viernes, 15 de febrero de 2013

La Venganza De Un Buen Hombre - Primera Parte



Apareció de la nada, como todos los demás de la reunión. Afuera, la lluvia azotaba sin piedad los coches que se alineaban en el parking del centro cívico. Dentro las goteras llenaban algunos cazos y barreños que, repartidos por toda la galería, servían como banda sonora al drama y las tragedias confesadas en voz alta. Como los demás, aquel hombre tenía unos cuarenta y pocos. Como los demás, llevaba una pegatina en el pecho con un nombre de pila que, con toda seguridad, sería falso.

“Bob” – o al menos así lo bautizaba su pegatina – vestía sudadera de color negro, pantalones vaqueros y calzado deportivo muy gastado. Tenía la cabeza afeitada y su complexión era atlética, más fuerte que los demás. Algunos lo miraban, sentados en sus sillas plegables, preguntándose en silencio cómo lo hacía. Cómo cóño podía mantener esa figura con un cáncer corroyendo sus entrañas.

“Bob” permaneció en silencio, atendiendo cada una de las tristes historias que desfilaron durante la hora siguiente. El padre Ferris – un joven sacerdote recién salido del seminario – trataba de animar a los participantes, pidiendo aplausos entre intervenciones. “Bob” no aplaudía, limitándose a mordisquear un palillo con el que jugueteaba entre los labios. Escuchó impasible cómo “Ralph” había tenido que vender su casa para poder afrontar los primeros pagos de la quimioterapia. Ahora, su mujer, sus dos hijos y él dormían apiñados en el desván de su cuñado. Luego llegó el turno de “Adam”, a quien habían echado de su oficina al poco de descubrir su cáncer. Todas aquellas promesas de incentivos y cobertura médica ilimitada que la empresa le había hecho se esfumaron por un más que oportuno tecnicismo legal. Había dedicado diez años de su vida a esa empresa y no tardaron ni diez minutos en echarlo a la calle. El caso de “Tom” fue parecido... aunque en su caso fue toda la factoría la que había cerrado sus puertas para llevarla a un país donde no hubiese impedimento legal a la hora de contratar mano de obra infantil. La trasladaron después de haber estado en el pueblo casi cuarenta años, contaminando el aire y el agua... siendo posible cómplice del tumor que había condenado a “Tom” a morir en menos de un año.

“Bob” escuchó. Y escuchó. Y siguió mordisqueando su palillo hasta que éste cedió entre sus dientes. Entonces escupió a un lado, colando los diminutos fragmentos en una de las cazuelas que acumulaban agua de lluvia.

- Muy bien, “Tom”. Un aplauso para “Tom” – el eco de las palmas resonó con tristeza – Veo mucho valor reunido hoy aquí, si señor. – se escucharon las toses agónicas de “Ralph” – Aunque también veo que hay una nueva incorporación... – El padre Ferris se ajustó sus gafas de montura metálica para leer su etiqueta – “Bob”, ¿verdad? Cuéntanos, Bob... ¿cuál es tu histo...?
Cállate.

El padre Ferris no hubiera podido continuar la frase ni aunque le hubiese ido la vida en ello. El tono de voz de “Bob” era firme, autoritario. Como el de un general. Se puso de pié, eclipsando con su tamaño la escuálida figura del seminarista.

- A ellos no les interesa escuchar mi historia. – sus ojos azules pasaban de “Ralph” a “Adam”. De “Adam” a “Tom”. – Cuando un hombre sabe que va a morir con una certeza como la nuestra... – volvió a mirar al padre Ferris. – Siempre hay tíos como tú, para consolarlos. Para adormecerlos…

El seminarista tartamudeó algo parecido a una respuesta pero para entonces, “Bob” ya tenía la atención de todos los presentes.

- ¿Sabéis cuanto dinero mueve la industria de la quimioterapia? ¿O la de los demás tratamientos paliativos? - En su tono de voz había algo más que autoridad. Había una comprensión mutua. – Es muy rentable tener a los moribundos así, que sigan vivos cuanto más tiempo, mejor… - Ni “Ralph” ni “Adam” ni “Tom” le habían visto en su vida, pero podrían haber jurado sobre la biblia que “Bob” sabía lo que era estar desesperado.

