viernes, 4 de abril de 2014

La Leyenda de Kwon Ji - Primera Parte


Desde su nacimiento, Kwon Ji no conoció otra cosa que no fuese la felicidad.

Aun envuelto en la sangre de su madre, su padre lo alzó ante la mirada de un millón de súbditos. Desde el balcón, el pequeño bebé  agitaba sus brazitos al viento, bien sujeto por las firmes y curtidas manos de su padre. Abajo, muchos metros por debajo del palacio real, dos millones de rodillas se inclinaron bajo un mismo gesto de sumisión y obediencia.

Algún día, hijo mío... todo este reino será tuyo.” 

Aquella fue la primera vez que su padre dedicó tales palabras a Kwon Ji. Pero no serían las últimas. Incontables veces en tantas otras circunstancias, su padre repetiría tales palabras entre orgullosas miradas dedicadas a su primogénito.

Y Kwon Ji, que no tenía motivos para dudar las palabras de su padre, las creyó como si los mismos dioses las hubiesen pronunciado.

Pasó el tiempo y Kwon Ji pasó de bebé a niño. Sus tutores le mostraron las sendas de la caligrafía, de la lectura y la etiqueta. El protocolo que todo futuro rey debía conocer. Más adelante habría tiempo para entrenarlo como guerrero y gobernante. De momento no era necesario adquirir sabiduría: bastaba con aparentar tenerla.

Cuando habiendo cumplido cinco años Kwon Ji recitó por primera vez las cuatrocientos veinte leyes del códice real, su padre lo miró con orgullo y dijo...

“Algún día, hijo mío... serás un gran rey.”

Y Kwon Ji, que no tenía motivos para creer que un gran rey como su padre podía equivocarse en algo, creyó sus palabras como si estuviesen escritas en el mismo firmamento celestial.

Pasó aun más tiempo y llegó el invierno. Y con él, la desgracia. La muerte de la reina vino acompañada de una nube oscura que cubrió los inmensos valles que rodeaban el palacio real. 

Ante el altar sobre el que reposaba el cuerpo de su esposa, el rey miró a su primogénito y, con una sonrisa de esperanza, le dijo...

“Algún día, hijo mío... tu también conocerás el amor.”

Y Kwon Ji, que hasta ese día no había visto lágrimas en los ojos de su padre, creyó sus palabras como si fuesen los cimientos de su propio destino.

El invierno dejó paso a la primavera. Pero las nubes oscuras permanecieron más tiempo del que nadie pudo imaginar. Las lluvias arrasaron los cultivos de los campesinos y el hambre recorrió las aldeas, acompañadas de sus dos viejas amigas: la enfermedad y la muerte. Era cuestión de tiempo que la última de las damas tuviese a bien presentarse ante las puertas de palacio, anunciándose bajo su violento nombre: ¡guerra!

Pero mientras todo eso sucedía fuera de su burbuja, Kwon Ji siguió viviendo rodeado de lujos, vistiendo las mejores sedas y comiendo de las ricas viandas que nunca faltaron a la mesa del rey.

Así fue hasta su duodécimo cumpleaños. A diferencia de todas las demás, esa mañana Kwon Ji despertó, no con el suave trinar de los petirrojos en el quicio de su ventana, sino con el retumbar de truenos en un cielo libre de tormentas. Kwon Ji vagó sin rumbo por los vacíos pasillos de palacio. Ni uno solo de sus infinitos siervos se presentó ante las insistentes voces del joven príncipe.

Entonces, los truenos retumbaron más próximos aún. La doble puerta cedió con el último de los embistes y los rebeldes irrumpieron en palacio con antorchas en las manos y furia en los ojos. 

Oculto entre telares, Kwon Ji contempló como el cabecilla de los rebeldes sostenía una pica. Y en el extremo superior estaba clavada la cabeza de su padre, el rey.

Y aquel día fue el primero en que Kwon Ji osó poner en duda todo cuanto su padre le había dicho.

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