viernes, 24 de septiembre de 2010

Evolución. Tercera Parte.



Mi nombre es Donald Summers y agradezco que por fin me hayáis dado lápiz y papel. Si sois los mismos que me tendieron la emboscada y que me dejaron fuera de combate, intuyo que también tendréis mis cosas en vuestro poder, entre ellas mi diario. Supongo que al menos uno de vosotros sabe leer (y si no, ¿para qué demonios me disteis papel y lápiz?) así que imagino que habréis leído ya mi historia. Todo un clásico, por otra parte: el friki pajillero convertido en amenaza global zombi (aunque prefiero el calificativo “Señor de los No Muertos”, gracias)

Me gustaría apuntar, antes que nada, que yo no empecé todo esto, ¿vale? Es decir, sí. Cuando me vi convertido en zombi y con la capacidad de controlar a los demás a mi voluntad pues sí, es verdad que empecé a extenderlos como legiones y tal. Pero que conste que, en el fondo, no soy más que una víctima de todo esto. Me convirtieron en contra de mi voluntad, ¿vale?

Os lo hubiese gritado una y otra vez desde el momento en que desperté y vi que me habíais encerrado en esta celda acolchada. Pero, como habéis podido deducir, uno de los bocados que recibí en mi bautismo zombi fue a la altura de la garganta. Lo que queda de mis cuerdas vocales apenas si me permite emitir un triste gemido gutural.

Pero lo repito: no fui yo el que empezó toda esta movida. Insisto porque intuyo que aquella transmisión de radio era un cebo para vuestra trampa. “Ciudad Libre Zombi”. Ya, claro. Debí haberme olido que utilizaríais el mismo truco que usaba cuando lideraba mis legiones de no-muertos. El caso es que si sois una panda de rencorosos humanos, me puedo dar por muerto (perdonad el chiste fácil) Aunque quizá os sería más útil vivo. O mejor aun. Podéis aprovechar que aun no os he visto el careto a ninguno de vosotros y dejarme salir de aquí cuanto antes. A fin de cuentas, ahí afuera hay un buen montón de cadáveres ambulantes a los que podría controlar y enviar contra vos…

Espera un momento. Vale. Acabo de recordar que tenéis mi diario así que ya sabéis lo de la “hambruna zombi”. Lo de que mis antaño fieles hordas ahora son una marabunta sedienta de carne y a la que ya no controlo todo lo bien que debería. Concretamente, en el momento de captar vuestra transmisión, buscaba un refugio donde esconderme de las miraditas hambrientas que me lanzaban mis queridos “minions” putrefactos.

“Ciudad Libre Zombi”. La verdad es que os lo currasteis para llamar mi atención. Aunque entre la estática de la transmisión y la escasa vocalización del tipo que la entonaba, bien podría haber dicho cualquier otra cosa. Pero aquellas tres palabras si que se dejaron oír a la perfección. ¿Habría habido otros como yo? ¿Otros “elegidos” que hubiesen conservado su capacidad de razonar?

Iluso de mí. Debí empezar a olerme problemas en cuanto llegué a la frontera con Canadá. Las coordenadas que acompañaban al mensaje me llevaron hasta los muros de esa especie de fábrica en la que no sé si aun sigo. Siento haber empotrado el jeep contra la muralla de refuerzo que rodeaba vuestra fortaleza, pero no esperaba encontrarme con aquella estampida de búfalos zombis. De donde yo vengo, los animales zombificados habían sido la primera dieta sustitutiva de humanos. Lamentablemente, no duró mucho tiempo.

En fin, creo que incluso os debo dar las gracias. De no haber sido por esos gases verdes que soltasteis a través de la muralla hubiese acabado como pasto de esas malas bestias. Lo que me lleva a la siguiente cuestión…

Sea lo que sea esta “Ciudad Libre Zombi”, parece que me queréis con vida, ¿no? En tal caso sólo me resta esperar a que reaccionéis ante estas líneas. Aunque antes debo pediros que me alimentéis cuanto antes porque, de lo contrario, en poco tiempo no seré más que un montón de estiércol. ¿Por qué no os dejáis de movidas en plan “Saw” y me decís qué queréis de mí?
[Concluirá...]

lunes, 20 de septiembre de 2010

Evolución. Segunda Parte

Mi nombre es Donald Summers y los acontecimientos de los últimos días han cambiado mi vida para siempre. Estaba acostumbrado a liderar al imparable ejército de zombies. A sembrar el terror allá por dónde iba. A ser seguido por cientos de miles (¿Quizá millones?) de descerebrados. Y, lo más divertido para mí, devorar cuerpos humanos y sembrar la muerte y oscuridad en los cuerpos de los vivos, a ración de uno por día. Aunque últimamente la escasez de humanos está haciendo peligrar esto último y algo más.

