojos que, como buena hipotenusa, había superado en medida a cualquiera de los catetos que pudiera haber a su alrededor.


Mi tío se limitó a sonreír. "Estoy orgulloso de ti, Javier." Se ajustó las gafas y volvió la vista a uno de sus cuadernos de trabajo. "Pero quizá debas recordar que toda medida es sólo grande o pequeña en sentido relativo. Siempre hay un número mayor, Javier. Siempre."


Aquello me sonó tan críptico en ese momento que no fue hasta meses más tarde, ya viviendo en la gran ciudad, cuando comprendí a lo que se refería. ¿Quizá por eso mi tío había escrito esa carta de recomendación que me permitió entrar en la prestigiosa universidad de Matemáticas Avanzadas? Puede que quisiera enviarme a un lugar donde me volviese a sentir así de pequeño. Nunca llegué a preguntárselo y lo cierto es que dejé de darle vueltas al asunto: apenas dos meses después de haber iniciado mis estudios y mi vida en la capital, el tío Enrique falleció.


Recuerdo que era invierno y acababa de llegar del entierro. Tenía un examen al día siguiente y aunque mis dotes para los números no eran el problema, necesitaba concentrarme para estudiar. Por desgracia, los edificios y las distancias no eran lo único gigantesco en aquella ciudad de dimensiones épicas: los precios también iban a la par. El único apartamento que había podido conseguir por el poco dinero que tenía estaba en un barrio de las afueras, a más de una hora en metro de la universidad. Para colmo, mi pared daba a una cancha de baloncesto donde se reunían los chicos del barrio. Aquella tarde, los golpes del balón eran igual de fuertes que de costumbre. Pero mi paciencia y mi angustia eran excepcionales.


Quizá de no encontrarme así por la presión, el dolor y el recuerdo amargo de mi tío Enrique, jamás hubiera reaccionado como lo hice. Pero en aquel momento, cuando aquel balón de reglamento atravesó la ventana y golpeó contra mi escritorio, una gota colmó el vaso que aquellos gamberros habían ido llenando desde que mi instalé allí.


Bajé a la calle, rojo de ira, empuñando aquel balón entre las manos. Cuando me encontré frente a frente con aquella media docena de pandilleros, comprendí que había sido un error. Todos lucían algún tatuaje y me rodearon con miradas desafiantes, al tiempo que yo sentía como mis músculos se paralizaban. Mis dedos se agarrotaron en torno al balón, aferrándome a él como si de un salvavidas se tratase.


Tenía la terrible sensación de que aquel pronto iba a costarme la vida. Y lo cierto es que no iba desencaminado… porque lo que estaba a punto de pasar cambiaría mi destino. Para siempre.


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