Entonces, “Bob” sacó una pistola. Una calibre cuarenta y cinco. La había llevado todo ese tiempo oculta bajo la sudadera.

- Esto es intolerable... – el padre Ferris se incorporó – “Bob”, voy a tener que pedirte que...

Ocurrió tan rápido que, para cuando se dieron cuenta, la sangre salpicaba ya las prendas de todos los presentes. Los gritos del padre Ferris resonaban en la galería mientras se aferraba la rodilla. No volvería a caminar con normalidad en lo que le quedaba de vida.

- ¿Sabéis por qué ponen a tíos como él a dar charlas como estas?. – aunque todos se habían levantado de sus sillas, sólo “Adam” hizo el gesto de intentar salir de allí. “Bob” lo fulminó con la mirada. – Porque les acojona. Les acojona lo que un tío como vosotros puede llegar a hacer.
- Mi rodilla, joder… - la sangre manaba a chorros de la rodilla inútil del padre Ferris. Pero ninguno de los presentes movería un dedo por ayudarle. No. Había algo en las palabras de “Bob” que resultaba casi hipnótico.
- No ha sido culpa de la mala suerte. Ni de Dios. Vais a morir. En un mes, dos meses... - el calibre cuarenta y cinco pasaba de “Adam” a “Tom”, de “Tom” a “Ralph” – Y cuando eso pase, los hijos de puta que os han llevado hasta aquí van a seguir ganando pasta… Los banqueros que se llevaron tu casa, “Ralph” – el cañón del arma pasó a “Adam” – …los directivos de tu empresa… - y, finalmente, la pistola miró a los ojos a “Tom” - … los cabrones que envenenaron tu pueblo.

“Bob” los encañonó en silencio mientras los gemidos de dolor del padre Ferris se alejaban. Había tratado de ponerse en pié, torpemente, intentando alcanzar la salida. Poco antes de que alcanzase la salida, fue “Adam” quien hizo la pregunta.

-  ¿Qué… quieres de nosotros?

“Bob” lo miró y puso de nuevo el arma ante sus narices. Estaba a menos de un centímetro de su cara. A esa distancia, lo mataría en apenas un puñado de segundos. “Adam” se sorprendió al no sentir miedo… sino paz. Lo rápido y fácil que sería todo, pensó, si ese chiflado le volase los sesos en ese preciso instante. No más sesiones de “químio”. No más agonía.

Pero “Bob” sabía que aquello no iba a ser ni rápido ni fácil. Dejó que el arma se deslizase entre sus dedos, ofreciendola por la empuñadura a un atónito “Adam”.

- Estoy reclutando un ejército, “Adam”. – “Bob” miró a los otros dos – Vamos a demostrarle a unos cuantos hijos de puta lo que pueden hacer un puñado de tíos que no le tienen miedo a morir.

viernes, 8 de febrero de 2013

Lian Contra los Dioses - Indice

Lian el Viejo, iba a pagar cara su osadía. No solo había desafiado las claras leyes de los Siete, había desafiado a los cielos y a los Dioses. Y bien es sabido que quién provoca a tales fuerzas no vive para contarlo.
Hasta entonces, en todos sus años de vida Lian jamás había incumplido una ley, siquiera una norma. Jamás había pecado ni perjurado a dios alguno. Era un hombre prudente cuando se trataba de dioses y sus representantes.

Pese a ser un personaje estrámbotico, algo nervioso e inquieto, sus rarezas despertaban más simpatía que rechazo. La razón no era únicamente su avanzada edad, ni sus prolijos y útiles ingenios, ni siquiera que conociera el arte de la lectura y la escritura. Era tan apreciado por la escuela que regentaba en su torre, dónde enseñaba a cualquiera que quisiera acercarse y no únicamente a nobles, como era lo habitual. Muchos chicos de la región habían logrado aprender allí el arte de la escritura, y gracias a eso habían sido seleccionados para ir al Monasterio, dejando atrás la sufrida vida de labranza y hambrunas que les esperaba. 