Hace semanas que por mucho que rastreo con la radio no encuentro rastro de vida humana en las ondas. Los militares han dejado de utilizar la radio, quizás consientes de que escuchaba todos sus movimientos, quizás simplemente porque no queda ninguno vivo. Esos pocos que se creían salvadores de la humanidad y que comunicaban su posición para que los supervivientes acudieran a ellos también han apagado sus emisoras… y sus vidas ¡¿A quién se le ocurre indicar con pelos y señales donde se encuentran?! Todo parece indicar que la resistencia ahora forma parte de nuestras filas.

Únicamente se escuchan las letanías de cintas grabadas emitiendo, en todas las frecuencias civiles, mensajes que seguramente más que tranquilizar aterrorizaron a quien las escuchase. En ellas se decía que los centros fortificados de las ciudades no daban más de sí, y que no se podía asegurar en ellas la seguridad (y tanto que no se podía asegurar ¡menudas carnicerías!), que todos los ciudadanos debían alejarse lo más posible de los centros urbanos y esperar a ser rescatados (que esperen sí). La tele hace meses ya que no emite y aunque emitiese, las centrales eléctricas están apagadas o reventadas. Únicamente los molinos de viento y las centrales fotovoltaicas funcionan, pero no hay nadie para hacer que esta energía llegue a la red.

Al principio me entusiasmaba lo que hacía. Ser todo un líder, un dios sobre la faz de la tierra, un ser perfecto, era algo nuevo para mí. Conservaba toda la inteligencia y conocimientos del humano que fui pero conserbaba el ansia, la fuerza y la cabezonería de el zombie que era. Saber que sin mí el pequeño brote zombie no habría ido más allá de infectar la pequeña ciudad en la que vivía, que nunca habría llegado a convertirse en el apocapsis que ahora hace que los humanos estén en peligro de extinción… Pero ahora no estoy seguro de haber obrado bien. No porque me importe una mierda todos a los que he matado ni todo lo que he hecho, sino porque me aburro. No os equivoquéis, no me aburro porque no haya humanos con los que hablar. No echo de menos el trato humano, ni la comida de mamá, ni tan siquiera el ruidoso y familiar sonido de la ciudad de fondo… Pero la tele, la play, Internet… a esos sí que los echo de menos. A tanto ha llegado el tedio que he comenzado a escribir (con un rústico cuaderno y boli) mis crónicas, Evolución las he llamado, y son estas que no se si llegará alguien o algo a leer alguna vez.

Me hubiera gustado encontrarme con un Flagstaff de la vida, un héroe como el de zombieland, que me pusiera las cosas más difíciles, un reto, pero no ha sido así. Todo ha sido demasiado fácil. Las ciudades, los países, los continentes han ido caído uno tras otro, sin encontrar resistencia alguna. En la realidad no ha sucedido como en las pelis de zombies. La gente no se ayuda, no se protegen los unos a los otros. Simplemente huyen, no piensan, intentan sobrevivir a costa de lo que y de quién sea. De echo no se comportan de manera más inteligente que mis infinitas hordas… No digo más que casi no he tenido que recurrir mis conocimientos en la materia para conquistar el mundo.

El caso es que ha pasado varios meses y además del aburrimiento, ahora me encuentro un gran problema con el que no había contado. Lo hemos hecho tan bien, hemos aniquilado y convertido para nuestro ejército a tanta gente que los humanos escasean. Son un bien extremadamente escaso y tenemos hambre. Hambre de humanos porque, por alguna extraña razón, comer animales no nos atrae lo más mínimo. Las peleas empiezan a ser generalizadas dentro de mi inalcanzable séquito y el canibalismo comienza a ser una rutina. Creo que hemos llegado a lo que los economistas conocían como morir de éxito.

Temo ser devorado por mis hambrientos seguidores, ni los no muertos ni los vivos estamos ya a salvo. Soy muy consciente de ello y por eso ayer, a hurtadillas, tras dar unas órdenes incoherentes huí de mi propio ejército. Dudo que se den cuenta de lo que he hecho pero aún así me he asegurado unos cuantos días de ventaja. Tenía que hacerlo.

