viernes, 23 de diciembre de 2011

O´Clock Club - La Apuesta - Cuarta Parte


Justo hoy es lunes, el día más interesante de la semana en el Club de Caballeros O'clock. Y hoy, además, va a ser un lunes especialmente interesante pues a las 17:55 de esta tarde, ni un minuto más, ni un minuto menos, vencerá el plazo que tiene el Señor Morgan para defender el honor del bien amado Sir Bagman y, de paso, el suyo propio.


Nadie en el club, ni siquiera el veterano General Lee, podía recordar una apuesta que hubiera despertado tanta expectación. Tal era la concurrencia en el edificio de la calle Pall Mall que si el siempre previsor y eficiente Evans Moore no hubiera contratado personal de refuerzo los caballeros habrían tenido que servirse el té de las 16:00 ellos mismos.


Contrariamente a lo que cualquiera se pueda imaginar, reinaba un tenso silencio en todo el recinto. Las últimas noticias recibidas hablaban de un atentado en el mismo hotel de Roma donde el Señor Morgan y su prometida, la señorita Helen Sullivan, estaban alojados. A nadie se le escapaba la coincidencia de que Sir Bagman hubiese encontrado la muerte en su hotel de El Cairo mientras buscaba pistas sobre el paradero de su última gran quimera: La Biblioteca de Alejandría, odisea que la pareja de enamorados había decidido continuar. Los partidarios de los jóvenes aventureros se temían lo peor, aunque lograban mantener la compostura, como correspondía a su categoría de gentleman, fingiendo indiferencia y comentando las noticias más banales de la semana.


Solo un hombre sonreía ante tan trágicos presagios. El frondoso bigote del infame Sir Edward se agitaba divertido ante la dulce expectativa del triunfo. Su plan parecía haber tenido éxito. Quizás ese matón de Douglas se había excedido en su cometido. Sus misión había sido entorpecer y, en su caso destruir, los descubrimientos de la pareja. Nunca hubiera imaginado que ese idiota sería capaz de tomar medidas tan drásticas. Pero se sentía satisfecho. Llega un momento en que un hombre debe hacer cualquier cosa para salvaguardar su buen nombre y su posición social. No podía permitir que un jovenzuelo, que ni siquiera era Sir, le pusiera en ridículo delante de los demás socios. Así aprenderían a respetarlo.


El vetusto reloj del salón marcó solemnemente las 17:30 y Sir Edward, de naturaleza impaciente, se dispuso a proclamar su innegable victoria cuando, de pronto, la puerta se abrió de par en par con un ímpetu que dejó a más de uno con la boca abierta. Y no era para menos, pues allí, en el umbral, se encontraban el Señor Morgan y la señorita Sullivan elegantemente vestidos y con porte triunfal.


El primero en reaccionar fue Evans Moore quien, solícito como siempre, se ofreció a recoger el abrigo de la señorita Sullivan. Al tomar el capote que cubría los anchos hombros del señor Morgan, todos pudieron ver cómo llevaba el brazo izquierdo recogido en cabestrillo. Andrew dejó, no sin cierta vanidad, que los socios del club contuvieran las cientos de preguntas que rugían por salir de sus bocas mientras observaban las señales del conocido atentado. Sendos arañazos surcaban su rostro, uno de ellos peligrosamente cerca de su ojo izquierdo, aún algo amoratado.


Tras la dramática pausa, el aventurero dio dos pasos al frente, adentrándose en el salón y se dirigió a los presentes con voz segura. -Caballeros, me alegro de volver a verles. Realmente, no se imaginan cuánto. Sería un enorme placer saludarles uno a uno, pero veo que no nos queda mucho tiempo y aún tengo un buen número de cosas que contarles.-


-Primero quisiera pedirles disculpas por no haberme puesto en contacto con el club para informarles de nuestro estado desde la explosión de Roma, hecho que supongo conocerán pues apareció en la prensa nacional italiana, pero desde que supimos que alguien trataba de asesinarnos decidimos pasar lo más desapercibidos que nos fuera posible durante nuestro viaje de vuelta a la Gran Bretaña.-


De entre el murmullo nervioso destacó la voz del señor Rickson haciendo la pregunta que todos pensaban -¿Pero cómo diantres pudo usted sobrevivir a una explosión semejante? ¡Los periódicos contaron que su habitación quedó totalmente destruida!-


-Pues en realidad podría decirse que sigo aquí en parte gracias a usted.- Contestó el aludido. -Déjenme explicarles lo que ocurrió. Debo reconocer que me había dado por vencido. No conseguía relacionar ninguna de las pistas que teníamos. Estaba totalmente seguro de que Sir Bagman no había muerto por accidente, como decían las noticias, y eso solo podía significa que nuestro querido descubridor había dado con algo importante, lo suficientemente importante como para que lo asesinaran. Pero estaba atascado en un callejón sin salida. Hasta que... Hasta que imaginarle a usted brindando a la salud de Sir Edward con ese magnífico Sherry que nunca falta en el club me dio la pieza que me faltaba.-


