Al abrir la puerta, un torrente salió disparado del interior. Los envolvió a todos durante unos segundos; arrastrándolos con la suficiente fuerza como para dejar a cada uno de ellos en un extremo distinto de la gruta. Superada la sorpresa inicial y frotándose los ojos, el primero en reaccionar fue Luis.
- ¿Estáis… - intercaló varios escupitajos - ¿Estáis bien?
- Pero, pero… - Paula trataba de secarse la blusa - ¡Esto no es agua!
- Es pintura. – Gregorio rebuscaba torpemente sus gafas, empapado como todos los demás. – Pintura blanca.
- ¡Mirad! – sin importarle estar calada hasta los huesos, María fue donde yacía el cuerpo inerte de Marcos. La corriente lo había arrastrado fuera de la habitación.
- Déjame ver… - Luis corrió hasta ponerse a su altura. Ayudado por Paula, Gregorio caminó chapoteando hasta donde estaba el cuerpo de su amigo.
- ¿Cómo… cómo está…? – Paula lo preguntó con un tono que, por un brevísimo instante, hizo sentir celos a Luis. Éste la miró durante un segundo. En ese tiempo que tardó en responder, Marcos abrió los ojos súbitamente y pegó una brusca bocanada de oxígeno. María, Paula y Gregorio no pudieron evitar lanzar un grito mientras que Luis consiguió mantener cierta compostura lanzando un rotundo “joder”.
- Mar… ¿Marcos? – Paula se acercó a él y le tomó la mano. Él la miró y luego, miró a Luis. Una sonrisa se dibujó en sus labios en aquel momento.
- “Grande”…
Y volvió a perder el conocimiento.
- ¡Marcos!
- Tranquila, Paula… - Luis comprobaba sus constantes vitales – Está bien, está estable…
- Creo que deberíamos empezar a movernos. – Gregorio trataba de limpiar sus gafas, en un gesto que siempre repetía cuando estaba nervioso.- A fin de cuentas, los monjes aun podrían…
- No lo creo. – María se colocó frente a él, sonriendo con una picardía que, de repente, a Gregorio se le antojaba preciosa. – Mira.
La que, pese a los años, nunca había dejado de ser la más pequeña de los Goonboys, señaló el hueco que había en el techo de la gruta. Era el mismo por el que habían caído.
- Pero entonces, eso significa… - Paula sonreía mientras Luis hacia gala de esa mirada tan divertida de asombro que ponía cuando los engranajes de su cabeza hacían horas extra.
- Que hemos vuelto a nuestro tiempo, ¿no?
- Mucho más que eso, “Grande”… - esta vez fue Gregorio quien miró a María con la satisfacción de quien está más cerca de resolver un misterio. – Mira.
María volvió la vista a la pared donde estaba la compuerta de la habitación blanca y abrió la boca de puro asombro. Paula y Luis dudaron por un segundo y volvieron la vista a su vez. Su reacción fue idéntica. Puro estupor. En lugar de la puerta que había dado a esa habitación imposible, había ahora un lienzo. O lo que quedaba de él. Si alguna vez hubo algo pintado en su superficie, ahora era poco menos que un vestigio, pues la pintura se había estropeado, derramada por todo el suelo de la gruta.
- Pistonudo… - consiguió articular un anonadado Luis.
Y, por un instante, sus tres amigos sintieron algo más allá del asombro que toda esa mágica aventura les había hecho sentir hasta ahora.
A fin de cuentas, hacía más de veinte años que ninguno de ellos había escuchado aquella muletilla de labios de “Grande”.
- Gracias, guapa… – Marcos miró a Paula mientras aceptaba la taza de caldo caliente que le tendía Paula. Ella no respondió y se limitó a desviar la mirada de forma rápida. Volvió a sentarse junto a Luis, en el sofá que tenían en frente. Marcos sintió el silencio incómodo y reaccionó rápido. – Así que… - sopló sobre la taza humeante - ¿los pintores han vuelto?
Su voz resonaba con eco en el salón desnudo de la que había sido la casona de los abuelos de Gregorio. Hacía menos de una hora que habían vuelto y apenas unos diez minutos que Marcos había despertado. Gregorio, por segundos, se daba cuenta de que la magia de todo lo que habían vivido juntos corría el riesgo de desvanecerse. Carraspeó, dispuesto a hablar. Ni siquiera tenía pensada una respuesta a la pregunta de Marcos. Tan sólo quería decir algo – lo que fuese – con tal de prolongar un poco más esa sensación.