Hace apenas un rato, mientras repasaba mis notas volví a encender la radio. Rutinariamente, como cada anochecer, recorría el dial buscando algo que no fuera estática o los repetitivos mensajes obsoletos. No esperaba encontrar nada. Por eso, al captar la inesperada señal me estremecí como no lo hacía desde mi conversión. Excitado comienzé a mover la antena, buscando una mejor recepción, hasta que las palabras se vuelvieron inteligibles. El mensaje era claro. No puede ser, me dije a mi mismo primero en voz baja ¡No puede ser! repetí voz en grito rompiendo la paz de este mundo silencioso

[Continuará...]

martes, 14 de septiembre de 2010

EVOLUCION. PARTE 1.


Mi nombre es Donald Summers, y los acontecimientos de los últimos días, han cambiado mi vida para siempre. Estaba acostumbrado a vivir solo en mi apartamento. Mi casa estaba llena de comics, libros de rol, películas fantásticas, y como no, revistas y videos porno, enseres básicos si perteneces a mi grupo. Lo importante es que no solía salir de casa para nada, podían pasar días, semanas, meses, y lo más divertido para mi, era sin duda descargar el siguiente capítulo de mi serie favorita, a ración de una por día de la semana, jugar al Deep Space, un maravilloso juego de zombis en una nave espacial, y crear partidas de rol online.

Entre todo esto, y que vivo en un bajo sin ventanas, dentro de un patio interior, es normal que no me enterada de nada, hasta que fue demasiado tarde. Hace ya un mes. Ahora sin embargo me he convertido en un líder, tengo un ejército a mis órdenes, que siguen cualquier mandato sin rechistar, la gente normal, sale huyendo cuando me ven a mí y a los míos por la calle, y todo gracias a una visita inesperada de mi ex novia.

Lucia, así se llamaba ella, y si alguna vez le guarde rencor, ha quedado redimida por completo, aunque claro, el susto inicial fue de cojones. Estaba tan tranquilo matando zombis alienígenas cuando escuche que golpeaban la puerta. No tenía ganas de hablar con nadie, pero desde luego eran insistentes, eso, y que no se habían percatado del timbre que hay a la izquierda. Así que al final no me quedo más remedio que acercarme y abrir. Era Lucia, le acompañaban Teresa, Julia, y María, o más vulgarmente conocidas, como las tres arpías que tenia por amigas.

Me odiaban, yo no podía hacer lo mismo, porque estaban buenísimas, bueno, en ese momento habían perdido gran parte de su atractivo. A Teresa le faltaba un ojo, Julia tenía un brazo menos, María tenía un boquete en el estomago desde el que podía ver el exterior, y Lucia, bueno, le habían arrancado el corazón. Las cuatro se abalanzaron sobre mí, aprovechando que me había quedado de piedra ante tal atrocidad. En cualquier otra situación, esto hubiera sido un autentico sueño, pero cuando el primer mordisco me arranco la yugular de cuajo, hacedme caso, no fue nada divertido. Eso sí, puedo decir con orgullo, que me devoraron cuatro mujeres, y no sé porque, ahora me resulta hasta excitante.

El caso es que ha pasado un mes, y gracias a mis conocimientos sobre la materia, puedo decir que soy un zombi, pero no uno cualquiera, he visto cientos de películas, desde George Romero, a veintiocho días. En todas ellas, ya sea por infección, por arte de magia, o porque pasa y punto, los zombis se comportan de una manera irracional, no tienen la capacidad para desarrollar capacidades básicas de movimiento porque sus músculos están muertos, no pueden hablar, y son solo trozos de carne andante que buscan comida. Hasta mi nacimiento. No se cual es el motivo, ni la razón, pero he conservado todas y cada una de mis habilidades de cuando estaba vivo, ellos se han dado cuenta, y me siguen ciegamente, soy como el cerebro que les dice como tienen que hacer las cosas.

Soy igual que un ser vivo, bueno, quitando que me falta un trozo de carne en el cuello, medio muslo de la pierna izquierda, y llevo lo que queda de mis tripas colgando, pero si quitáramos todo eso, y mi apetito insaciable por la carne humana, nadie notaria la diferencia. Me he convertido en lo que se catalogaría como un Señor de los zombis. Y queridos seres vivos, tened algo claro. Soy un friki con un ejército imparable a sus pies, y a punto de conseguir el mayor de sus deseos. Dominar el mundo, o mejor dicho, comermelo.

