De su nariz empezaron a deslizar unos surcos enormes de sangre que le recorrieron el brazo hasta la mano y de ahí al arma oculta en el maletín con la que planeaba atracar el banco. Demasiada presión para un hombre acostumbrado a amasar fortuna a base de documentos, contratos y abogados. Un hombre desesperado que lo había perdido todo en un abrir y cerrar de ojos. Presa del pánico, el desgraciado había intentado salir del banco por la vía fácil, que casualmente era la más dolorosa y también la menos efectiva. El golpe activó la alarma antirrobo del banco, que empezó a bramar como un estadio enfebrecido. El ruido pasó de insoportable a ensordecedor y si los tímpanos gritasen de dolor de seguro que habrían pedido ayuda. El estrés se había apoderado de la sala y había que tomar medidas.
- Joder que estoy aburrida de tanta inutilidad masculina. Voy a acabar con esto a mi manera. - Y era cierto que Rossana tenía balas de sobra para hacerlo.
Su corazón palpitaba de pura adrenalina y palpitó todavía más fuerte cuando se giró y vio a Laura encarándola a escasos centímetros. Cuando vio esos ojos ensangrentados, llenos de ira, buscando ajusticiamiento, el corazón estuvo a punto de atravesarle las costillas. No había pasado tanto miedo en su vida. Su mundo se esfumaba y dejaba de ser como lo había conocido. Notó cómo el sonido se desvanecía hasta llegar a desaparecer. Una sensación de eternidad, de ensimismamiento. Estaban ellas dos. Rossana y Laura. Laura y Rossana. Y las palabras que se llevaron su voluntad y la convirtieron en un soldado. Ahora buscaba Justicia. Justicia con mayúsculas. Se había convertido en juez, víctima y verdugo. Y lo sabía por las caras de incredulidad con que ellos la miraban. La miraban y la apuntaban con sus pistolas oficiales, amenazantes. Rossana se encontraba de repente en el exterior, frente a la entrada del banco, en la parte superior de la escalinata principal. Pero ya no era Rossana. En la acera de enfrente había seis policías: hombres que se habían ganado el ascenso a base de palizas y abusos a extranjeros y delincuentes de poca monta. No les gustaba Rossana porque su pulso era firme y su decisión, inapelable.
- (¡¡Los depredadores merecen morir!! ) – Le había dicho la niña.
En el interior el ruido no cesaba. Lo que aprovechó el valiente Luis Padilla para hacer lo que muchos no se atreverían con un ojo morado: reunió fuerzas para levantarse, ayudó a Marta a levantarse y la llevó hasta el despacho principal, para desde allí desconectar la alarma. Al menos ya no le dolerían los oídos y era indudable que estaba en un sitio privilegiado para ver todos los movimientos del interior del banco. Por suerte los teléfonos móviles empezaban a dejar de sonar y ya se podía distinguir alguna de las melodías remanentes. Éstas formaban una macabra sinfonía audiovisual con los trozos de sangre y vísceras que desde el exterior y al unísono con la música intentaban atravesar la puerta principal de vidrio sin conseguirlo. La escena era horripilante: Un atracador desmayado, la otra masacrada, un hombre inconsciente con las cervicales fracturadas y la nariz rota, un guardia asesinado y una mujer enfrentándose a sus demonios. Quiso activar el protocolo de emergencia, bloquear el sistema de cuentas, sellar la caja fuerte, asegurar las puertas. Podría aprovechar que Marta estaba a salvo para enfrentarse a los intrusos. Pero cuando miro a Marta para decirle que todo iba a salir bien descubrió que a quien iba a hablar ya no era Marta y que aquellos ojos no presagiaban nada bueno.
- Lo siento Marta. Hay demasiado en juego – El Director intentó golpearla con una pesada estatua que había encima de su mesa pero Marta fue más rápida y le clavo el abrecartas en el único ojo que le quedaba sano. Esta vez el dolor era mayor que la vergüenza.
- (¡¡Los avariciosos merecen morir!! ) – Le había dicho la niña.
A escasos metros del despacho Luis Saravia empezaba a recuperar el sentido. Deseaba que todo fuese un sueño, pero los ojos que le miraban eran muy reales.
- T.. Tu… Tu... N… nnn…. No t…. te… mu…mmm… muevas… - Dijo mientras apuntaba a la niña con la mano que no tenía pistola. La niña seguía mirándole.
- Y… di di di… dim… dime qu… que… quien… - Se estaba meando encima.
No sabría decir si fue cuando le llego el olor a sangre, cuando vio a María coger el arma del maletín, a las sombras de los policías preparándose para entrar en el edificio o cuando comprendió que estaba atracando un banco custodiado por un demonio vengativo y justiciero. Pero lo cierto es que cuando la cosa ya no podía ir a peor, Luis Saravia, agotado, se desmayo y cayó al suelo por segunda vez.
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