Así comienza "Lian Contra los Dioses". Puedes leerlo siguiendo nuestro índice:

Lian contra los dioses. Conclusión


Lian andaba silenciosamente por el interior del templo, fuera, se escuchaban los ruidos de destrucción provocados por las máquinas de metal. El hombre sabio cruzaba el pasillo central flanqueado en ambos lados por gigantescas representaciones de los Siete.
A su izquierda se encontraban Alondra, la diosa del campo y la agricultura, que sujetaba una espiga de trigo con su mano derecha;Mosés, el dios del comercio, sujetaba en su mano un saco de monedas;El herrero golpeaba con su gran martillo un yunque y junto al él la diosa fragua. Lian miró a la derecha donde se encontraban las estatuas de Elistes, la diosa del Hogar, Kratas, el dios de la vida y la muerte y Drakas, el dios del mar.

El viejo inventor cruzó la puerta que separaba la entrada del templo con la “sala de los escritos”. Durante cientos de años la palabra y las decisiones que los humanos han tomado en nombre de los dioses se han puesto por escrito y guardado en esta sala. Solo el juez y su escriba, por gracia de los dioses, tienen permiso para cruzar estos umbrales; Satisfacer a los dioses era algo que ya no le importaba al anciano.

Lian deslizaba su mirada por todos y cada uno de los pergaminos. Los primeros escritos databan de hace ciento de años. Fue recorriendo todas las fechas hasta la época que le interesaba, la época de Mecona.

Mecona era una mujer sabia en todas las artes. Durante toda su vida construyó muchos inventos pero los que más éxito tuvieron fueron unas máquinas de metal que ayudaban a la gente en su vida cotidiana. Al principio eran pequeños utensilios, meras herramientas. Pero poco a poco se fueron convirtiendo en máquinas más grandes y complicadas. Muchas de ellas, totalmente autónomas, incluso podían sustituir al hombre en su actividad diaria. Mecona intentó hacer estas máquinas lo más parecido a los hombres, tanto en cuerpo como en espíritu, y les infundió la creencia de la existencia de los dioses.
Las siete grandes casas de gremios vieron el peligro en estas máquinas. La gente dejaba de necesitarlos y su posición privilegiada corría serio peligro. Decidieron entonces deshacerse de estas aberraciones y de su creadora.
Contaron a los ciudadanos que los dioses despreciaban esas máquinas porque no eran hijos suyos y que las castigaba al destierro, más allá del desierto y que esa zona sería llamada desde ese momento la tierra prohibida. Ningún humano debería atravesar esa zona bajo pena de castigo. Toda las creaciones de Mecona fueron destruidas y todos los escritos  fueron quemados. De esta forma el conocimiento de la sabia se perdió en los confines del tiempo.

- ¡Tu! - Anura se encontraba en la puerta que daba acceso a la sala.  - ¡Los Siete te castigarán por este sacrilegio! -

Lian seguía leyendo pausadamente, sin levantar la vista del papiro. - Si los Siete han existido alguna vez, hace mucho que abandonaron este lugar-

Anura tenía los ojos rojos de ira: -¡Blasfemo!, ¡como osas!-.

Lian levantó la cabeza hacía uno de los ventanales de la sala. A través de estas se podía ver la humareda resultado de la destrucción que las grandes criaturas estaban provocando.

-Mira afuera, Anura. ¿Aún crees que los dioses vendrán a ayudaros?. Finalmente, los hijos pródigos han vuelto, conocen toda la verdad, yo se las he revelado, y ahora quieren vengarse de aquellos que les exiliaron hace tanto tiempo.-

-¿Que ganas con esto Lian?-

- Que se sepa la verdad. Durante toda mi vida he buscado la realidad de las cosas, la explicación, sin saber que he vivido en una mentira. Ahora lo sé y tengo la intención de revelarselo a todo el mundo. Cuando los dioses no acudan a la ayuda de los hombres, estos dejarán de creer en los dioses, dejarán de creer en vosotros. Serán libres.-

Anura sonrió por primera vez desde que entró en la habitación. - Muchos son los hombres que han intentado lo mismo que tu durante cientos de años. ¿Acaso te crees especial?.-

El discípulo de Anura entró por la puerta, llevaba un pergamino en la mano. -Aquí lo tenéis señora-.