La sensación de que los Goonboys habían vuelto.
- Bueno…
- Esto…
Gregorio miró a María y ésta le devolvió la mirada, ambos entre divertidos y un poco avergonzados. Luis soltó una falsa tos que sonó a “tortolitos” y Paula, aun riéndose, le propinó un cariñoso codazo. Marcos los miró y sintió una punzada de añoranza. Pensó que el chiste que había hecho “Grande” era el que hubiera hecho él hace un millón de años.
- Creo… - Gregorio retomó la compostura como pudo.- Creo que es posible que nos enfrentemos a una nueva saga de pintores.
- Pensaba que acabamos con el último… - Luis entornó la vista tratando de ordenar sus recuerdos. - ¿Cuándo fue…?
- ¿Fue en aquellas navidades en las que nevó ceniza?
- No. – Paula volvió a saborear ese peculiar placer de ser la que tenía razón. A memoria no la ganaba nadie. – Eso fue el Fantasma del Deshollinador, ¿recordáis?
Todos sonrieron al recordar aquella aventura, que había permanecido en sus cabezas adormilado hasta ese instante.
- Es verdad… - Gregorio miraba a Paula con una mezcla de admiración y añoranza. – El último pintor del Nuevo Siglo fue…
- Esteban Deveraux. – las palabras habían salido de los labios de Marcos de una forma natural, automática. – Quizá por eso su voz me sonaba tan familiar…
- ¡Ostras, si! - Luis estaba asombrado de cómo, poco a poco, iban recordándolo todo. - ¡Fue durante aquella excursión de fin de curso! ¿Os acordáis?
Los ojos de Gregorio se iluminaron súbitamente. María lo miró y supo que había dado con algo grande.
- No sólo eso, amigos. – Gregorio los miró a todos, uno por uno, hasta acabar en María. -¿Recordáis lo que nos trajimos como souvenir?
Durante unos instantes, los recuerdos se hicieron de rogar. Todos acabarían por llegar a su misma conclusión pero fue María la que comenzó a dar saltitos de emoción, abrazando incluso al propio Gregorio.
- ¡Es verdad! – Paula se sorprendió de no haber sido ella la que cayese en la cuenta. - ¡Sus diarios!
- Deben estar arriba. Voy a buscarlos… - Gregorio dio un par de zancadas en dirección a las escaleras de la buhardilla. – Quizá nos indiquen donde empezar a buscar…
En ese momento, algo rompió la magia. Algo electrónico. Frío. Real.
Una marcha nupcial de ocho bits comenzó a sonar en el vibrante bolsillo de Marcos. Éste, sobresaltado, rebuscó en él y sacó su móvil, leyendo la pantalla luminosa y parpadeante. Gregorio, como el resto de sus amigos, sabían que aquella llamada era algo más que la prometida de Marcos preguntándole dónde demonios se había metido. Era el mundo real llamándoles a todos de vuelta. Marcos abrió el móvil…
… tan sólo para volverlo a cerrar.
Sus amigos apenas podían creer lo que acababa de hacer. Sonriendo con una picardía recién recuperada, Marcos miró a Gregorio.
- Y bien, Gregor… ¿a qué esperas para bajarnos esos polvorientos cuadernos? ¡Este misterio no va a resolverse solo!
A medio camino de la buhardilla, desde las escaleras, Gregorio se detuvo para mirar a sus amigos, permitiéndose un instante de pura felicidad.
Quizá por eso, pasados tantos - tantísimos años - fue ése y no otro el último de los cuadros que pintó.
Al otro lado de la pintura, en el pasado, Gregorio volvía a subir la escalera camino a la buhardilla. El anciano que contemplaba la pintura, desde el futuro, sabía que acabaría encontrando los diarios de Deveraux. Concretamente en la tercera caja de la pila del fondo. Sabía que, tras un par de días de indagaciones, conseguirían encontrar a la hija ilegítima del que ellos habían creído el último de los pintores del Nuevo Siglo. Descubrirían que la chica, en efecto, había heredado ciertas dotes de su padre. Pero no sólo desvelarían que ella era inocente de todo lo concerniente al secuestro de Marcos: además, Nina - que así se llamaba la hija de Deveraux - sería la primera incorporación a la renovada plantilla de los Goonboys. A esa aventura en la que la ayudaron a escapar de unos traficantes con los que se había involucrado, la seguirían muchas otras. El caso de las piedras flotantes. La campana de silencio que cubrió durante seis días y seis noches la pequeña localidad de San Benedicto. Los inquietantes “ladrones de sueños” a los que tuvieron que enfrentarse en un plano onírico, más allá de la propia realidad.