-Me sentí tan emocionado por la clarividencia que salí corriendo con las pistas, que ahora tenían otro significado para mí, para contárselo todo a mi prometida. Aún me cuesta creer mi inmensa fortuna. La explosión me sorprendió cuando ya había salido de la habitación y lo que ustedes ven son las secuelas del ataque de la puerta, que salió disparada con una fuerza demoníaca. Lo próximo que recuerdo es despertar en un coche camino a la estación de ferrocarril.-


El enamorado señor Morgan se giró y sonrió a su prometida mientras le tendía la mano para que se acercara. -Mi amada Helen me encontró inconsciente en el pasillo y, venciendo al impulso de pedir ayuda y llevarme a un hospital, consiguió arrastrarme por una salida de incendios y sobornó a un joven italiano para que nos sacara discretamente de allí. Ella misma se encargó de mis heridas. Eso probablemente nos salvó la vida a ambos, pues no tengo duda alguna de que los asesinos aún se encontraban al acecho.-


Miradas de aprobación y admiración se dirigieron a la señorita Sullivan quien agachó la cabeza ruborizada, como correspondía a una dama de su posición. -Sin duda alguna, el miedo a perderle a usted sacó a flote una fuerza y una determinación que la señorita desconocía que poseía. Es usted muy afortunado, señor Morgan- Sentenció el General Lee. -Pero díganos: ¿Qué fue lo que descubrió?-


-Mmm... Creo que lo mejor es que me acompañen al hall de entrada.- Con calma, los socios del club se dirigieron a la entrada sin dejar de escuchar a su interlocutor -Es curioso cómo a veces los detalles más ínfimos son los que te dan la clave para desvelar enormes misterios. Como ustedes sabrán, soy un gran aficionado a la historia y a la mitología. Una de las cuatro piezas de las que se componía el escudo de las tumba romana me recordaba a otra que había visto alguna vez. Señores, ¿Alguien sabe decirme donde están las bodegas donde se produce este magnífico vino con las que el club parece tener algún tipo de relación, vistas las provisiones que de él tenemos?-


-El Sherry o Jerez proviene obviamente de la provincia de Cádiz, en la exótica España. Un lugar con un espléndido clima, por cierto.- Contestó raudo Sir Stone, un caballero adinerado de grandes y velludas orejas y conocida afición por las mujeres sureñas. -Desconozco, sin embargo, si alguno de los socios tiene intereses en las bodegas. ¡Quizás sean del mismo Allan Watch!- Su broma, aplaudida por muchos, tuvo una gran aceptación.


Andrew sonrió enigmático y continuó. -¡Correcto! Y tal vez sepan que la provincia de Cádiz fue colonizada por los fenicios hace miles de años y que consideraban aquel lugar como uno de los más recónditos del mundo. Más allá se extendía el gran océano que conducía al fin. Yo, desde luego, si tuviera que esconder algo tan grande como una biblioteca, lo haría en el sitio más lejano posible.-


-¿Adonde quiere usted llegar?- Preguntó el señor Wilkinson, un diminuto empresario, dueño de una fundidora, que se había enriquecido con la construcción de piezas de máquinas de vapor. –Mire nuestro Hall de entrada, ¿Qué es lo que ve?- Inquirió Andrew. –Pues… Una señorial puerta de noble madera, una mesilla de mármol, nuestro querido emblema y ese horrible león que no se por qué conservamos.- Contestó el empresario.

-¡Exacto!- Exclamó entusiasmado el aventurero. -Nuestro querido emblema: un reloj escoltado por dos magníficas columnas. ¿Qué me dirían ustedes si les cuento que, según la leyenda, el dios fenicio Melkart fundó la ciudad de Cádiz tras abrir el Estrecho de Gibraltar con su portentosa fuerza para comunicar las aguas del mar Mediterráneo con las del océano Atlántico?-


-¿Y eso, qué tiene que ver?- Protestó el señor Wilkinson.


-Pues que por esa hazaña, que posteriormente se le atribuyera al Heracles griego y más tarde aún al Hércules romano, es la causante de que el escudo de la ciudad sea el propio semidiós, cuyo símbolo era el león, escoltado por dos enormes columnas, Calpe y Abila, que representan los dos continentes que separó: Europa y África. Y precisamente- prosiguió entusiasmado Andrew –el símbolo del león, que no el héroe romano, entre dos columnas formaba parte del escudo que hallamos en las catacumbas de la capital italiana ¡Pero le doy la razón! ¡Ese león disecado es horrible! Evans, ¿Sería usted tan amable de descolgarlo? Me temo que yo no me encuentro en condiciones en este momento- El mayordomo, sin mediar palabra, salió a buscar una escalera.

