viernes, 30 de marzo de 2012

El Peor Robo del Mundo. Segunda Parte


Y fue en aquel preciso instante cuando María Almeida sintió una punzada de auténtico terror. Contempló, nerviosa, las caras de sorpresa de todos los allí presentes, incluida la propia atracadora. Ésta se aproximó al cuerpo de su cómplice, sin dejar de apuntar su arma a Luis y Marta. No necesitó encañonar al también atónito José León, quien seguía abrazado a su maletín como quien se aferra a un salvavidas durante un naufragio. La propia hija de María había enmudecido ante la súbita y fulminante caída del atracador. Todos estaban demasiado sorprendidos como para percatarse de que María Almeida había dejado de abrazar a su hija. La soltó, alejándose de ella, como quien se da cuenta por primera vez que su adorable cachorro se ha convertido en un Rotweiller.

La joven Laura notó el cese de aquel abrazo consolador y miró a su madre. Hacía años que no veía aquella mirada en sus ojos. Concretamente, cuatro años atrás. En aquella época, Laura aun dormía con pijamas decorados por personajes de “La Aldea del Arce” y no comprendía por qué su cuerpo había comenzado a cambiar. Tampoco comprendía por qué su padre se había convertido en un monstruo que gritaba a su madre cada noche. Laura solía espiar las terribles discusiones desde el borde de la puerta entreabierta de su habitación. Y fue una noche, cuatro años atrás, en la que su padre, con sus casi cien kilos de peso, alzó su brazo para descargar un fuerte puñetazo contra su madre. La ira y el desprecio despertaron en el corazón de aquella niña de apenas once años. Pero algo más lo hizo en su cerebro. Algo muy especial.

De aquella noche, Laura solo recordaba haberle gritado algo a su padre, entre lágrimas de pura furia. Recordaba haberle visto mirarla con los ojos muy abiertos, casi llorosos, coger su gabardina, su sombrero y su paraguas. Y acto seguido, desaparecer por la puerta… para no volver jamás. La policía llegó a la mañana siguiente: un camión había atropellado a su padre al cruzar la calle, apenas dos manzanas más allá. Los testigos aseguraban que andaba de forma mecánica, como si estuviera sonámbulo. Aquella había sido la versión oficial y la historia tal como Laura la había asumido.

O al menos lo fue hasta hacía unos seis meses.

Fue entonces, cuando se consumió el último euro del seguro de vida que su marido había contratado, el momento en que una desesperada María Almeida sentó a su hija en la cocina de su embargadísimo piso. Hasta entonces, María había tratado de olvidar y enterrar el recuerdo de lo que su hija había hecho aquella noche. Unas palabras que, por el contrario, habían quedado inmortalizadas. “Te odio: ¡ojalá te atropelle un camión!”. El deseo de una niña dolida, enfadada y de tan solo once años… y que aquel hombre había cumplido sin temor alguno.

María Almeida siempre había sido una mujer devota. Creía en los santos y en los milagros. Y cuando aquello sucedió comprendió que Dios había bendecido a su hija. Y si no había querido abusar de aquel don había sido porque habría estado mal. Pero en aquella situación desesperada, María decidió que si aquella bendición había salvado su vida de manos de un marido maltratador… quizá también pudiera salvarlas del embargo. Así, desde hacía meses, bajaba con su hija a la sede de aquella pequeña entidad bancaria. Y así, desde hacía meses, el don de Laura las había permitido retirar fondos manipulando las mentes de sus responsables. Eran cantidades pequeñas, por supuesto: ya no solo por no abusar del don que Dios le había dado a su hija, sino porque María sabía que llamar la atención atraería consigo graves problemas. En el fondo, siempre había temido que las acabaran descubriendo.

Pero jamás imaginó que aquello pudiese suceder. Ya no sólo que las pillara un atraco como éste. Sino que su hija hiciese aquello. De forma fría. Implacable.

María se separó de Laura, arrastrándose por el suelo. La chica la miró, entre sorprendida y aun sollozante.

- ¿Ma… mamá?

- No… No te me acerques… -

María trató de ponerse en pié. En su cabeza, de repente, todo había adquirido un nuevo sentido. Aquel don no había sido dado por Dios… sino por el Diablo. Y ellas, como auténticas fariseas, habían abusado de él. Lo habían corrompido. Y ese hombre que yacía en el suelo era la muestra.

- Joder… ¿Qué coño hacéis las dos? – Rossana encañonó a la madre. - ¡Vuelve al suelo, zorra!

María siguió alejándose de Laura. Y por un segundo Rossana pensó que la madre parecía más asustada de su propia hija que de la pistola que la encañonaba. Aunque aquello no tenía puto sentido, claro.

- No… No te me acerques... – el rostro de María era arcilla blanca. Pánico absoluto.

- Mamá… Te juro que no he sido yo… ¡No he sido yo! – Laura trataba, aun con lágrimas en los ojos, de llegar a su madre. – No he sido…

- ¡Joder! ¡Al suelo las d…!

Pero Rossana no llegó a terminar la frase. La adolescente se desplomó sobre el suelo de mármol de la sucursal. Sus ojos, abiertos de par en par, estaban inyectados en sangre. Inertes. A María Almeida le faltó el aire en sus pulmones y su boca se abrió, sin poder articular ni el más ínfimo quejido de pavor, sorpresa y dolor.

Fue la única que no reaccionó cuando, de repente, comenzaron a sonar todos los teléfonos de la sucursal.

[Continuará]

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