Apareció de la nada, como todos los demás de la reunión. Afuera, la lluvia azotaba sin piedad los coches que se alineaban en el parking del centro cívico. Dentro las goteras llenaban algunos cazos y barreños que, repartidos por toda la galería, servían como banda sonora al drama y las tragedias confesadas en voz alta. Como los demás, aquel hombre tenía unos cuarenta y pocos. Como los demás, llevaba una pegatina en el pecho con un nombre de pila que, con toda seguridad, sería falso.
“Bob” – o al menos así lo bautizaba su pegatina – vestía sudadera de color negro, pantalones vaqueros y calzado deportivo muy gastado. Tenía la cabeza afeitada y su complexión era atlética, más fuerte que los demás. Algunos lo miraban, sentados en sus sillas plegables, preguntándose en silencio cómo lo hacía. Cómo cóño podía mantener esa figura con un cáncer corroyendo sus entrañas.
“Bob” permaneció en silencio, atendiendo cada una de las tristes historias que desfilaron durante la hora siguiente. El padre Ferris – un joven sacerdote recién salido del seminario – trataba de animar a los participantes, pidiendo aplausos entre intervenciones. “Bob” no aplaudía, limitándose a mordisquear un palillo con el que jugueteaba entre los labios. Escuchó impasible cómo “Ralph” había tenido que vender su casa para poder afrontar los primeros pagos de la quimioterapia. Ahora, su mujer, sus dos hijos y él dormían apiñados en el desván de su cuñado. Luego llegó el turno de “Adam”, a quien habían echado de su oficina al poco de descubrir su cáncer. Todas aquellas promesas de incentivos y cobertura médica ilimitada que la empresa le había hecho se esfumaron por un más que oportuno tecnicismo legal. Había dedicado diez años de su vida a esa empresa y no tardaron ni diez minutos en echarlo a la calle. El caso de “Tom” fue parecido... aunque en su caso fue toda la factoría la que había cerrado sus puertas para llevarla a un país donde no hubiese impedimento legal a la hora de contratar mano de obra infantil. La trasladaron después de haber estado en el pueblo casi cuarenta años, contaminando el aire y el agua... siendo posible cómplice del tumor que había condenado a “Tom” a morir en menos de un año.
“Bob” escuchó. Y escuchó. Y siguió mordisqueando su palillo hasta que éste cedió entre sus dientes. Entonces escupió a un lado, colando los diminutos fragmentos en una de las cazuelas que acumulaban agua de lluvia.
- Muy bien, “Tom”. Un aplauso para “Tom” – el eco de las palmas resonó con tristeza – Veo mucho valor reunido hoy aquí, si señor. – se escucharon las toses agónicas de “Ralph” – Aunque también veo que hay una nueva incorporación... – El padre Ferris se ajustó sus gafas de montura metálica para leer su etiqueta – “Bob”, ¿verdad? Cuéntanos, Bob... ¿cuál es tu histo...?
- Cállate.
El padre Ferris no hubiera podido continuar la frase ni aunque le hubiese ido la vida en ello. El tono de voz de “Bob” era firme, autoritario. Como el de un general. Se puso de pié, eclipsando con su tamaño la escuálida figura del seminarista.
- A ellos no les interesa escuchar mi historia. – sus ojos azules pasaban de “Ralph” a “Adam”. De “Adam” a “Tom”. – Cuando un hombre sabe que va a morir con una certeza como la nuestra... – volvió a mirar al padre Ferris. – Siempre hay tíos como tú, para consolarlos. Para adormecerlos…
El seminarista tartamudeó algo parecido a una respuesta pero para entonces, “Bob” ya tenía la atención de todos los presentes.
- ¿Sabéis cuanto dinero mueve la industria de la quimioterapia? ¿O la de los demás tratamientos paliativos? - En su tono de voz había algo más que autoridad. Había una comprensión mutua. – Es muy rentable tener a los moribundos así, que sigan vivos cuanto más tiempo, mejor… - Ni “Ralph” ni “Adam” ni “Tom” le habían visto en su vida, pero podrían haber jurado sobre la biblia que “Bob” sabía lo que era estar desesperado.
Entonces, “Bob” sacó una pistola. Una calibre cuarenta y cinco. La había llevado todo ese tiempo oculta bajo la sudadera.
- Esto es intolerable... – el padre Ferris se incorporó – “Bob”, voy a tener que pedirte que...
Ocurrió tan rápido que, para cuando se dieron cuenta, la sangre salpicaba ya las prendas de todos los presentes. Los gritos del padre Ferris resonaban en la galería mientras se aferraba la rodilla. No volvería a caminar con normalidad en lo que le quedaba de vida.
- ¿Sabéis por qué ponen a tíos como él a dar charlas como estas?. – aunque todos se habían levantado de sus sillas, sólo “Adam” hizo el gesto de intentar salir de allí. “Bob” lo fulminó con la mirada. – Porque les acojona. Les acojona lo que un tío como vosotros puede llegar a hacer.
- Mi rodilla, joder… - la sangre manaba a chorros de la rodilla inútil del padre Ferris. Pero ninguno de los presentes movería un dedo por ayudarle. No. Había algo en las palabras de “Bob” que resultaba casi hipnótico.
- No ha sido culpa de la mala suerte. Ni de Dios. Vais a morir. En un mes, dos meses... - el calibre cuarenta y cinco pasaba de “Adam” a “Tom”, de “Tom” a “Ralph” – Y cuando eso pase, los hijos de puta que os han llevado hasta aquí van a seguir ganando pasta… Los banqueros que se llevaron tu casa, “Ralph” – el cañón del arma pasó a “Adam” – …los directivos de tu empresa… - y, finalmente, la pistola miró a los ojos a “Tom” - … los cabrones que envenenaron tu pueblo.
“Bob” los encañonó en silencio mientras los gemidos de dolor del padre Ferris se alejaban. Había tratado de ponerse en pié, torpemente, intentando alcanzar la salida. Poco antes de que alcanzase la salida, fue “Adam” quien hizo la pregunta.
- ¿Qué… quieres de nosotros?
“Bob” lo miró y puso de nuevo el arma ante sus narices. Estaba a menos de un centímetro de su cara. A esa distancia, lo mataría en apenas un puñado de segundos. “Adam” se sorprendió al no sentir miedo… sino paz. Lo rápido y fácil que sería todo, pensó, si ese chiflado le volase los sesos en ese preciso instante. No más sesiones de “químio”. No más agonía.
Pero “Bob” sabía que aquello no iba a ser ni rápido ni fácil. Dejó que el arma se deslizase entre sus dedos, ofreciendola por la empuñadura a un atónito “Adam”.
- Estoy reclutando un ejército, “Adam”. – “Bob” miró a los otros dos – Vamos a demostrarle a unos cuantos hijos de puta lo que pueden hacer un puñado de tíos que no le tienen miedo a morir.
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