viernes, 25 de abril de 2014

La Leyenda de Kwon Ji - Conclusión


Bien conocía Kwon Ji las viejas tradiciones. Aquellas que le habían sido inculcadas cuando su destino aun parecía encauzado a la grandeza: el orden celestial, que asignaba a cada ser un lugar en la estructura de la vida. Igual que las plantas eran pasto de insectos, los insectos de los sapos y los sapos de las zariguellas; así debía ser el orden entre esclavos, súbditos, comerciantes y señores. Y por encima de todos ellos, al igual que los grandes espíritus estaban por encima de todas las cosas, lo estaba la familia real.

“Algún día, hijo mío… todo este reino será tuyo.”

Paseando por los campos, Kwon Ji recordaba las palabras de su padre. Con la fortuna robada al mar, sus negocios se habían extendido por todo el reino como la hiedra que cubre los muros de un palacio: cubriéndolos de arriba abajo… pero incapaz de penetrar sus inexpugnables muros. Porque, aunque sus riquezas podían rivalizar con las del propio rey usurpador, Kwon Ji bien sabía que todo el oro del reino no bastaba como para permitirle a un comerciante poner los pies en suelo real.

Llegó pues el festival de la primavera. Y con él, la noticia que recorrió de las gélidas praderas del norte a las cálidas playas del sur. Los mensajeros reales clavaron carteles en toda aldea, pueblo o ciudad del país. No hubo hombre, mujer o niño que no hablase con emoción del torneo de la Flor Dorada.

La tradición se remontaba varios siglos atrás, cuando otro rey se vio con una única hija como sucesora. Para encontrar un esposo digno, se convocó un torneo de artes marciales al que acudieron luchadores de todo el reino. En aquella primera ocasión, según los textos que se conservaban de aquella época ignota, habían llegado a competir cientos de luchadores dispuestos a morir sobre la arena con tal de aspirar a la mano de la hija del rey.

Y aunque en esta ocasión los aspirantes no superaron la veintena, Kwon Ji tropezó con una dolorosa realidad. Sus manos eran las de un cultivador de arroz. Su mente era la de un comerciante. No había nada de guerrero en él. Y aunque su fortuna podía pagar las lecciones de los mejores maestros de lucha, el implacable tiempo no iba a darle la oportunidad de aprender ni las más básicas nociones. Necesitaría meses o años para llegar a ser un rival digno sobre la arena del torneo y Kwon Ji apenas si contaba con pocas semanas antes del comienzo del festival.

“Algún día, hijo mío… serás un gran rey.”

Eran las promesas vacías de su padre fuente de largas noches en vela. Pero en aquella ocasión fueron las voces procedentes del exterior de su enorme casa, las que despertaron a Kwon Ji. Se encontraba por aquel entonces en una región muy alejada de la capital. Acompañado de sus criados, el rico comerciante salió a la calle donde un grupo de soldados llevaban enjaulado a un coloso de casi tres metros de alto. Sus ropas eran de cuero curtido a mano y sus ojos dejaban ver la ausencia casi total de inteligencia. Poco menos que un animal salvaje: probablemente uno de tantos bandidos que malvivían ocultos en las zonas altas de montaña.

Una perturbadora idea comenzó a fraguarse en la mente de Kwon Ji. No le resultó ni difícil ni caro comprar el silencio de los guardias que lo custodiaban en los calabozos donde el gigante aguardaba su castigo fatal. Allí, Kwon Ji le ofreció una posibilidad de ser libre. Hubo promesas de riqueza y poder, si… pero al gigante parecía bastarle la posibilidad de escapar de la horca y seguir aplastando a sus enemigos bajos sus grandes y poderosas manos.

El titán jamás llegaría a ser ahorcado al amanecer. Y en el camino de regreso a la capital, Kwon Ji elaboró un eficaz disfraz con el que ocultar la identidad del brutal luchador. Así, cuando fue presentado ante los miles de asistentes al torneo de la Flor Dorada, nadie pudo ver el rostro de aquel que se ocultaba bajo aquella máscara de diablo rojo. Pero del primero entre los nobles hasta el último mendigo que allí se había reunido enmudecieron cuando el bruto colosal acabó con su último adversario… tal y como había hecho con todos los anteriores. Fue entonces cuando pronunció torpemente su nombre.

