Los años han ido pasando, como es costumbre en este mundo en el que  vivimos. Primero despacio, muy despacio, pero poco a poco cada vez más  deprisa, hasta pasar a la velocidad terroríficamente rápida a la que lo  hacen ahora.  
Recuerdo cómo si fuera ayer el  último día de colegio. Todos mis compañeros de clase gritaban, reían,  algunos lloraban por el ciclo que terminaba, porque se hacían mayores.  Para mí significaba mucho más. Era el fin de una era de terror. Estaba  convencido que, cuando unos meses después comenzara el instituto, nadie  se acordaría de Brutus, ni de renacuajo, ni del resto de mis apodos y  que yo sería Javi. Simplemente Javi.  
Serían años inolvidables los del  instituto en los que pasarían muchas cosas, pero realmente nada  cambiaría. Había demasiadas caras conocidas para dejar de ser Brutus.  Incluso después del enorme estirón que pegaría en el segundo año, tras  el cual tendría que mirar hacia abajo para hablar con mis compañeros,  todo seguiría igual. Fue bueno no saberlo ese último día de colegio ya  que, aunque llegaría a no importarme y hasta le acabaría cogiendo cariño  a ese apodo, en aquel entonces no lo habría entendido y no habría  podido disfrutar del mejor verano de mi vida.  
Mi madre trabajaba prácticamente  mañana, tarde y noche y mi tío no podía ocuparse de mí. Así que, para no  dejarme solo en la ciudad, me empaquetaron y me mandaron con mi abuela a  pasar el verano en su pequeño pueblo. Mi abuela era como son todas las  abuelas, cariñosa, entrañable y silenciosa. De las que se rodean de  macetas llenas de flores de vivos colores, paredes encaladas y gatos que  vienen a comer los restos a la puerta de la casa.
Ese verano, para mí, no tiene un  número asociado, no fue el verano del 79 ó el 83. Ese verano tiene  nombre propio, el verano de Marta. Al segundo día de tenerme allí y  harta de tenerme siempre tras de ella, mi abuela decidió que necesita  amigos y me llevó casi a rastras a la casa de la vecina. Avergonzado  escuché como mi abuela le decía a su madre que no tenía a nadie con  quien jugar, y que si Martita quería jugar conmigo. Y así, con esa  naturalidad y facilidad, Marta se convirtió de pronto en mi mejor amiga.   
Marta era, y es, de mi edad y en  aquellos años era aún más bajita que yo, cosa que se me antojaba casi  imposible, incluso para ser una niña. Llevaba dos coletas cogidas con  gomas rojas y peto vaquero que le dejaba las rodillas al aire y tenía, y  tiene, la sonrisa más sincera que he visto en mi vida.
Apenas me levantaba iba corriendo  a su casa para buscarla y ya no volvíamos hasta la hora de comer. A la  tarde era ella la que venía a por mí y ya no regresábamos hasta que se  hacía de noche. Y así un día tras otro en la eternidad del verano...  Montábamos en bicicleta, paseábamos hasta la venta de al lado de la  carretera, íbamos a bañarnos a la acequia de sus tíos, cogíamos ranas,  trepábamos a los árboles, nos peléabamos... aunque nunca de verdad y al  cabo de un par de semanas descubrí que me ponía colorado cuando sus  manos rozaban accidentalmente las mías en algún juego... Y entonces nos  enfadamos. Bueno, me enfadé yo con ella.  
Había ido a buscarla y pregunté  qué podíamos hacer. Ella me dijo que podíamos jugar al baloncesto. Yo me  puse rojo, le dije que ella sí que era una enana y salí corriendo a  casa de mi abuela a llorar a un lugar dónde nadie me viera. Creía que se  estaba metiendo conmigo. Que los matones de la clase lo hicieran era  algo que me podía esperar, pero que lo hiciera ella...  
Dos días estuve sin salir de  casa, sin soltar prenda para total desconcierto de mi abuela. Mientras  ella se dedicaba a intentar averiguar lo sucedido y deshacer el  entuerto, pues Martita también estaba en casa y no quería salir ni  hablar con nadie, me dediqué esos días a rebuscar por los cajones y  estanterías de la casa. En una de esas topé un libro de mi tío. Hablaba  de hipotenusas, de Pitágoras y de cómo los pitagóricos, esos que  descubrieron los números irracionales, los ocultaron por miedo y  amenazaban a los que hablaban de hacerlos públicos... La historia de los  catetos y la hipotenusa que me había contado mi tío se complicaba, como  mi verano.
Al tercer mi abuela me obligó a  salir e ir a hablar con Martita. Hablar es un decir. Nos quedamos uno  delante del otro con ceño fruncido y sin decir nada hasta que me vi al  lado de la puerta un balón de baloncesto
 - ¿Decías lo de jugar al baloncesto de verdad? – dije casi sin darme cuenta de que estaba hablando
 - Pues claro, imbécil – fue su   repuesta casi instintiva y acertada, porque en ese instante me sentía la  persona más imbécil del universo - ¿Qué iba a ser sino?
- Yo creí que... – No pude acabar la frase y dio igual porque ella sonrió como sólo ella sabe
- Entonces que ¿Jugamos o no?
- Yo creí que... – No pude acabar la frase y dio igual porque ella sonrió como sólo ella sabe
- Entonces que ¿Jugamos o no?
Me dio una auténtica paliza. Pese  a que era una chica y que yo le sacaba más de una cabeza, me taponaba  todos mis balones, y me esquivaba y saltaba con toda facilidad. Cuando  íbamos 23 a nada para ella lo dejamos y nos fuimos a hacer saltar  piedras al río... Lo de los catetos, las hipotenusas y los pitagóricos  podría ser muy complicado, pero lo que acababa de suceder era muy  simple.
Fue el mejor verano de mi vida y posiblemente en el que más aprendí.
[Continuará]
[Continuará]

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