Bien conocía Kwon Ji las viejas tradiciones. Aquellas que le habían sido inculcadas cuando su destino aun parecía encauzado a la grandeza: el orden celestial, que asignaba a cada ser un lugar en la estructura de la vida. Igual que las plantas eran pasto de insectos, los insectos de los sapos y los sapos de las zariguellas; así debía ser el orden entre esclavos, súbditos, comerciantes y señores. Y por encima de todos ellos, al igual que los grandes espíritus estaban por encima de todas las cosas, lo estaba la familia real.
“Algún día, hijo mío… todo este reino será tuyo.”
Paseando por los campos, Kwon Ji recordaba las palabras de su padre. Con la fortuna robada al mar, sus negocios se habían extendido por todo el reino como la hiedra que cubre los muros de un palacio: cubriéndolos de arriba abajo… pero incapaz de penetrar sus inexpugnables muros. Porque, aunque sus riquezas podían rivalizar con las del propio rey usurpador, Kwon Ji bien sabía que todo el oro del reino no bastaba como para permitirle a un comerciante poner los pies en suelo real.
Llegó pues el festival de la primavera. Y con él, la noticia que recorrió de las gélidas praderas del norte a las cálidas playas del sur. Los mensajeros reales clavaron carteles en toda aldea, pueblo o ciudad del país. No hubo hombre, mujer o niño que no hablase con emoción del torneo de la Flor Dorada.
La tradición se remontaba varios siglos atrás, cuando otro rey se vio con una única hija como sucesora. Para encontrar un esposo digno, se convocó un torneo de artes marciales al que acudieron luchadores de todo el reino. En aquella primera ocasión, según los textos que se conservaban de aquella época ignota, habían llegado a competir cientos de luchadores dispuestos a morir sobre la arena con tal de aspirar a la mano de la hija del rey.
Y aunque en esta ocasión los aspirantes no superaron la veintena, Kwon Ji tropezó con una dolorosa realidad. Sus manos eran las de un cultivador de arroz. Su mente era la de un comerciante. No había nada de guerrero en él. Y aunque su fortuna podía pagar las lecciones de los mejores maestros de lucha, el implacable tiempo no iba a darle la oportunidad de aprender ni las más básicas nociones. Necesitaría meses o años para llegar a ser un rival digno sobre la arena del torneo y Kwon Ji apenas si contaba con pocas semanas antes del comienzo del festival.
“Algún día, hijo mío… serás un gran rey.”
Eran las promesas vacías de su padre fuente de largas noches en vela. Pero en aquella ocasión fueron las voces procedentes del exterior de su enorme casa, las que despertaron a Kwon Ji. Se encontraba por aquel entonces en una región muy alejada de la capital. Acompañado de sus criados, el rico comerciante salió a la calle donde un grupo de soldados llevaban enjaulado a un coloso de casi tres metros de alto. Sus ropas eran de cuero curtido a mano y sus ojos dejaban ver la ausencia casi total de inteligencia. Poco menos que un animal salvaje: probablemente uno de tantos bandidos que malvivían ocultos en las zonas altas de montaña.
Una perturbadora idea comenzó a fraguarse en la mente de Kwon Ji. No le resultó ni difícil ni caro comprar el silencio de los guardias que lo custodiaban en los calabozos donde el gigante aguardaba su castigo fatal. Allí, Kwon Ji le ofreció una posibilidad de ser libre. Hubo promesas de riqueza y poder, si… pero al gigante parecía bastarle la posibilidad de escapar de la horca y seguir aplastando a sus enemigos bajos sus grandes y poderosas manos.
El titán jamás llegaría a ser ahorcado al amanecer. Y en el camino de regreso a la capital, Kwon Ji elaboró un eficaz disfraz con el que ocultar la identidad del brutal luchador. Así, cuando fue presentado ante los miles de asistentes al torneo de la Flor Dorada, nadie pudo ver el rostro de aquel que se ocultaba bajo aquella máscara de diablo rojo. Pero del primero entre los nobles hasta el último mendigo que allí se había reunido enmudecieron cuando el bruto colosal acabó con su último adversario… tal y como había hecho con todos los anteriores. Fue entonces cuando pronunció torpemente su nombre.
“Kwon Ji”. Para la inmensa mayoría de los presentes aquel nombre fue tan poco revelador como podía serlo esa tosca y anónima máscara que cubría su rostro. Lo repitió una vez, dos, tres… mientras el auténtico Kwon Ji contemplaba el espectáculo, oculto entre la multitud, disfrutando de la mirada de temor que, pese a la distancia, pudo ver en los ojos del rey usurpador. El pánico se adueñó del corazón de aquel que aun recordaba el nombre del justo heredero. Era el mismo nombre que él mismo había ordenado borrar de todo grabado, texto y legajo del reino. Y, olvidando lo sagrado de las leyes que regían el torneo, el usurpador dio orden a su guardia personal de prender allí mismo al colosal guerrero.
El bruto murió bajo el peso letal de más de cien saetas disparadas por los arqueros reales. Los que presenciaron su muerte, sobre la rojiza arena, no pudieron olvidar la interminable angustia que sufrió. Como tampoco olvidaron su nombre. “Kwon Ji”. El torneo quedó aplazado para el mes siguiente pero lo cierto es que jamás llegaría a convocarse de nuevo: apenas dos semanas necesitó el auténtico Kwon Ji para, empleando toda su riqueza e influencia, convertir la muerte de aquel heroico y brutal luchador en un mártir cuya deshonrosa ejecución sería capaz de iniciar una revuelta.
El mismo día que tendría que haberse convocado de nuevo el torneo, las largo tiempo descontentas legiones de vasallos y siervos tomaron al asalto el palacio real. Sería faltar a la verdad decir que fueron las manos de Kwon Ji las que dieron muerte al cruel usurpador. Nadie sabe a ciencia cierta quien seccionó el cuello del rey o quien arrancó sus ojos de las órbitas. Mientras las columnas de humo se fundían con la noche y las llamas iluminaban la ladera de la montaña, el ahora rico comerciante apuraba su té dentro de su palanquín, apenas a unos metros de las puertas del lugar y escoltado por sus guardaespaldas. Contempló impasible el saqueo y, una vez hubo concluido, decidió recorrer a solas los pasillos del palacio. El eco de la revuelta se perdía en el horizonte, al igual que los recuerdos de su infancia regresaban a su cabeza. En su caminar, Kwon Ji giró la vista a uno de los telares que cubrían las paredes, contemplando los pies desnudos que se escondían tras él. Descorrer el telar dejó al descubierto a la bella heredera del usurpador, cubierta por magulladuras, lágrimas y sangre. Sus temblorosas manos empuñaban un puñal.
“Algún día, hijo mío… tú también conocerás el amor.”
La hoja se hundió en el pecho de Kwon Ji al igual que su mirada lo hizo en los ojos iracundos de la hermosa princesa. Las pisadas de ella se alejaron mientras la vida abandonaba el cuerpo del rico comerciante, el cultivador de arroz y el niño a quien jamás prepararon para luchar. Pero lo cierto es que nadie hubiera inmortalizado una leyenda en honor a alguien así. Y si lo hicieron, sin embargo, para aquel heredero perdido que osó participar en el torneo de la Flor Dorada para recuperar su reino. “La leyenda de Kwon Ji”, la llamaron. No debe resultaros extraño pues las leyendas no son más veraces que las promesas hechas por un padre a su hijo: tan auténticas como la esperanza que las nutren… y tan falsas como los sueños que despiertan.