“Kwon Ji”. Para la inmensa mayoría de los presentes aquel nombre fue tan poco revelador como podía serlo esa tosca y anónima máscara que cubría su rostro. Lo repitió una vez, dos, tres… mientras el auténtico Kwon Ji contemplaba el espectáculo, oculto entre la multitud, disfrutando de la mirada de temor que, pese a la distancia, pudo ver en los ojos del rey usurpador. El pánico se adueñó del corazón de aquel que aun recordaba el nombre del justo heredero. Era el mismo nombre que él mismo había ordenado borrar de todo grabado, texto y legajo del reino. Y, olvidando lo sagrado de las leyes que regían el torneo, el usurpador dio orden a su guardia personal de prender allí mismo al colosal guerrero.

El bruto murió bajo el peso letal de más de cien saetas disparadas por los arqueros reales. Los que presenciaron su muerte, sobre la rojiza arena, no pudieron olvidar la interminable angustia que sufrió. Como tampoco olvidaron su nombre. “Kwon Ji”. El torneo quedó aplazado para el mes siguiente pero lo cierto es que jamás llegaría a convocarse de nuevo: apenas dos semanas necesitó el auténtico Kwon Ji para, empleando toda su riqueza e influencia, convertir la muerte de aquel heroico y brutal luchador en un mártir cuya deshonrosa ejecución sería capaz de iniciar una revuelta.

El mismo día que tendría que haberse convocado de nuevo el torneo, las largo tiempo descontentas legiones de vasallos y siervos tomaron al asalto el palacio real. Sería faltar a la verdad decir que fueron las manos de Kwon Ji las que dieron muerte al cruel usurpador. Nadie sabe a ciencia cierta quien seccionó el cuello del rey o quien arrancó sus ojos de las órbitas. Mientras las columnas de humo se fundían con la noche y las llamas iluminaban la ladera de la montaña, el ahora rico comerciante apuraba su té dentro de su palanquín, apenas a unos metros de las puertas del lugar y escoltado por sus guardaespaldas. Contempló impasible el saqueo y, una vez hubo concluido, decidió recorrer a solas los pasillos del palacio. El eco de la revuelta se perdía en el horizonte, al igual que los recuerdos de su infancia regresaban a su cabeza. En su caminar, Kwon Ji giró la vista a uno de los telares que cubrían las paredes, contemplando los pies desnudos que se escondían tras él. Descorrer el telar dejó al descubierto a la bella heredera del usurpador, cubierta por magulladuras, lágrimas y sangre. Sus temblorosas manos empuñaban un puñal.

“Algún día, hijo mío… tú también conocerás el amor.”

La hoja se hundió en el pecho de Kwon Ji al igual que su mirada lo hizo en los ojos iracundos de la hermosa princesa. Las pisadas de ella se alejaron mientras la vida abandonaba el cuerpo del rico comerciante, el cultivador de arroz y el niño a quien jamás prepararon para luchar. Pero lo cierto es que nadie hubiera inmortalizado una leyenda en honor a alguien así. Y si lo hicieron, sin embargo, para aquel heredero perdido que osó participar en el torneo de la Flor Dorada para recuperar su reino. “La leyenda de Kwon Ji”, la llamaron. No debe resultaros extraño pues las leyendas no son más veraces que las promesas hechas por un padre a su hijo: tan auténticas como la esperanza que las nutren… y tan falsas como los sueños que despiertan.

viernes, 18 de abril de 2014

La Leyenda de Kwon Ji - Tercera Parte

No pasó mucho más tiempo Kwon Ji en esos infernales arrozales. Fue justo la visión del usurpador y su heredera la que dio al joven hombre las fuerzas necesarias para liberarse y buscar su ansiada libertad.
Sin embargo no fue inmediatamente que el joven príncipe huyera de los arrozales puesto que, sabía que solo, la empresa estaba condenada al fracaso.

“¡Incluso las ratas en las cloacas de la ciudad comen más y mejor que nosotros aquí!”.