- Lian, supongo que has oído hablar del Culto de Dalos.- Este negó con la cabeza.

Anura, andaba por la sala. -Hace mucho tiempo un grupo de humanos creyó poder plantar cara a los dioses, como tú. Practicaban la magia negra, podrían crear vida y manipular la materia a su antojo. No fue difícil convencer al pueblo de que estos brujos pecaban contra los dioses y que merecían se perseguidos y ajusticiados en nombre de los Siete. Por suerte , este culto nos dejó grandes conocimientos y herramientas para hacer que los Dioses acudan a la ayuda de los que rezan-.

Anura reía a carcajadas. - Ven conmigo y los verás-

La discipula del Dios herrero abrió una puerta que permitía el acceso a la torre del templo. Lian la seguía preocupado. Desde el balcón se podía ver toda la ciudad, las máquinas, que ya habían destruido las casas de los siete gremios, se reunían en la plaza del mercado. El templo estaba rodeado de campesinos. Tras el ataque habían acudido todos a rezar y pedir ayuda a los Siete para que les librase de esta amenaza. Justo debajo de la torre los acólitos habían preparado una pequeña fogata y cuando Anura asintió con la cabeza echaron un polvo de color rojo a la hoguera.

Lian miraba impasible la escena. La fogata cambió de color. Los tonos anaranjados dieron paso a unas llamas azules de cerca de una decena de metros.

Anura abrió el pergamino y empezó a leer:

-Los Siete han escuchado los ruegos de sus hijos. Estas criaturas, estos demonios, no son hijos suyos, fueron creadas por los humanos, nacidas del odio y la envidia. Ya se les perdonó la vida una vez pero esta vez los dioses han decidido que deben ser destruidas-.

Un nuevo componente que los discípulos echaron en el fuego hizo que este estallara, ante el asombro de todos, y la llama se alargara hasta el cielo. En ese momento el cielo, hasta ahora solo cubierto por el humo, empezó a cubrirse de nubes tan negras como el carbón.

Lian bajó las escaleras y salió del templo. Sabía que nada bueno iba a ocurrir, tenía que avisar a las máquinas.

Los truenos estallaban en el cielo, cada vez más cerca. Las crónicas contarían que eran los gritos de los dioses maldiciendo a las máquinas.

De pronto, y ante el asombro de todos, en lugar de comenzar a caer agua, piedras de fuego empezaron a caer del cielo. Cuando Lian llegó a la ciudad, las piedras ya caían sobre las máquinas que le habían ayudado a conocer la verdad. No pudo hacer para ayudarlas, solo pudo contemplar como las piedras acababan con esas maravillosas criaturas y eso fue lo último que vieron sus viejos ojos.

La ira de los siete duró apenas unos minutos, arrasaron con las maquinas, la ciudad y todo aquél que andaba cerca. Mientras en el templo la gente gritaba de alegría y Anura miraba con satisfacción la obra de los Siete.

- Y cuando Lían y sus máquinas osaron enfrentarse contra los dioses, los siete extendieron su ira sobre estos acabando con su existencia. Palabra de los Siete-. Y todo el pueblo al unisono contestó, - Alabados sean los Siete-.

viernes, 1 de febrero de 2013

Lian contra los Dioses - Tercera Parte


Lian el Viejo iba a pagar muy caro su desafío ante las leyes de los Dioses así como su osadía a la hora de adentrarse en la Zona Prohibida. Pero Lian el Viejo aun tenía que cometer peores sacrilegios si cabe.

