viernes, 8 de febrero de 2013
Lian contra los dioses. Conclusión
Lian andaba silenciosamente por el interior del templo, fuera, se escuchaban los ruidos de destrucción provocados por las máquinas de metal. El hombre sabio cruzaba el pasillo central flanqueado en ambos lados por gigantescas representaciones de los Siete.
A su izquierda se encontraban Alondra, la diosa del campo y la agricultura, que sujetaba una espiga de trigo con su mano derecha;Mosés, el dios del comercio, sujetaba en su mano un saco de monedas;El herrero golpeaba con su gran martillo un yunque y junto al él la diosa fragua. Lian miró a la derecha donde se encontraban las estatuas de Elistes, la diosa del Hogar, Kratas, el dios de la vida y la muerte y Drakas, el dios del mar.
El viejo inventor cruzó la puerta que separaba la entrada del templo con la “sala de los escritos”. Durante cientos de años la palabra y las decisiones que los humanos han tomado en nombre de los dioses se han puesto por escrito y guardado en esta sala. Solo el juez y su escriba, por gracia de los dioses, tienen permiso para cruzar estos umbrales; Satisfacer a los dioses era algo que ya no le importaba al anciano.
Lian deslizaba su mirada por todos y cada uno de los pergaminos. Los primeros escritos databan de hace ciento de años. Fue recorriendo todas las fechas hasta la época que le interesaba, la época de Mecona.
Mecona era una mujer sabia en todas las artes. Durante toda su vida construyó muchos inventos pero los que más éxito tuvieron fueron unas máquinas de metal que ayudaban a la gente en su vida cotidiana. Al principio eran pequeños utensilios, meras herramientas. Pero poco a poco se fueron convirtiendo en máquinas más grandes y complicadas. Muchas de ellas, totalmente autónomas, incluso podían sustituir al hombre en su actividad diaria. Mecona intentó hacer estas máquinas lo más parecido a los hombres, tanto en cuerpo como en espíritu, y les infundió la creencia de la existencia de los dioses.
Las siete grandes casas de gremios vieron el peligro en estas máquinas. La gente dejaba de necesitarlos y su posición privilegiada corría serio peligro. Decidieron entonces deshacerse de estas aberraciones y de su creadora.
Contaron a los ciudadanos que los dioses despreciaban esas máquinas porque no eran hijos suyos y que las castigaba al destierro, más allá del desierto y que esa zona sería llamada desde ese momento la tierra prohibida. Ningún humano debería atravesar esa zona bajo pena de castigo. Toda las creaciones de Mecona fueron destruidas y todos los escritos fueron quemados. De esta forma el conocimiento de la sabia se perdió en los confines del tiempo.
- ¡Tu! - Anura se encontraba en la puerta que daba acceso a la sala. - ¡Los Siete te castigarán por este sacrilegio! -
Lian seguía leyendo pausadamente, sin levantar la vista del papiro. - Si los Siete han existido alguna vez, hace mucho que abandonaron este lugar-
Anura tenía los ojos rojos de ira: -¡Blasfemo!, ¡como osas!-.
Lian levantó la cabeza hacía uno de los ventanales de la sala. A través de estas se podía ver la humareda resultado de la destrucción que las grandes criaturas estaban provocando.
-Mira afuera, Anura. ¿Aún crees que los dioses vendrán a ayudaros?. Finalmente, los hijos pródigos han vuelto, conocen toda la verdad, yo se las he revelado, y ahora quieren vengarse de aquellos que les exiliaron hace tanto tiempo.-
-¿Que ganas con esto Lian?-
- Que se sepa la verdad. Durante toda mi vida he buscado la realidad de las cosas, la explicación, sin saber que he vivido en una mentira. Ahora lo sé y tengo la intención de revelarselo a todo el mundo. Cuando los dioses no acudan a la ayuda de los hombres, estos dejarán de creer en los dioses, dejarán de creer en vosotros. Serán libres.-
Anura sonrió por primera vez desde que entró en la habitación. - Muchos son los hombres que han intentado lo mismo que tu durante cientos de años. ¿Acaso te crees especial?.-
El discípulo de Anura entró por la puerta, llevaba un pergamino en la mano. -Aquí lo tenéis señora-.
- Lian, supongo que has oído hablar del Culto de Dalos.- Este negó con la cabeza.
Anura, andaba por la sala. -Hace mucho tiempo un grupo de humanos creyó poder plantar cara a los dioses, como tú. Practicaban la magia negra, podrían crear vida y manipular la materia a su antojo. No fue difícil convencer al pueblo de que estos brujos pecaban contra los dioses y que merecían se perseguidos y ajusticiados en nombre de los Siete. Por suerte , este culto nos dejó grandes conocimientos y herramientas para hacer que los Dioses acudan a la ayuda de los que rezan-.
Anura reía a carcajadas. - Ven conmigo y los verás-
La discipula del Dios herrero abrió una puerta que permitía el acceso a la torre del templo. Lian la seguía preocupado. Desde el balcón se podía ver toda la ciudad, las máquinas, que ya habían destruido las casas de los siete gremios, se reunían en la plaza del mercado. El templo estaba rodeado de campesinos. Tras el ataque habían acudido todos a rezar y pedir ayuda a los Siete para que les librase de esta amenaza. Justo debajo de la torre los acólitos habían preparado una pequeña fogata y cuando Anura asintió con la cabeza echaron un polvo de color rojo a la hoguera.
Lian miraba impasible la escena. La fogata cambió de color. Los tonos anaranjados dieron paso a unas llamas azules de cerca de una decena de metros.
Anura abrió el pergamino y empezó a leer:
-Los Siete han escuchado los ruegos de sus hijos. Estas criaturas, estos demonios, no son hijos suyos, fueron creadas por los humanos, nacidas del odio y la envidia. Ya se les perdonó la vida una vez pero esta vez los dioses han decidido que deben ser destruidas-.
Un nuevo componente que los discípulos echaron en el fuego hizo que este estallara, ante el asombro de todos, y la llama se alargara hasta el cielo. En ese momento el cielo, hasta ahora solo cubierto por el humo, empezó a cubrirse de nubes tan negras como el carbón.
Lian bajó las escaleras y salió del templo. Sabía que nada bueno iba a ocurrir, tenía que avisar a las máquinas.
Los truenos estallaban en el cielo, cada vez más cerca. Las crónicas contarían que eran los gritos de los dioses maldiciendo a las máquinas.
De pronto, y ante el asombro de todos, en lugar de comenzar a caer agua, piedras de fuego empezaron a caer del cielo. Cuando Lian llegó a la ciudad, las piedras ya caían sobre las máquinas que le habían ayudado a conocer la verdad. No pudo hacer para ayudarlas, solo pudo contemplar como las piedras acababan con esas maravillosas criaturas y eso fue lo último que vieron sus viejos ojos.
La ira de los siete duró apenas unos minutos, arrasaron con las maquinas, la ciudad y todo aquél que andaba cerca. Mientras en el templo la gente gritaba de alegría y Anura miraba con satisfacción la obra de los Siete.
- Y cuando Lían y sus máquinas osaron enfrentarse contra los dioses, los siete extendieron su ira sobre estos acabando con su existencia. Palabra de los Siete-. Y todo el pueblo al unisono contestó, - Alabados sean los Siete-.
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