Kwon Ji alentaba a sus camaradas y les transmitía su confianza y su fuerza. Durante meses estuvo urdiendo un plan con algunos de los demás esclavos, los más fuertes, los más capaces.
Poco recuerda, sin embargo, Kwon Ji de la noche de la huida. Aún hoy escucha los gritos en la lejanía, y no solo de sus camaradas sino también de mujeres y niños, esclavos o no. También recuerda cómo la tierra ardió como el mismísimo infierno y la luna se cubrió con un manto gris.
Meses tardó en llegar a la capital, pobre y agotado. Pero, y pronto se dio cuenta de ello, ya no era ese niño asustado que malvivió en ella durante meses y luego fue obligado a abandonarla. Ahora era más fuerte, más sabio.
No tardó en percatarse de que la ciudad, tampoco, era igual a la que había abandonado. El pueblo no vivía mejor que en la época de su padre pero los habitantes se habían acomodado, habían aceptado al usurpador.

“¡Incluso el buey más dócil pelea antes de ser ejecutado!”.

Kwon Ji se negaba a aceptar su suerte de malvivir en la ciudad hasta que llegara el irremediable final. Desde el puerto, donde pasaba horas descargando pescado, veía el gigantesco y magnífico palacio real, aquél que un día fue su hogar.

“Algún día serás el señor de este palacio”.

Recordaba las palabras de su padre y el odio a esa familia de mal nacidos le recorría todo el cuerpo.
Las estaciones pasaron y Kwon Ji, el hombre, ya no recordaba en nada a aquél niño que había abandonado la ciudad 10 años atrás. Nadie reconocía en él a ese asustado jovenzuelo. Durante estos años trabajó mucho, en el puerto, de sol a sol. El maestro pescador que lo había contratado vio en él a un hombre muy capaz y no tardó en darle más responsabilidades. Primero, le ofreció un pequeño barco para que demostrara sus habilidades, posteriormente pasó a dirigir una pequeña flota, luego le pusieron a negociar el precio y a vender el pescado en los mercados de la ciudad. Todas y cada una de las pruebas que le pusieron las pasó con éxito. Kwon Ji acudía a casa de su maestro todas la semanas para entregarle el dinero y para ofrecerles ideas nuevas para hacer su negocio más grande y más rico. Desgraciadamente, su maestro ya era viejo, y no entendía las nuevas ideas del ambicioso joven. Pero la fortuna volvió a sonreírle y el viejo maestro no tardó en dejar su lugar en este mundo y, sin descendencia, dejó el control de la empresa a su hombre más capaz.
Kwon Ji, no tardó en pergeñar todas las ideas que se le habían ocurrido, y en unos años había duplicado y mejorado el número de barcos y aumentado sustancialmente la cantidad de  ingresos de la empresa.

“Como el tigre hace en la sabana, hay que ser paciente, y esperar el momento para atacar a tu presa.”

Mucho había esperado Kwon Ji. Ahora era un hombre rico e influyente en la capital. Pero no era suficiente. Su verdadero objetivo era aquél palacio de mármol y oro que desde lo alto de la colina empequeñecía cualquier construcción conocida.
Y su paciencia tuvo recompensa porque cuando una mañana de primavera corrió el rumor en las calles de la ciudad que el rey buscaba consorte para su hija y futura reina tuvo la certeza de que la hora de la venganza había llegado.

[Continuará]

viernes, 11 de abril de 2014

La Leyenda de Kwon Ji - Segunda Parte

Hasta en cuatro ocasiones vio Kwon Ji elevarse a los verdes tallos hasta más allá de sus rodillas, para luego tener que cortarlos. Fue la época más dolorosa de su vida, fue cuando no había lugar para la felicidad, pero a la vez cuando se forjó su carácter y firmeza, y supo cual sería su destino.

Las largas jornadas en los campos de arroz acababan con sus músculos tan cansados y entumecidos que Kwon Ji no podía hacer otra cosa que tomar el cuenco de arroz que su dueño, no sin cierta sorna,  le ofrecía y descansar en el suelo, junto a los bueyes de arado.

