viernes, 17 de junio de 2011

Hogar, Dulce Hogar - Conclusión






- Es una mercancia estupenda, ya lo verás. Me he encargado de falsear todos los papeles, cambio de nombre, los datos legales, partida de nacimiento... La verdad es que la he dejado "limpia". A sus padres no les gusta la idea de deshacerse de ella, cosas de la necesidad, ya te puedes imaginar... Un día vives en la zona más hermosa de los Balcanes y de repente estalla una guerra, y no hay más que hablar. No están las cosas allí como para andarse con remilgos. Y aquí que vinieron, casi de la noche a la mañana. Y ella embarazada, ¡fíjate! Ahora, con la edad, sin seguridad social... Pero bueno, a ti lo que te interesa es la mercancia, ¿no? ¡Pues la chica es una delicia! De lo más dócil y obediente. Tiene una edad ideal, ya lo verás, perfecta para unos clientes como los tuyos. Y con lo desesperados que están os la dejan por un precio tirado. ¡Y sin hacer preguntas! Estoy seguro de que te va a encantar. Eso si, te advierto que tengo ya varios interesados y estoy seguro de que no tardarán en quitármela de las manos, asi que te recomiendo que te decidas cuanto antes. Un chollo así no se encuentra todos los días. Ven, está por aquí. A ver donde anda... ¡Ah! Aquí está. ¡Te va a encantar, ya verás!

Las palabras brotaban de su garganta sin control ni sentimiento alguno, como el texto de un actor que ha repetido el mismo papel cientos de veces. Su voz era ronca y dura y, en aquel momento, Cristina no podía saber que aquel extraño idioma era un dialeco servo-bosnio. Jazmin se acercó lentamente a la niña que jugueteaba con sus muñecas en el centro de aquel salón. Cristina, aun desde la entrada, miró por un segundo el espejo y vio su reflejo. Al otro lado, la miraba atónito un hombre de mediana edad, rubio, corpulento y vestido con una cazadora de cuero negra. Una cicatriz en forma de "Y" surcaba su mejilla izquierda y Cristina alzó la mano para acariciarla. El hombre del espejo, aun con la mirada atónita, hizo lo mismo.

Antes de que Cristina pudiese reaccionar, el individuo pareció recuperar el control de sus movimientos y, dejando a Jazmin junto a la pequeña, sacó una llave del bolsillo de su cazadora. La colocó sobre la pequeña mesa para el café, a pocos centímetros del sofá en el que reposaba otro sujeto. Debía tener unos cuarenta y pocos años aunque la expresión taciturna era la misma que Cristina había visto en el pasaporte. De nuevo, la boca de Cristina pronunció unas palabras que nunca fueron suyas:

- Aquí tienes lo acordado... Enhorabuena: ya sois propietarios.

El hombre se limitó a mirar de soslayo la llave y como única respuesta volvió a posar su desolada mirada en la inmensidad de un viejo televisor apagado. Cristina, a través de los ojos de aquel hombre cuya piel habitaba, vio que había otra persona más. Estaba en el balcón, sosteniendo un cigarrillo en su temblorosa mano. Era una mujer rubia, quizá cinco o seis años menor que el hombre del sofá. Sus ojos estaban manchados por el maquillaje húmedo. Era la viva estampa de quien no quiere estar en la misma habitación donde se está cometiendo un crimen atroz. Pero no haría nada por evitarlo. Nadie podía hacer nada para evitarlo.

- Vale, Drayän.- la voz de Jazmin la hizo reaccionar. O quizá le había hecho reaccionar a él en su momento. Cristina no era dueña de las acciones de aquel hombre. Tan solo podía ser testigo de cuanto ocurría. - Me la quedo. Habla con Andrej para el tema del dinero... - Jazmin volvió la vista abajo y se dirigió en tono entrañable a la pequeña que la tomaba de la mano, dócil como un cordero camino del matadero - ¿Quieres que la tía Jazmin te compre un helado, princesa?

La niña, que no dejaba de mirar a Drayän, asintió mientras sonreía. Parecía reconocer algo en aquel proxeneta: algo tremendamente familiar. Cristina lo supo. Lo recordó en aquel momento. Cristina pensó que aquel era el momento para cambiar las cosas. Bastaba con que alguien advirtiese a aquella niña. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras trataba de gritar con todas sus fuerzas. Quería contarle a esa niña todo lo que le ocurriría una vez traspasara ese umbral. Los días fríos, sucios, eternos. Y las noches. Las noches infinitas de dolor y lamentos. Quería advertirle de que aquel principe azúl aficionado al golf la sacaría de un infierno para llevarla a otro peor. Avisarla de que tendría que luchar por la custodia de su hija ante un tribunal al que solo parecía importarle sus antecedentes de prostitución. Cristina intentó gritar, correr hacia ella... Pero aquellas piernas, aquel cuerpo, no eran suyos.

La puerta se cerró tras Jazmin y la pequeña. Derrotada y exhausta, Cristina cayó sobre sus rodillas. Y esta vez sintió el dolor al golpear el suelo reformado del apartamento. La noche había caído y en la soledad de aquel lugar solo se escuchaban sus sollozos. "El pasado no puede cambiarse, pero puede olvidarse". Aquel viejo probervio serbio había sido una de las cosas que Cristina había conseguido olvidar. Como su auténtico nombre. Como su auténtico hogar.

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