viernes, 3 de septiembre de 2010

El Peor Trabajo del Mundo. Conclusión



Las siete en punto. El insistente “bleep” del despertador resonó un par de veces hasta que de un manotazo, Rubens lo silenció. Se incorporó, somnoliento y sonriente: la luz del amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana. Un nuevo día. Rubens miró entonces a su lado, donde reposaba Rebeca. Sonrió y dejó caer un tierno beso en su mejilla. Ella, entre sueños, murmuró algo parecido a “que tengas un buen día, cielo…” y volvió a dormirse con una sonrisa.

Rubens se enfundó en su traje negro de oficina y, engullendo a toda prisa su café y un bollo de leche, se dispuso a salir, no sin antes hacer una parada ante el dormitorio de Jeremy. El crío dormitaba a pierna suelta, bajo la mirada de sus posters de películas y de grupos de rock.

Terminando de ponerse la chaqueta, Rubens atravesó el pasillo de su pequeña casa. Se detuvo un instante ante la puerta principal y se dio cuenta de que se le olvidaba algo. Algo crucial. Volvió sobre sus pasos y regresó al salón. Con prisas pero no sin cariño, Rubens dejó caer un poco de comida para peces sobre la pecera mientras sus dos ocupantes, El Doctor y Rose nadaban algo hambrientos.

- Casi olvido vuestro desayuno, chicos. – Rubens espolvoreaba la comida mientras los dos pececillos nadaban entre la pequeña cabina de teléfonos azul que formaba parte de la decoración de la pecera. – No os metáis en líos, ¿vale?

Menos de dos minutos después, Rubens salía con su coche del garaje. Mientras maniobraba, pudo ver el pequeño montículo bajo el árbol del jardín: el último lecho de Mr. Whisker. Rubens sonrió. Aquello le recordó que ya no tenía que preocuparse por dejar la pecera sin cerrar. Era una de las ventajas de que Mr. Whisker hubiese tenido ese terrible accidente.

La otra, por supuesto, era que sin él, ya no quedaba nadie capaz de notar que bajo la piel de Rubens Goodwin se encontraba realmente otra persona. Bueno, eso no era del todo correcto. Lo cierto es que todos notaron el cambio. Rebeca, la que más. Pasó de estar a base de calmantes y a un paso del divorcio a volver a disfrutar de un marido aparentemente normal. Decía que aquellas horribles acuarelas de paisajes marítimos que a Rubens le había dado por pintar eran – y cito textualmente - “las tolerables aunque feísimas secuelas” que aun quedaban tras el accidente.

Por lo demás, Rubens había dejado de hablar a solas. Había vuelto a su trabajo de teleoperador y, desde entonces (hacía ya tres años), todo había vuelto a ir bien para los Goodwin.

Salvo, como ya he dicho, por el pequeño detalle sin importancia de que Rubens Goodwin era, en realidad, John.

Pasaban de las siete y media y, en cualquier otra circunstancia, John habría llegado tarde. Sin embargo esa mañana el tráfico era inexistente. A John le daba igual. Estaba tan concentrado escuchando uno de los CDs de música que no pensaba en nada. Disfrutaba de cada uno de esos detalles que nunca había apreciado. En su anterior trabajo nunca había tenido que conducir. Y esa sensación le gustaba. Le gustaban en especial los atascos: ¡el sonido del claxon! ¡de los intercambios de insultos! Dios… ¡había tanta vida en los atascos!

Dejando atrás la desolada avenida principal, John aparcó su modesto utilitario bajo la sombra del enorme rascacielos en el que trabajaba. Sobre la plaza de parking podía leerse “GOODWIN, R. – Jefe de Personal”. Antes de bajar, John la miró por unos segundos y sonrió de nuevo al verse reflejado en el espejo retrovisor. Negó con la cabeza mientras recordaba cómo hablaba el auténtico Rubens Goodwin de su trabajo. Él, sin embargo, había sabido verle el lado bueno. Quizá porque el trabajo de John (y el de su padre, y el de su abuelo, y el de su bisabuelo…) había sido un trabajo especialmente silencioso. Normalmente lo único que escuchaban eran las súplicas de los moribundos… cuando aun podían hablar, claro. En muchas ocasiones, su único trabajo era llevar a las almas dormidas hasta su destino.