Andrew dio la espalda al fiero animal y dirigiéndose al condecorado militar preguntó -General Lee, usted conocía bien a Sir Bagman ¿Le recuerda alguna vez llevando bastón?- El General contestó de inmediato. -No, nunca. Era un hombre orgulloso que no quería aceptar el paso de los años.-

-Eso pensaba yo.- Corroboró Andrew. -¿Para qué entonces llevar este bastón sino para ocultar estos antiquísimos y valiosísimos manuscritos que resultan ser fragmentos de una copia del diario de cierto centurión romano cuya misión era proteger una biblioteca oculta en algún lugar de la costa de la provincia Baética, región sur de Hispania.- El aventurero mostró un canutillo que mantenía oculto en su cabestrillo y lo dejó sobre la mesilla de la entrada a disposición de todos. Sin embargo, nadie vio pertinente comprobar su contenido, hipnotizados por las palabras del joven que continuaba hablando. -Aunque faltan algunas páginas, parece que en su lecho de muerte hizo jurar a sus hombres más fieles que continuarían su misión de guardar y proteger el secreto de la localización de dicha biblioteca, adoptando el símbolo del reloj de arena para representar la inmortalidad del conocimiento y que su juramente vencería al tiempo, pasando de generación en generación. El reloj de arena es otro de los símbolos que formaban el escudo de armas de la tumba que encontramos en Roma.-


-¿Y con eso considera que demuestra algo? ¡Ese diario bien podría ser una falsificación!- El acusador no era otro que Sir Edward. Su bigote hinchado delataba su inmenso nerviosismo. No solo temía perder la apuesta, sino también que su artimaña fuera descubierta. En ese momento regresó Evans Moore, junto con un ayudante, con la escalera y procedió a descolgar el león, desviando la atención de todos y evitando que la confrontación llegara a mayores.

-Por supuesto que no contaba con que fuera usted comprensivo, Sir Edward. Pero me dispongo a demostrar no solo que la biblioteca existe sino que este club y su enigmático fundador están estrechamente relacionados con ella ¿Ven este reloj?- El señor Morgan sacó de su bolsillo un pequeño reloj de plata roto y aplastado. -Estaba entre las pertenencias de Sir Bagman. Probablemente tenía un mecanismo para abrirse, sospecho que marcando las 08:30, que yo no supe descubrir. Sin embargo, como dice la vox populi “No hay mal que por bien no venga” y el duro impacto que sufrí con la explosión rompió el reloj y abrió dicho mecanismo. En su interior hallé, ya camino de Inglaterra, esta pequeña llave.-


Algunos de los presentes no pudieron contener una exclamación de sorpresa. -Pero… ¿Una llave? ¿Para abrir qué?- Preguntó confuso el señor Rickson. –Para abrir eso.- Justo en ese momento Evans Moore acaba de descubrir lo que Andrew señalaba con su brazo sano. El felino disecado había estado ocultando todos estos años una caja de caudales. -¡Por el sombrero de Napoleón!- Exclamó el General Lee. -¿A qué diantres está esperando? ¡Ábralo de una vez!-

-Querida Helen- dijo Andrew mientras le tendía a su prometida la pequeña llave dedicándole una intensa mirada cargada de amor y complicidad. -¿Quieres hacer los honores?-


La tensión era tal que se podían ver gotas de sudor humedeciendo los cuellos de las blancas y elegantes camisas de la más delicada de las sedas. El general Lee apenas podía mantener la compostura y el señor Wilkinson se frotaba nerviosamente su prominente frente. Incluso la habitualmente imperturbable ama de llaves Katherine J. Andrews estiraba el cuello tratando de ver qué iban a encontrar en aquella caja de seguridad que había permanecido oculta a la vista de todos durante casi treinta años.

Exactamente a las 17:52 de 1870, la por entonces señorita Sullivan abrió la caja fuerte oculta tras el león disecado que presidía la entrada al Club O’clock de la Calle Pall Mall, en pleno corazón de Londres. En su interior se hallaron un libro y una nota. El libro era antiquísimo y resultó ser el segundo tomo de la “Babiloniaka” del sacerdote babilónico Beroso del que solo se conservaban citas de historiadores, pues había sido destruido para siempre junto con la biblioteca de Alejandría. O al menos, eso se había creído hasta entonces. La nota, escrita con una elegante caligrafía decía simplemente:


“Enhorabuena, estaremos en contacto.

Sir Allan Watch.

PD: No pierdan el bastón.”


Este es el famoso relato de la apuesta entre el señor Morgan y Sir Edward, quien nunca pagó su libra porque desapareció sin ser visto mientras se abría la caja fuerte... Y sin saber que él no había tenido nada que ver con el atentado en Roma. Al menos así es cómo me lo contaron a mí, ya que yo aún no había pasado a formar parte de tan increíble aventura en la que sorteamos mil peligros, vimos maravillas jamás imaginadas, conocimos a emblemáticos personajes, frustramos los planes de una organización secreta que pretendía cambiar el curso de la historia y descubrimos por fin el secreto del enigmático Sir Allan Watch. Pero, como suele decirse, eso es otra historia.

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