Se cumplía el octavo ciclo lunar desde el comienzo de la temporada de lluvias. Como cada año, miles de viajeros de todo el continente llegaban para honrar al Culto del Lago Cielo. Los Caelanos, como eran conocidos, se habían granjeado la confianza de gentes de todo credo y condición. Su popularidad se debía en gran parte a que fueron los fundadores de este culto quienes consiguieron apaciguar las iras de la diosa Sirina, Titán del Río Cielo. Desde entonces – el Culto consiguió abrirse paso y captar adeptos en familias de muy distintos reinos. No era extraño encontrar a consejeros Caelanos en cortes Lunares o asistiendo con sabiduría a señores de la guerra Norteños. Su objetivo, sin embargo, era siempre la paz. Gracias a su condición como pacificadores, cada año se celebraba el conocido “Caelarum”: el culto abría únicamente entonces sus puertas a los visitantes, quienes tomaban la ciudad que rodeaba el hermoso palacio de Trishanta, el auténtico centro neurálgico de la organización.
Con los primeros rayos de sol, las murallas de la ciudad se abrieron y comenzó el trasiego de la aduana. La mayor parte de los viajeros realizaban su peregrinaje por tierra. Pero unos pocos, los más ricos, tomaban la ruta fluvial. Ambos, por supuesto, tenían que pasar sin excepción por unos férreos controles. Desde el puesto de observación del acceso del río, uno de los vigías comenzó a golpear la plancha de metal que servía como alarma. Varios hombres salieron de las dependencias del puerto y miraron en dirección al punto al que señalaba el vigía. En la distancia podía apreciarse la silueta de un elegante pecio. Una frondosa columna de humo se alzaba en el aire. Se fletaron dos barcas para interceptar la nave siniestrada. Apenas se encontraban a diez metros de ella cuando, entre las llamas que cubrían la proa, las dotaciones de ambas barcas se vieron sorprendidas por un ataque procedente del interior del barco. Los guardias estaban listos para tomar sus arcos y ballestas cuando se percataron de que lo que se les estaba arrojando no era ninguna clase de proyectil. O al menos, no en el sentido tradicional de la palabra. Tardaron menos de un segundo en percatarse de que lo que arrojaban eran cuerpos. A todas luces eran humanos, cubiertos de arriba abajo con ropas de color gris, ocultando sus rostros con máscaras de cáñamo tallado para representar el rostro de alguna clase de demonio.
-¡¿Queréis que os lo diga más claro, ratas de mal puerto?! – la voz atronadora del antiguo titán pirata retumbó por encima del crepitar de las llamas y del chocar de los aceros. Con una carcajada y un asaltante en cada mano, Tae los arrojó por la borda como había hecho con los otros cuatro. - ¡¡Fuera de mi barco!!
Desde el exterior, la guardia mercenaria contratada por los Caelanos no podían ver cuanto acontecía dentro del barco: pese a brillar el sol en el cielo, el humo impedía ver nada más que sombras y el sonido de la pelea. La puerta del castillo de popa se abrió de golpe, dejando salir a un visiblemente agotado Raudo, quien había olvidado el aspecto más físico de las peripecias pasadas. Sus elegantes ropas estaban visiblemente chamuscadas y mientras aferraba bajo el brazo izquierdo un cofre de madera, mantenía a raya a dos de sus asaltantes con lo que antaño había sido la tapadera de un barril.
-¡¿Queréis que os lo diga más claro, ratas de mal puerto?! – la voz atronadora del antiguo titán pirata retumbó por encima del crepitar de las llamas y del chocar de los aceros. Con una carcajada y un asaltante en cada mano, Tae los arrojó por la borda como había hecho con los otros cuatro. - ¡¡Fuera de mi barco!!
Desde el exterior, la guardia mercenaria contratada por los Caelanos no podían ver cuanto acontecía dentro del barco: pese a brillar el sol en el cielo, el humo impedía ver nada más que sombras y el sonido de la pelea. La puerta del castillo de popa se abrió de golpe, dejando salir a un visiblemente agotado Raudo, quien había olvidado el aspecto más físico de las peripecias pasadas. Sus elegantes ropas estaban visiblemente chamuscadas y mientras aferraba bajo el brazo izquierdo un cofre de madera, mantenía a raya a dos de sus asaltantes con lo que antaño había sido la tapadera de un barril.