Pero ¿teleoperador? Era un trabajo demencialmente ruidoso. El ensordecedor y constante zumbido de los teléfonos; las docenas de voces de los otros operadores hablando al mismo tiempo; los gritos al otro lado de la línea… ¡todo ese maravilloso ruido era vida! ¡Vida en estado puro!

Y por eso John adoraba ir a trabajar. Adoraba cada minuto que pasaba allí. De hecho, empezó a hacer horas extras. Y así, poco a poco, fue escalando puestos. Ahora que era jefe de personal ya no tenía porqué ponerse al teléfono. Pero de vez en cuando, lo hacía. Por puro y sencillo placer.

John bajó del coche pensando que cambiar papeles con Rubens Goodwin había sido lo mejor que había hecho en su vida.

- Espero que a él también le haya ido bien.

Y habiendo dicho eso en voz alta, John se acercó a las puertas del edificio. Y fue en ese momento en el que fue totalmente consciente de que algo muy extraño estaba pasando. Tras el mostrador no había nadie. Ni Louis, ni Michael ni Linda… Nadie.

Los ascensores no funcionaban así que John tomó las escaleras. Antes de llegar al cuarto piso, comprobó que en ninguna de las plantas anteriores había nadie. Ni un alma. Llamó en voz alta a algunos de sus compañeros. Nadie contestó.

Al entrar en su despacho, John sintió un escalofrío desagradable. No había sentido nada parecido desde que…

- Desde que retorciste el cuello de Mr. Whisker.
La voz a su espalda era profunda y gutural. Pero aun así, John pudo reconocer aquel timbre frío, como de lápida contra lápida. John se dio la vuelta.
- Estuve allí cuando el pobre murió… Aunque claro, tu no pudiste verme, John.

- Rubens… - John tragó saliva – Cuanto tiempo…
Rubens estaba ahí, bajo el umbral de su despacho. Tenía el mismo aspecto demacrado que había lucido John en su momento. La misma túnica. La misma guadaña. Sin embargo había algo… Algo distinto.
Mientras John temblaba, enfundado en el traje (y el cuerpo) de su antiguo “colega”; Rubens recorrió con la mirada el despacho.

- Veo que has prosperado siendo yo…
- Rubens… Si has venido a por mí… - John trató de mantener algo de firmeza. ¿Así era como se habían sentido todos sus clientes?
- No, John… - Rubens esbozó lo que para una Parca debería ser una sonrisa tranquilizadora – No he venido por eso… He venido para darte un regalo, como agradecimiento.

John se quedó de piedra.

- ¿A-agradecimiento? ¿Por…?
- Por el intercambio. – Rubens miró otra vez el despacho – Te ha ido bien. Has promocionado. Y bueno… - de nuevo aquel burdo sucedáneo de sonrisa – Yo también he subido algunos escalafones.

De repente, un terrible sonido (como el de un millar de trompetas disonantes) hizo temblar hasta los cimientos del edificio. John tuvo que taparse los oídos mientras los cristales de la ventana se hacían añicos.

- Vaya… - Rubens miró fugazmente por la ventana – Debo irme. No quiero que empiecen sin mi. – Caminó hasta la puerta y le dedicó una última sonrisa a John. – Saluda a Rebeca y a Jeremy de mi parte.
- Es… ¡Espera! – John trató de acercarse pero sus piernas no respondían – Mencionaste un regalo…

Rubens lo miró y, esta vez sin sonrisa, se limitó a dejar caer las frases como losas de sepulcro.

- Ya lo has visto esta mañana. Rebeca. Jeremy. El Doctor y Rose. Tanto ellos como tú tenéis inmunidad diplomática.
- ¿Inmunidad…? ¿Ante qué…?

Rubens no contestó. Ni falta que hizo. Desde allí arriba, John pudo escuchar el estremecedor relincho de cuatro caballos. No necesitó mirar por el destrozado ventanal para comprender quienes eran los nuevos compañeros de trabajo de Rubens.

Como teleoperador, John había prosperado. Pero Rubens había llegado mucho más arriba en su nuevo trabajo. Un trabajo que, a fin de cuentas no solamente había sido el peor del mundo. También iba a ser el último.

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