Despierto, Kwon Ji ni tan siquiera tenía tiempo para echar de menos su vida anterior, los trabajos del campo eran una carrera sin final, bajo el sol, la lluvia y los latigazos. En las noches las cosas cambiaban. Volvía a convertirse en el heredero del reino y todas las penurias se volvían excesos.

Era en sueños dónde se rencontraba con su padre y le preguntaba por sus promesas incumplidas. El decapitado Rey, con solemnidad, respondía siempre:

“Algún día, hijo mío... todo lo que dije en vida se cumplirá.”

Kwon Ji, aún sin motivos, no podía hacer otra cosa que aferrarse a esas palabras como a un hierro ardiente. Su padre le señalaba en sueños que saliera al balcón. Dónde cientos de miles de súbditos esperaban para aclamarle y alabarle. Más entre los gritos de la muchedumbre, reconocía la agria voz de su amo:

“Algún día serás libre, pero no hoy… así que levanta y trabaja, que el arroz no se siembra sólo”

El sueño se desvanecía y Kwon Ji sabía que lo que ese viejo con aliento a ajo decía era tan cierto como que había sol y luna. Ese día  Kwon Ji no sería libre. Ese día Kwon Ji no sería más que un esclavo.

Cuando el roce del áspero arroz le desgarraba las manos, Kwon Ji observaba en silencio el gotear de la sangre, y su mente volaba al lejano día de la caída de su padre. La visión de cabeza de su padre en la pica tras los telares, la huida de palacio usando ropajes de siervo. Fue esa la primera vez que el antiguo heredero salía de palacio.

Vagó Kwon Ji desorientado por las calles de la ciudad, oyendo proclamas en contra de su padre y su linaje, aclamando la nueva dinastía - la del tío de su padre - que traería de vuelta el alimento, la prosperidad y la paz perdida en el reino.

Semanas durmió el príncipe destronado en la calle, comiendo de los despojos y los despistes de los mercaderes.

“Algún día serás libre, pero no hoy… así deja de mirarte las manos, que el arroz no se trilla sólo ”

Por más que fueran seguras y no dudara de ellas, las palabras que el encorvado tirano decía, no hacían nunca que Kwon Ji dejara de rememorar el pasado.

Apretaba los puños y recordaba como un comerciante de baja mirada no tardó en descubrirle robando un cuenco de arroz. A los gritos de ladrón las autoridades acudieron y, tras azotar públicamente al encubierto heredero, dieron por zanjado el suceso. Pero el pérfido comerciante no quedó satisfecho e invocando una ley ancestral compró la libertad de Kwon Ji por veinte Quanes.

Cuatro años pasó en los arrozales, y del niño que llegó, pocos rasgos quedaron en hombre que marchó.

“Algún día serás libre, pero no hoy… levanta y trabaja, que el arroz no se muele sólo ”

La evidencia era indiscutible, como la inmensidad del mar, pues eran los brazos de Kwon Ji, fortalecidos por el duro trabajo los que hacían girar las piedras de la molienda. La rueda giraba a la vez que el tío de su padre, el nuevo rey, pidió pleitesía a todos sus súbditos para él y su linaje. Uno a uno recorrería las casas y caminos del reino, para mostrar al nuevo heredero sus dominios

Y llegó el día que la pagoda real se paró frente a las tierras del dueño de Kwon Ji. Todo se engalanó para la ocasión, hasta los cerezos de la casa florecieron inesperadamente con tal fin.

El arroz estaba alto y comenzaba a amarillear. Con las rodillas hincadas en el agua del arrozal, Kwon Ji miraba con odio al que había truncado su destino. Tras él, debía estar su heredero, pero las pérgolas bajo la que se protegía del sol impedían verlo.

Cuando salió del engalanado palio, Kwon Ji tuvo ante sus ojos la flor más bella que jamás hubiera imaginado. El heredero era una hermosa flor de lis que cubría su pelo, tan oscuro como la noche, con una liviana gasa blanca.

Los ojos de  Kwon Ji se clavaron en los de la hermosa heredera durante un instante que pareció una eternidad.