Continuara....

viernes, 3 de septiembre de 2010

El Peor Trabajo del Mundo. Conclusión



Las siete en punto. El insistente “bleep” del despertador resonó un par de veces hasta que de un manotazo, Rubens lo silenció. Se incorporó, somnoliento y sonriente: la luz del amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana. Un nuevo día. Rubens miró entonces a su lado, donde reposaba Rebeca. Sonrió y dejó caer un tierno beso en su mejilla. Ella, entre sueños, murmuró algo parecido a “que tengas un buen día, cielo…” y volvió a dormirse con una sonrisa.

Rubens se enfundó en su traje negro de oficina y, engullendo a toda prisa su café y un bollo de leche, se dispuso a salir, no sin antes hacer una parada ante el dormitorio de Jeremy. El crío dormitaba a pierna suelta, bajo la mirada de sus posters de películas y de grupos de rock.

Terminando de ponerse la chaqueta, Rubens atravesó el pasillo de su pequeña casa. Se detuvo un instante ante la puerta principal y se dio cuenta de que se le olvidaba algo. Algo crucial. Volvió sobre sus pasos y regresó al salón. Con prisas pero no sin cariño, Rubens dejó caer un poco de comida para peces sobre la pecera mientras sus dos ocupantes, El Doctor y Rose nadaban algo hambrientos.

- Casi olvido vuestro desayuno, chicos. – Rubens espolvoreaba la comida mientras los dos pececillos nadaban entre la pequeña cabina de teléfonos azul que formaba parte de la decoración de la pecera. – No os metáis en líos, ¿vale?

Menos de dos minutos después, Rubens salía con su coche del garaje. Mientras maniobraba, pudo ver el pequeño montículo bajo el árbol del jardín: el último lecho de Mr. Whisker. Rubens sonrió. Aquello le recordó que ya no tenía que preocuparse por dejar la pecera sin cerrar. Era una de las ventajas de que Mr. Whisker hubiese tenido ese terrible accidente.

La otra, por supuesto, era que sin él, ya no quedaba nadie capaz de notar que bajo la piel de Rubens Goodwin se encontraba realmente otra persona. Bueno, eso no era del todo correcto. Lo cierto es que todos notaron el cambio. Rebeca, la que más. Pasó de estar a base de calmantes y a un paso del divorcio a volver a disfrutar de un marido aparentemente normal. Decía que aquellas horribles acuarelas de paisajes marítimos que a Rubens le había dado por pintar eran – y cito textualmente - “las tolerables aunque feísimas secuelas” que aun quedaban tras el accidente.

Por lo demás, Rubens había dejado de hablar a solas. Había vuelto a su trabajo de teleoperador y, desde entonces (hacía ya tres años), todo había vuelto a ir bien para los Goodwin.

Salvo, como ya he dicho, por el pequeño detalle sin importancia de que Rubens Goodwin era, en realidad, John.

Pasaban de las siete y media y, en cualquier otra circunstancia, John habría llegado tarde. Sin embargo esa mañana el tráfico era inexistente. A John le daba igual. Estaba tan concentrado escuchando uno de los CDs de música que no pensaba en nada. Disfrutaba de cada uno de esos detalles que nunca había apreciado. En su anterior trabajo nunca había tenido que conducir. Y esa sensación le gustaba. Le gustaban en especial los atascos: ¡el sonido del claxon! ¡de los intercambios de insultos! Dios… ¡había tanta vida en los atascos!

Dejando atrás la desolada avenida principal, John aparcó su modesto utilitario bajo la sombra del enorme rascacielos en el que trabajaba. Sobre la plaza de parking podía leerse “GOODWIN, R. – Jefe de Personal”. Antes de bajar, John la miró por unos segundos y sonrió de nuevo al verse reflejado en el espejo retrovisor. Negó con la cabeza mientras recordaba cómo hablaba el auténtico Rubens Goodwin de su trabajo. Él, sin embargo, había sabido verle el lado bueno. Quizá porque el trabajo de John (y el de su padre, y el de su abuelo, y el de su bisabuelo…) había sido un trabajo especialmente silencioso. Normalmente lo único que escuchaban eran las súplicas de los moribundos… cuando aun podían hablar, claro. En muchas ocasiones, su único trabajo era llevar a las almas dormidas hasta su destino.