- ¡¡Tae!! ¡Hay que salir de aquí!
- ¿¡Y Awender?! – Tae golpeó con fuerza la cabeza de uno de sus asaltantes, que cayó fulminado.
- ¡No hay tiempo! – y sin pensarlo dos veces, Raudo saltó al agua, abrazado a aquel cofre al que protegía como si valiese más que su propia vida.
El castillo de popa comenzaba a derrumbarse al tiempo que las maderas que lo sostenían a flote eran consumidas por el pavoroso incendio. Mientras varios de los guardias ayudaban a Raudo a salir del agua, el resto del pecio comenzó a zozobrar para, en apenas unos minutos, sumergirse por completo.
- ¿Qué…? – Quien comandaba aquel pelotón de guardias era un chico joven, con marcado acento lunar: posiblemente el hijo de una buena familia que había pagado bien para darle un destino plácido y fuera de riesgos como era Lago Cielo. Raudo “leyó” todo aquello con un simple vistazo a sus ropas, sus facciones y su lenguaje no verbal. - ¿Quiénes sois? ¿Y qué os ha pasado?
- Nos… - Raudo exageró su falta de aliento, aunque lo cierto es que no tuvo que forzarlo demasiado – Nos emboscaron en los afluentes de Cormyria… - varias toses añadieron dramatismo a su relato. Debieron entrar escondidos… entre los barriles de agua… cuando repostamos en Cörm.
- Señor… - uno de los guardias mostró al joven cabecilla lunar el tatuaje en forma de Garra Roja que llevaba uno de los enmascarados atacantes en el cuello.
- Garras Rojas… - contempló con desprecio la marca. – Escoria semiorca. Suelen conformarse con asaltar caravanas aisladas en tierra. - el joven lunar miró a Raudo – Habéis tenido suerte, señor, de salir con vida.
- Eso díselo al amigo que acaba de hundirse con su barco… - sus ojos estaban fijos en la espuma y las burbujas que brotaban a la superficie allá donde, segundos atrás, había habido una embarcación en llamas. “Esto no era parte del plan, malditos sean los Dioses” pensó el bueno de Raudo.
Entonces, sin previo aviso, un gran arcón de madera surgió de las profundidades. Brotó al exterior junto a dos o tres barriles y algún que otro paquete que llevaba la siniestrada nave en el vientre de carga. Aferrado al arcón para mantenerse a flote, Tae escupía tragos enteros de agua. Pese a su titánica complexión, había tenido que abrirse camino hasta la superficie en continuo forcejeo con los últimos de los Garras Rojas.
Una vez en tierra, arropados por las mantas y al calor de una pequeña hoguera que había ante el puesto de jefe de guardias, Tae y Raudo aguardaban a que Shäelor, el joven lunar al mando de aquel destacamento, terminase de verificar la autenticidad de los papeles de viaje que ambos extranjeros traían consigo.
- Espero que tus contactos diplomáticos no nos fallen, viejo amigo… - susurró el fornido pirata.
- No es eso lo que me preocupa – de forma casi imperceptible al ojo humano, en un perfecto truco de prestidigitación, Raudo hizo aparecer un pequeño pedazo de papel entre sus dedos – Mira lo que robé del bolsillo de uno de esos Garras Rojas.
Discretamente, Tae entornó la vista y trató de leer aquel puñado de pequeñas líneas escritas en lengua negra.
- Lo siento, viejo amigo… - devolvió el papel a Raudo – Pero lo único que recuerdo de la lengua negra es “¿Cuánto?”, “Muere” y “Si tengo que seguir viendo tu fea cara, prefiero que vomites en mi boca”.
- Dice “Objetivos rumbo a Thrishanta. No deben llegar con vida. La mitad del pago a la entrega de sus cabezas.” – de nuevo, Raudo hizo desaparecer el papel entre los dedos al sentir que ya no están solos.
Shäelor salió de su tienda acompañado de dos de sus hombres. Entregó unos papeles a Raudo, quien no se había separado ni un segundo de aquel cofre que portaba bajo el brazo.