Todos y cada uno de esos episodios tenía un cuadro dedicado. Los últimos años los había dedicado íntegramente a eso. A pintar. El anciano se dejó caer pesadamente en el sofá que, como un triste trono, coronaba aquella buhardilla, atestada como nunca de recuerdos… pero tan acogedora como el mausoleo en el que se había convertido.
El anciano contempló, agonizante, los cuadros de todas las aventuras que los Goonboys habían vivido juntos. ¡Qué grandes aventuras! ¡Y no sólo las suyas! Cuando quisieron darse cuenta, eran sus propios hijos quienes andaban resolviendo misterios y enfrentándose a fuerzas del mal. Fueron tiempos increíbles: la vieja guardia y la nueva generación, resolviendo misterios. Codo con codo.
La mueca plácida y feliz del anciano se truncó cuando posó la mirada en uno de los últimos lienzos. Era el que mostraba a un Marcos ya adulto, encerrado en la habitación blanca.
Aquel misterio le había obsesionado, perseguido a lo largo de los años. Siguió rondando su cabeza mientras sus propios compañeros Goonboys envejecían. Fueron muriendo, uno tras otro, y él seguía sin encontrar respuesta al enigma. ¿Quién había urdido aquel plan? Siguió investigando mientras eran los hijos de los Goonboys los que comenzaban a pintar canas. Para entonces, el anciano ya llevaba décadas encerrado en aquella buhardilla, ajeno al resto del mundo. Había leído los diarios de Deveraux tantas veces que era capaz de recitarlo de principio a fin. Había incluso aprendido a pintar por su cuenta y riesgo, desentrañando por sí mismo algunos de los arcanos secretos de aquella esotérica sociedad secretas de artistas malditos.
Y seguían pasando los años. Y seguía sin encontrar la respuesta. Y seguía sin morir.
Y así, un día como cualquier otro, el anciano finalmente lo entendió.
Sólo había una respuesta posible para el enigma. Una respuesta terrible, lógica y que durante mucho tiempo había estado ante sus ojos. En cada uno de los lienzos que, de forma totalmente autodidacta, había aprendido a pintar.
Según lo que había leído en los diarios de Deveraux, no era el primer pintor del Nuevo Siglo que mataba a su maestro para recibir “el don”.
Claro que en toda su historia, aquella sociedad secreta de pintores jamás habían contado con un autodidacta…
… hasta aquel momento.
Unas palomas revolotearon entre las fantasmagóricas vías de luz que apenas si dejaba pasar el único ventanuco de la buhardilla. Una punzada de dolor dejó claro al anciano que el veneno había entrado en su última fase. Por supuesto, la magia de los cuadros había empezando a funcionar desde el momento en que aquella dosis mortal de veneno había entrado en su organismo. Había experimentado los primeros efectos cuando, apenas una hora antes, secuestró a Marcos en aquel callejón, justo detrás del local donde celebraba su despedida de soltero. En aquel momento sólo había sido un poco de sangre en la nariz.
Ahora siente que está a punto de dar el último paso. Siente el miedo. La duda. Sus ojos pasean por la ingente cantidad de lienzos que decoran las paredes de la buhardilla.
¿Y si todo eso no es más que el producto de su enferma imaginación? ¿Y si sólo es un triste anciano con demencia senil; que lleva demasiados años solo, encerrado en aquella buhardilla?
¿Y si la única magia de la pintura… es la que lo ha hecho enloquecer?
Entonces escucha las voces. Vienen del último cuadro, el que tiene aun la pintura fresca.
María y Paula enzarzadas en una discusión mientras, de vez en cuando, Marcos intercede para hacerlas enfadar más aún. Luego llega Luis y trata de poner un poco de paz… cosa que aprovecha de nuevo Marcos para provocarle.
Y un joven -y a la vez adulto y a la vez anciano- Gregorio los mira desde el presente y las escaleras; desde el futuro y postrado agonizante en aquel sofá.
Sabe que eso es real.
Y, cerrando los ojos, emprende la última aventura.