Porque mientras Lian el Viejo yacía boca arriba, tendido en la arena, riendo y llorando mientras el conocimiento revelado por Saraswati retumbaba aún en su mente; a muchas lunas de allí, más allá de los límites de la Zona Prohibida que el incansable erudito había osado sortear, los lugareños de la región pronto se dieron cuenta de su ausencia.

Aquella misma mañana, un grupo de jornaleros acudieron en busca de Lian para ver si el viejo sabio podía reparar aquel ingenioso dispositivo con el que habían desviado el curso del río para regar los cultivos. Pensaron que quizá el inquieto Lian había partido de viaje a una región cercana, posiblemente a alguna feria rural en la que poder compartir e intercambiar impresiones con viajeros procedentes de los siete reinos. Lo mismo sucedió con las hilanderas, que acudieron a ver si el viejo Lian podía reparar aquel rocambolesco ingenio con el que las jóvenes se habían acostumbrado ya a coser. Tras ellas estaba el maestro orfebre, quien había encargado a Lian unas nuevas lentes con las que poder trabajar las piezas de plata de las familias nobles. No fue hasta que los pupilos de su escuela de escritura decidieron ignorar todas las advertencias y echar un vistazo al interior de la torre, cuando por fin quedó claro que el viejo Lian se había marchado.

Ni una nota, ni un mensaje. Nada. El propio magistrado, escoltado por un puñado de sus mejores hombres, puso patas arriba el caótico cubil de Lian, tratando con cuidado de no activar ninguno de los cientos de dispositivos a medio construir que plagaban cada rincón de la torre. Varias semanas de intensa búsqueda por los bosques y alrededores no dieron fruto alguno. Una vez se confirmó la extraña desaparición del Viejo Lian, casi tres meses después, la alarma llegó a las más altas instancias del lugar. Y aquella fue la primera vez en mucho tiempo que el cónclave de las Siete Familias se reunió fuera de las fechas sagradas.

Las leyes de los Dioses son claras. Siete Dioses ha habido siempre. Siete Grandes Oficios. Y Siete Grandes Estirpes que, de padres a hijos y de hijos a nietos han transmitido los secretos de cada uno de los siete dones revelados a los hombres por los siete Dioses. Y para asegurar que las leyes se cumplen, se ha creado el Cónclave de las Siete Familias.

El juez – en este caso, jueza – Anura se encontraba de pié mientras representantes locales de cada una de las familias gremiales la miraban desde sus asientos. La propia Anura había sido la representante del Gremio Herrero hasta que las oráculos la seleccionaron al morir el anterior juez, el Gran Monsanrro, del Gremio Agrícola. Anura escuchó con atención las preocupaciones de sus iguales ante los Dioses. A ojos de la implacable jueza, todos ellos habían llegado a depender demasiado de ese viejo chiflado. Sabía bien que entre ellos había otros que también veían con malos ojos esa licencia que se había concedido de forma “extraordinaria” al viejo Lian.

- Os lo advertí – la voz de Anura resonaba en la cámara de reuniones, a muchos metros por debajo de la capilla exterior del Templo de los Siete - ¡Os advertí que no debía permitirse que un solo hombre conociese demasiado de cada uno de los siete oficios!

Por supuesto no tardaron en aparecer los argumentos que gente como Malakhiades, del Gremio Cocina, esgrimían cada vez que surgía el debate en torno al excéntrico y anciano inventor – Jueza Anura, con la benevolencia de los Dioses y la suya propia… debo recordaros que gracias a eso, el Viejo Lian nos ha colmado de artefactos que han hecho más llevadera muchas de nuestras labores…

-  Es cierto – se aventuró a proclamar la más joven de los allí presentes, Lyra, representante del Gremio Sanador. – Probablemente se trate de uno de los viajes que realiza el viejo Lian de tanto en cuanto.
 O puede que haya sido “captado” por nuestros vecinos del sur. – el tono irónico y burlesco del anciano Grävem era adecuado para el Gremio Mercader: él mejor que nadie sabía que las regiones vecinas habían comenzado a notar los beneficios que los artefactos creados por Lian habían tenido sobre las cosechas, productos y, en general, cualquier cosa que exportasen desde allí.
-  O puede que haya ido a la Zona Prohibida.