- Todo en regla, mi señor. – inclinó de forma cortés su cabeza – Lamento su accidentada llegada a esta tierra de paz.
- No se preocupe, capitán. – le dedicó su mejor sonrisa de embaucador – Pero lo cierto es que estoy ansioso de llegar a una buena posada, tomar un buen baño y poder cambiarme de ropas.
- Me temo, señor, que debo inspeccionar su carga… - y señaló el cofre.
- Ah, esto… - Raudo le miró con una mezcla de inocencia y desdén – Es sólo un presente para la sacerdotisa. Quisiéramos poder entregárselo en persona…
- No va a ser posible, señor.
- ¿En serio? Tenía entendido…
Antes de poder terminar la frase, el cofre le fue arrebatado de las manos por el propio capitán.
- Mi buen Shäelor creo que está cometiendo un terrible error… -
Ignorando las palabras de Raudo, el capitán lo entregó a uno de sus soldados, quien abrió el sello que mantenía cerrado el cofre.
- Está cometiendo un terrible error… - Raudo se preparaba para subir el tono de su protesta cuando del interior del cofre el perplejo soldado sacó una elegante túnica de ricos bordados en piedras preciosas. La delicadeza de la tela era incomparable a nada de lo que ninguno de los allí presentes hubiera visto antes. Y por supuesto, era totalmente inofensivo.
- Por favor, dime que no has arriesgado la vida protegiendo ropajes de mujer… - susurró Tae al oído de Raudo, tratando de contener una sonora carcajada.
- Lo siento, señor… - algo avergonzado, Shäelor inclinó su cabeza ante Raudo – Me aseguraré personalmente de que llegue a manos de la sacerdotisa.
- Más le vale. Porque esto…
- ¡Mi señor!
La voz de uno de los soldados de aquel puesto aduanero interrumpió la enérgica y ensayada protesta de Raudo. Éste y Tae se dieron la vuelta, descubriendo que varios de los guardias habían abierto el gran arcón de madera en el que Tae había salido a flote. Los semblantes de todos ellos revelaban una mezcla de sorpresa y temor. Shäelor se acercó y miró al interior del arcón. Dentro, reposaba un cuerpo envuelto en una túnica mortuoria que tan solo dejaban al descubierto el semblante del difunto. Aunque muchos conociesen su fama como asesino, lo cierto es que muy pocos sabían cual era el auténtico aspecto de Awender. Inerte, dentro de aquel arcón su piel lucía el cenizo aspecto de un cuerpo embalsamado. Al igual que sus rasgos faciales, las runas que cubrían la mortaja también eran de origen lunar. Habiendo reconocido el rito que se había practicado al cadáver, Shäelor susurró una breve plegaria y volvió la vista a Raudo y Tae, quienes se habían acercado.
- Lo… Lo siento, mi señor – el joven capitán lunar apenas podía contener la vergüenza – No sabíamos que…
- Ésto, Capitán Shäelor, es un atropello diplomático. – empezó a decir Raudo, en tono de patente amenaza.
- Pero mi señor, ¿cómo íbamos a saber que…
- ¿Qué es el cuerpo sin consagrar del consorte de la Señora de Ain-Thal-Shal? – Raudo caminó en torno al atemorizado capitán como un buitre en torno a su presa - ¿Preguntando, quizá? Pero no. Usted dejó que sus hombres abrieran el arcón. Y ahora, habiendo violado su sagrado aislamiento, tendremos que devolver su cuerpo a su viuda sin que haya recibido la bendición de la sacerdotisa. – Raudo niega con la cabeza de forma dramática – Me temo que esto no va a gustar a la Señora de Ain-Thal-Shal. No, señor…
- ¡Espere, mi señor!
Raudo se dio la vuelta y reconoció la mirada en los ojos desesperados de aquel joven capitán. Era esa mirada que tantas veces Raudo había conseguido poner en cientos de influyentes personas por toda Glorantha a lo largo de los años. Y lo que justo después dijo el joven capitán Shäelor sonó a victoria en oídos de Raudo.
- Seguro que podemos llegar a un acuerdo…
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