Pero ¿teleoperador? Era un trabajo demencialmente ruidoso. El ensordecedor y constante zumbido de los teléfonos; las docenas de voces de los otros operadores hablando al mismo tiempo; los gritos al otro lado de la línea… ¡todo ese maravilloso ruido era vida! ¡Vida en estado puro!

Y por eso John adoraba ir a trabajar. Adoraba cada minuto que pasaba allí. De hecho, empezó a hacer horas extras. Y así, poco a poco, fue escalando puestos. Ahora que era jefe de personal ya no tenía porqué ponerse al teléfono. Pero de vez en cuando, lo hacía. Por puro y sencillo placer.

John bajó del coche pensando que cambiar papeles con Rubens Goodwin había sido lo mejor que había hecho en su vida.

- Espero que a él también le haya ido bien.

Y habiendo dicho eso en voz alta, John se acercó a las puertas del edificio. Y fue en ese momento en el que fue totalmente consciente de que algo muy extraño estaba pasando. Tras el mostrador no había nadie. Ni Louis, ni Michael ni Linda… Nadie.

Los ascensores no funcionaban así que John tomó las escaleras. Antes de llegar al cuarto piso, comprobó que en ninguna de las plantas anteriores había nadie. Ni un alma. Llamó en voz alta a algunos de sus compañeros. Nadie contestó.

Al entrar en su despacho, John sintió un escalofrío desagradable. No había sentido nada parecido desde que…

- Desde que retorciste el cuello de Mr. Whisker.
La voz a su espalda era profunda y gutural. Pero aun así, John pudo reconocer aquel timbre frío, como de lápida contra lápida. John se dio la vuelta.
- Estuve allí cuando el pobre murió… Aunque claro, tu no pudiste verme, John.

- Rubens… - John tragó saliva – Cuanto tiempo…
Rubens estaba ahí, bajo el umbral de su despacho. Tenía el mismo aspecto demacrado que había lucido John en su momento. La misma túnica. La misma guadaña. Sin embargo había algo… Algo distinto.
Mientras John temblaba, enfundado en el traje (y el cuerpo) de su antiguo “colega”; Rubens recorrió con la mirada el despacho.

- Veo que has prosperado siendo yo…
- Rubens… Si has venido a por mí… - John trató de mantener algo de firmeza. ¿Así era como se habían sentido todos sus clientes?
- No, John… - Rubens esbozó lo que para una Parca debería ser una sonrisa tranquilizadora – No he venido por eso… He venido para darte un regalo, como agradecimiento.

John se quedó de piedra.

- ¿A-agradecimiento? ¿Por…?
- Por el intercambio. – Rubens miró otra vez el despacho – Te ha ido bien. Has promocionado. Y bueno… - de nuevo aquel burdo sucedáneo de sonrisa – Yo también he subido algunos escalafones.

De repente, un terrible sonido (como el de un millar de trompetas disonantes) hizo temblar hasta los cimientos del edificio. John tuvo que taparse los oídos mientras los cristales de la ventana se hacían añicos.

- Vaya… - Rubens miró fugazmente por la ventana – Debo irme. No quiero que empiecen sin mi. – Caminó hasta la puerta y le dedicó una última sonrisa a John. – Saluda a Rebeca y a Jeremy de mi parte.
- Es… ¡Espera! – John trató de acercarse pero sus piernas no respondían – Mencionaste un regalo…

Rubens lo miró y, esta vez sin sonrisa, se limitó a dejar caer las frases como losas de sepulcro.

- Ya lo has visto esta mañana. Rebeca. Jeremy. El Doctor y Rose. Tanto ellos como tú tenéis inmunidad diplomática.
- ¿Inmunidad…? ¿Ante qué…?

Rubens no contestó. Ni falta que hizo. Desde allí arriba, John pudo escuchar el estremecedor relincho de cuatro caballos. No necesitó mirar por el destrozado ventanal para comprender quienes eran los nuevos compañeros de trabajo de Rubens.

Como teleoperador, John había prosperado. Pero Rubens había llegado mucho más arriba en su nuevo trabajo. Un trabajo que, a fin de cuentas no solamente había sido el peor del mundo. También iba a ser el último.