La voz de Anura dejó en silencio a todos los demás. El temor supersticioso de cualquiera de los lugareños no era nada en comparación con quienes conocían parte de la historia secreta de más allá de los límites. La curiosidad del viejo Lian era bien conocida por todos. ¿Y si Anura tenía razón? ¡No podía negarse que algunos de los allí presentes, amigos personales del propio Lian, le habían escuchado hacer preguntas sobre dicho lugar! Por supuesto, nunca las vio contestadas. Si cualquiera descubría los secretos de los Dioses, podría ser terrible. Si, para colmo, ese alguien era Lian…

Antes de que sus pensamientos pudieran crear un escenario mental reflejando tal posibilidad, todos sintieron el retumbar de la cámara, acompañado del sonido de un trueno lejano. Hilos de piedra y arenisca llovieron sobre los presentes y las antorchas que iluminaban la estancia parpadearon, como si hubiesen sido igualmente sorprendidas por la sacudida.

- Por los Siete Dioses… - la blasfemia estaba justificada y Anura se incorporo, colocándose de nuevo la tiara de delicado marfil negro, símbolo al igual que la túnica oscura de su papel como Jueza. - ¿Qué ha sido eso…?

El sonido de pisadas apresuradas se dejó escuchar en las escaleras que bajaban hasta la cámara. Un grupo de guardias se postraron a los pies de Anura, mientras dos nuevas sacudidas hacían tambalearse incluso las pesadas sillas donde se sentaban los representantes de los Gremios. – Mi señora… - sólo uno de los guardias osó responder: el resto permaneció de rodillas, con la mirada baja – Es… Es…

El joven miembro de la guardia no llegaría a terminar la frase ni a ver el próximo amanecer: una gigantesca roca, esculpida como el rostro de uno de los siete dioses, se precipitó contra el suelo, aplastándolo, cuando una cuarta explosión en el exterior sacudió de nuevo la cámara. En tropel, los nobles abandonaron precipitadamente la cámara, luchando por subir al exterior llegando a extremos poco decorosos. Para cuando vieron la luz del sol, contemplaron el paisaje de la región, tan extenso y majestuoso como sólo podía contemplarse desde lo alto del monte donde se había levantado el Templo. Columnas de humo se alzaban en el horizonte, marcando puntualmente los distintos emplazamientos donde se ubicaban las casonas y mansiones de cada una de las siete familias.

En la distancia, entre el humo y las llamas, podían verse la silueta de gigantescas figuras. De metros y metros de alto, colosales como titanes. El corazón de todos los allí presentes se encogió de temor. Los guardias apretaron sus manos en torno a sus lanzas y arcos, como si eso las dotase de un poder mayor. El rugido mecánico de los engranajes se dejaba sentir incluso a kilómetros de distancia, resonando como un eco de venganza largo tiempo macerada. El escriba personal de la Jueza Anura, un joven de cabeza afeitada y hábito monacal, murmuró una plegaria atemorizado.

- Guarda tu temor, escriba – la tajante voz de Anura interrumpió la oración que algunos guardias habían empezado a entonar junto al joven monje – No son los Dioses quienes han desatado su ira.

Y decía esto último Anura al tiempo que sus pies ponían rumbo a su carruaje. Los demás miembros del consejo la miraron con recelo y con una sombra de inquietud en sus ojos. El propio Grävem fue quien, quizá amparado en su senectud, osó plantear sus dudas.

- Pero, Jueza Anura… ¿Estáis segura…?
- Sabíais tan bien como yo que éste día llegaría. Sabíais que llegaría alguien como él, como el viejo Lian… Y sabéis exactamente lo que debemos hacer ahora. – Anura estaba a punto de desaparecer en el interior de su carruaje. Dedicó una última mirada a sus atemorizados compañeros nobles. – Es hora de despertar a los Dioses.

(continuará)