miércoles, 2 de junio de 2010

Un Trabajo Sencillo. Tercera Parte.

Viene de...

[http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com/2010/05/un-trabajo-sencillo-segunda-parte.html]

- La señora Wilmarth lo está esperando. Último piso…

Y como si estuvieran sincronizados, el viejo ascensor de principios de siglo llegó a la planta baja al tiempo que aquel botones de aspecto grasiento y obeso colgaba el telefonillo del mostrador. Enfundado como un salchichón en aquel uniforme rojo, el tipo (que según una pequeña etiqueta en su pecho respondía al nombre de "Victor") volvió a su revista de deportes mientras me miraba con cierto rencor: quizá pensaba lo mucho que le costaría limpiar el barro que dejé sobre la moqueta burdeos del recibidor. Jódete, Victor, pensé. Tú al menos no tienes un trabajo de mierda.

Los Wilmarth vivían en uno de esos elegantes edificios de la parte vieja de la ciudad. Y en el ático, la residencia de los Wilmarth, que ocupaba la totalidad de la planta Agradecí el tiempo que invirtió el viejo ascensor, una caja enrejada de hierros gimientes, en llevarme hasta arriba del todo. Como si alguien me estuviese dando tiempo para pensármelo mejor. Una oportunidad de olvidarme de toda aquella locura. Dar carpetazo. Salir por pies.

Enfundé entonces mis manos en los bolsillos de mi empapada gabardina y mis dedos toparon con aquel papel. El maldito papel. Con un poco de suerte, la lluvia habría corrido la tinta de aquel informe. Pero no. Lo saqué, lo desdoblé y pude verlo otra vez. Seguía intacto. Y seguía siendo auténtico porque había comprobado su autenticidad. Una, dos… hasta tres veces. No había error posible: era un informe médico de una clínica privada. La paciente era Margaret Wilmarth. Y aquel pliego que guardé en mis bolsillos justo antes de tocar a su puerta era el informe original (la única copia, por lo que pude saber) de una prueba ginecológica.

Mi trabajo nunca ha sido fácil. No lo era cuando tenías que dar malas noticias a la cara. Cuando llegó el teléfono, las cosas parecieron hacerse más sencillas. Nadie tenía que ir a verte. Y tú no tenías que mirar a los ojos del cliente mientras le decías cosas como "el dinero que le roba su marido es para pagar porno infantil" O "su mujer prefiere desayunar el banana split de su mejor amigo".

Hacía menos de dos horas, le había dicho por teléfono a Margaret Wilmarth que su marido había sido asesinado. Si ahora tenía que decirle que, además, su marido había descubierto a sus espaldas que ella jamás podría darle un heredero, prefería decírselo en persona.

Escuché como unos pasos repicaban tras la puerta y sentí el sonido de la mirilla al deslizarse. Mientras un ojo me escrutaba desde el otro lado, me dio por imaginar qué aspecto tendría la señora Wilmarth.

Cuando la puerta se abrió, mi corazón dejó de latir por segunda vez en lo que iba de día. Ni llevaba ropa deportiva ni tenía el pelo recogido en una coleta. Pero por lo demás, allí estaba: bajo el umbral de la puerta, esgrimiendo una sonrisa amable y luciendo un elegante traje gris.

La chica rubia.

La chica rubia que había acuchillado al señor Wilmarth.

La chica rubia de las coletas a la que unas criaturas de pesadilla había deslizado alcantarillas abajo.

Nos quedamos en silencio. Ella, extrañada y divertida. Yo, petrificado. Con la sangre convertida en granizado de limón.

- ¿Quién es, Linda?

La voz procedía del interior de la casa. Suave, cortés. Y sorprendentemente familiar.

- Es su visita, señora.

- Ah, si. El señor Hasley… Hazlo pasar, por favor.

Linda volvió a mirarme y me invitó a pasar con un gesto amable. Conseguí romper el cemento de mis músculos y esbozar el triste sucedáneo de una sonrisa. Caminé a través de un largísimo pasillo que recorría el inmenso ático. Antigüedades de cinco mil dólares la pieza decoraban sus paredes. Pero mi mente estaba fija en un único y esperanzador pensamiento. "No te ha reconocido, Edgie. ¡Claro, joder! ¡Ella no llegó a verte!"

- Aguarde aquí. La señora le recibirá en seguida.

Dicho eso, Linda cerró las puertas correderas de un hermoso salón. Era enorme y estaba iluminado por viejas lámparas de gas. Afuera, a través del ventanal, podía verse Arkaham bajo la luz de los relámpagos nocturnos. Un bonito escenario para la ratonera en la que yo mismo me había metido.

No sé cuanto tiempo tardó la señora Wilmarth en aparecer. Pudieron ser segundos. Pudieron ser años. Tenía que advertirla. Avisarla de lo que su criada, secretaria, asesora o lo que fuese la tal Linda había hecho. Pero, ¿cómo hacerlo sin provocar un escándalo? ¿O sin poner sobre aviso a la propia Linda?

- Ah, señor Hasley…

Me di la vuelta, con la frase a punto de salir de mis labios. Una frase que no había necesitado mucho tiempo en ensayar. Algo así como "la mujer que tiene bajo su techo es la asesina de su marido. Ah, por cierto: y no podrá tener hijos nunca. Que pase un buen día."

La frase murió apenas vi a la señora Wilmarth. Era tal y como la había imaginado al escuchar su voz por teléfono: metro setenta y pocos, pelo castaño en media melena. Ojos grandes y marrones. Lucía un batín elegante, azul oscuro. Pensé que, en otras circunstancias habría sido delgaducha, casi escuálida.

En otras circunstancias, si. Pero no en aquellas.

Tendrá que perdonar mi tardanza… - dijo esbozando una sonrisa triste – Pero es que mi pequeño ya pesa bastante.

Y habiendo dicho eso, Margaret Wilmarth acarició suavemente su hinchado vientre de siete meses.

- Y ahora, ¿de qué quería hablar conmigo, señor Hasley?

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