“Algún día serás libre, pero no hoy… así que deja de mirar lo que nunca alcanzarás tener, agacha la cabeza y trabaja, que el arroz no se siega sólo”

Sin embargo Kwon Ji supo que lo que el viejo avaro de largos bigotes aseveraba, hoy no se cumpliría. Y fue entonces que Kwon Ji se puso en pie.

viernes, 4 de abril de 2014

La Leyenda de Kwon Ji - Primera Parte


Desde su nacimiento, Kwon Ji no conoció otra cosa que no fuese la felicidad.

Aun envuelto en la sangre de su madre, su padre lo alzó ante la mirada de un millón de súbditos. Desde el balcón, el pequeño bebé  agitaba sus brazitos al viento, bien sujeto por las firmes y curtidas manos de su padre. Abajo, muchos metros por debajo del palacio real, dos millones de rodillas se inclinaron bajo un mismo gesto de sumisión y obediencia.

Algún día, hijo mío... todo este reino será tuyo.” 

Aquella fue la primera vez que su padre dedicó tales palabras a Kwon Ji. Pero no serían las últimas. Incontables veces en tantas otras circunstancias, su padre repetiría tales palabras entre orgullosas miradas dedicadas a su primogénito.

Y Kwon Ji, que no tenía motivos para dudar las palabras de su padre, las creyó como si los mismos dioses las hubiesen pronunciado.

Pasó el tiempo y Kwon Ji pasó de bebé a niño. Sus tutores le mostraron las sendas de la caligrafía, de la lectura y la etiqueta. El protocolo que todo futuro rey debía conocer. Más adelante habría tiempo para entrenarlo como guerrero y gobernante. De momento no era necesario adquirir sabiduría: bastaba con aparentar tenerla.

Cuando habiendo cumplido cinco años Kwon Ji recitó por primera vez las cuatrocientos veinte leyes del códice real, su padre lo miró con orgullo y dijo...

“Algún día, hijo mío... serás un gran rey.”

Y Kwon Ji, que no tenía motivos para creer que un gran rey como su padre podía equivocarse en algo, creyó sus palabras como si estuviesen escritas en el mismo firmamento celestial.

Pasó aun más tiempo y llegó el invierno. Y con él, la desgracia. La muerte de la reina vino acompañada de una nube oscura que cubrió los inmensos valles que rodeaban el palacio real. 

Ante el altar sobre el que reposaba el cuerpo de su esposa, el rey miró a su primogénito y, con una sonrisa de esperanza, le dijo...

“Algún día, hijo mío... tu también conocerás el amor.”

Y Kwon Ji, que hasta ese día no había visto lágrimas en los ojos de su padre, creyó sus palabras como si fuesen los cimientos de su propio destino.

El invierno dejó paso a la primavera. Pero las nubes oscuras permanecieron más tiempo del que nadie pudo imaginar. Las lluvias arrasaron los cultivos de los campesinos y el hambre recorrió las aldeas, acompañadas de sus dos viejas amigas: la enfermedad y la muerte. Era cuestión de tiempo que la última de las damas tuviese a bien presentarse ante las puertas de palacio, anunciándose bajo su violento nombre: ¡guerra!

Pero mientras todo eso sucedía fuera de su burbuja, Kwon Ji siguió viviendo rodeado de lujos, vistiendo las mejores sedas y comiendo de las ricas viandas que nunca faltaron a la mesa del rey.

Así fue hasta su duodécimo cumpleaños. A diferencia de todas las demás, esa mañana Kwon Ji despertó, no con el suave trinar de los petirrojos en el quicio de su ventana, sino con el retumbar de truenos en un cielo libre de tormentas. Kwon Ji vagó sin rumbo por los vacíos pasillos de palacio. Ni uno solo de sus infinitos siervos se presentó ante las insistentes voces del joven príncipe.

Entonces, los truenos retumbaron más próximos aún. La doble puerta cedió con el último de los embistes y los rebeldes irrumpieron en palacio con antorchas en las manos y furia en los ojos. 

Oculto entre telares, Kwon Ji contempló como el cabecilla de los rebeldes sostenía una pica. Y en el extremo superior estaba clavada la cabeza de su padre, el rey.

Y aquel día fue el primero en que Kwon Ji osó poner en duda todo cuanto su padre le había dicho.