viernes, 31 de agosto de 2012

Los Dictadores - Primera Parte

Notaba como el vagón se deslizaba lentamente por los raíles a pesar de que la oscuridad de la noche no me permitía ver más allá de la ventana. De vez en cuando la luz de un potente foco irrumpía el interior iluminando las caras de unos guardias cuyos rostros dibujaban la dureza de su trabajo y cuyos fusiles asomaban sombras horripilantes en las paredes. El movimiento de esas sombras fue lo más parecido a un saludo que tuve en todo el día, esa fue mi indigna bienvenida al gulag.

El Psijushka no era ni una cárcel ni un manicomio sino la peor mezcla posible de los dos. Se trataba de un recinto amurallado con unas dimensiones colosales situado al borde de un acantilado. Sus muros eran tan sólidos que aplacaban el ruido de las olas al crujir. Sobre ellos se disponían, alineados como soldados, los altos torreones. Siempre había guardias controlando que sus invitados no hicieran ningún acto no permitido, tal y como estaba estipulado en “El Código del Psijushka”, que debíamos cumplir a rajatabla. Hacia el Este se levantaba la gran fortificación de arsenales, cocinas, almacenes y oficinas que daba el nombre al lugar. Un soberano edificio de piedra construido a mano por los antiguos inquilinos. Los pocos que sobrevivieron al levantamiento del edificio no soportan la contemplarlo al amanecer, justo cuando los rayos del sol se alzan tras su blanquecina forma. Dicen que la sensación es como haber parido al mismísimo diablo, pero pronto cambiarían de opinión. 

La zona negra, la de los presos, era un cuadrilátero que constaba del gulag y otros tres lados: uno para los calabozos, otro para la mina y otro para “el patio”. En el “el patio” se encontraban los laboratorios y era a priori la zona más desprotegida. Pero a pesar de su aparente debilidad nadie se atrevía a acercarse a sus puertas. La razón principal era que todo al que enviaban allí volvía casi inservible para el trabajo. En “el patio” se torturaba a los prisioneros con todo tipo de experimentos, tal y como había ordenado el general del Ejercito Blanco Mijail Solznivik. Los prisioneros sufrían experimentos tanto médicos como psicológicos, y eran devueltos a sus celdas con dolores y pesadillas que duraban incluso semanas. “Cantor” iba frecuentemente pero no era un tema del que le gustara hablar. Aunque la verdad era que no se nos permitía hablar mucho. Sólo en los calabozos y con dificultades. Los calabozos eran filas de celdas separadas entre sí, orientadas alternativamente hacia el Norte o hacia el Sur, de modo que cada vez que nos sacaban de la celda, por el motivo que fuese, lo hacíamos en grupos alternos. Lo normal era salir para trabajar la mina y ahí “El Código” era muy claro con respecto al silencio. Y los guardias también. Debido a la falta de luz y de espacio era muy fácil perderse en las minas si desconocías el trazado de sus túneles, por lo que la atención debía de ser máxima. Mis conocimientos de topografía fueron muy útiles durante los primeros días que pase allí dentro.

Las celdas de los calabozos eran unos espacios generosos, con gruesos muros, de modo que para que te escucharan en la celda de al lado tenias que hablar a un volumen considerable. Y claro, siempre había un guardia cerca. Mi celda por suerte era diferente. Al preso de la celda contigua se lo llevaron al día siguiente de mi llegada porque no paraba de quejarse de que su comida estaba envenenada. Mientras se lo llevaban al patio seguía maldiciendo a los guardias, la comida y la mina, acusándoles de haberla envenenado también. Algo de razón tenía, pero le faltaba mucha información valiosa. Fue en ese momento turbulento cuando conocí a “cantor”, que susurraba por una pequeña rendija en la base de la pared: 

- Eh, ratón. Estas ahí? -

Ya que no podíamos usar nuestros verdaderos nombres manteníamos un mote en función de nuestra celda. Ahí estaban los cucaracha, puerta rota, suicidio, bufidos, dentadura, calambres, manos rotas, cantor, mula... Era ley entre los presos recordar la historia de nuestros predecesores para que no se cayeran en el olvido aunque perecieran. “Cantor” no cantaba, pero hablaba sin parar:
-
  Yo antes era relojero. Hay que tener unas manos muy hábiles para encajar todos esos engranajes. Es incluso más difícil de diseñar que un tren o una bomba, pero claro, hay que tener sensibilidad artística.-

Cantor decía que había trabajado para familias poderosas y que la fama de su maestro llegada hasta el Oeste de Europa. Una vez le pidieron trabajar en Londres en un grandioso reloj para una torre. El resultado fue tan satisfactorio que le acabaron arrancando los ojos para que no pudiera reproducir su obra. A cantor se lo ocurrió decir que le castigaron por ser extranjero y ahí empezaron sus problemas. Un día de debilidad se me ocurrió hacerle una pregunta personal:

Por qué quieres que te lleven “al patio”? – le dije -

- Cuando me siento débil me recuerda quienes son el enemigo. -

Asentí,  satisfecho de su respuesta. Todo iba a pedir de boca. Sin embargo al cabo de unos días algunos de los presos más cultos se las apañaron para reconocerme. Se lo debieron contar a “cantor” porque el nerviosismo en su voz era palpable.
- Señor. Yo… solo quería decirle que su libro…yo... Es un honor… 

Después de tan lamentable actuación no me dirigió la palabra en varios días. Era lo mejor. Faltaba muy poco para que llegara el Ejercito Negro y pudiera tomar el gulag y su mina desde dentro. No podía permitir que nadie echara por tierra todo el plan, ni siquiera alguien tan útil como él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario