En lo más profundo de la bodega, bajo una desnuda bombilla, aquellos lobos de mar murmuraban entre dientes a la espera de que el hombre situado en medio de todos ellos tomase una decisión. Duncan Espinoza tenía el rostro de piedra, marcado con las arrugas de un viejo sauce. Ojos pequeños de color negro, pelo largo y gris, enredado y siempre despeinado. Y una voz tan cascada por el aguardiente que apenas si tenía fuerza para gritar. Algo que jamás necesitó un hombre como Duncan Espinoza para hacerse respetar: incluso con aquella apagada voz, había mantenido a raya a la tripulación cuando afrontaron una epidemia de fiebre caribeña, dos años atrás. Las malas lenguas decían que incluso había tirado por la borda a dos marineros daneses a los que pilló colando varios fajos de cocaína. Casi todos respetaban a Pablo Hoyosa, el capitán. Todos temían a Espinoza.
Y finalmente, abrió los ojos y separo las manos, las cuales había mantenido en pose orante, pensativo. Estaba a punto de decir que sí: que las cosas habían llegado demasiado lejos en el “Pescador”. Aquella niña se había convertido en una amenaza e incluso los menos supersticiosos entre la tripulación preferían curarse en salud y librarse de ella a desafiar a la mala suerte.
Fue en ese momento cuando todos escucharon el golpe. El resonar metálico del pequeño sumergible descendiendo camino del agua, rozando la chapa del “Pescador”. Espinoza miró a su alrededor y comprendió que no había nadie de guardia. Nadie había podido ver al capitán Hoyosa subir a bordo del submarino con la pequeña en brazos.
Los pasos apresurados de la tripulación resonaron en el interior del pesquero, sacando a Gregory Demave del primer sueño agradable que había tenido desde que las cosas habían empezado a ir mal a bordo del “Pescador”. Aun confuso, Gregory se dio cuenta de que Finn no estaba en su camastro. Sin apenas haber asumido su extrañeza, sintió golpes en la puerta metálica. Pese a su corpulencia, tampoco pudo reaccionar cuando, nada más abrir, tres de los marineros del barco lo agarraron con fuerza, llevándolo casi a rastras hasta el puente de mandos. Allí, Espinoza le esperaba con un puñado de preguntas y un viejo revólver calibre treinta y ocho. ¿Dónde estaba su amigo, el canijo Finn? ¿Qué había hecho con el capitán Hoyosa? Con su peculiar acento francés, Gregory trató de calmar los ánimos del enfurecido contramaestre. Pero decir la verdad, que no sabía nada ni de Finn ni del capitán, tan sólo le sirvió para recibir un fuerte culatazo en la mandíbula.
Espinoza no llegó a repetir las preguntas: lo interrumpió Andrés Tordelloso, un atolondrado argentino de apenas veintipocos años al que, poco antes, había enviado a mirar si había pista alguna del capitán en su camarote. El chico, conteniendo el nerviosismo, le dijo que no había encontrado nada pero que algo raro le pasaba a la radio de onda corta. Espinoza miró a Gregory y éste comprendió que lo necesitaba. Nadie más sabía manejar aquel aparato.
El grueso de la tripulación se agolpaba en el estrecho corredor que terminaba en el angosto camarote, con sus paredes cubiertas de posters de chicas ligeras de ropa, donde Finn y Demave habían montado su pequeño puesto de operaciones. Los marineros trataban de escuchar algo en aquella niebla de ruido y estática. Sentado ante el aparato de radio, Gregory trataba de encontrar la frecuencia adecuada que le permitiese captar con claridad las palabras de Hoyosa. Repetía una y otra vez el llamamiento al capitán para que les diese su posición. Pero la voz entrecortada de Hoyosa apenas se dejaba escuchar, sumergida bajo la estridente estática. Espinoza, a su lado, apoyaba el cañón del calibre treinta y ocho contra su cuello, como si el corpulento francés pudiera hacer algo más de lo que ya estaba haciendo. De repente, las luces del barco comenzaron a fluctuar. La mar, que hasta entonces había estado en calma, se vio sacudida por una súbita corriente que hizo que todo el mundo a bordo tuviese que aferrarse a algo para no caer de bruces. De haber sido un poco más fuerte, quizá el dedo de Espinoza hubiese apretado el gatillo. En tal caso, la oreja izquierda de Demave habría quedado reducida a un colgajo sangriento. La trayectoria de la bala habría destrozado el equipo de radio. Y sin él, no habrían podido recibir las que serían las últimas órdenes del capitán Hoyosa.
Pero aquella sacudida se limitó a zarandear lo suficiente el barco como para que la antena receptora captase por fin la frecuencia adecuada. Y, con una mirada entre victoriosa y sorprendida, Demave se aferró a los gruesos auriculares de la radio, captando finalmente, alto y claro, la voz del capitán Pablo Hoyosa. Durante un segundo, todos los allí presentes contuvieron el aliento. El jolgorio prendió en ellos cuando Demave confirmó asintiendo que sí, que el capitán seguía con vida. Espinoza arrebató los auriculares al francés y tomó el micrófono. Junto a dos o tres insultos que sólo dos viejos amigos pueden intercambiarse sin acritud, Espinoza pidió a Hoyosa que le diese su posición. Usarían una grúa para subir el sumergible y le subirían en menos de lo que se tarda en vaciar una botella de buen ron cubano.
Fue entonces cuando todos vieron como el semblante de Espinoza pasaba a ser gris. Las palabras de Hoyosa solo recayeron en los oídos de su contramaestre, un hombre al que todos creían tan duro que muchos aseguraban que lloraba lágrimas de piedra. Sin embargo, los allí presentes comprobaron que en ellas no había otra cosa más que agua y sal. Todos le vieron asentir en silencio, mientras el nuevo capitán del “Pescador” escuchaba la última orden de su mejor amigo.
A cientos de metros bajo el agua, mientras el que había sido su barco durante más de media vida se alejaba; Pablo Hoyosa desconectó la radio. El calor asfixiante de aquel claustrofóbico sumergible habría vuelto loco a cualquiera. Por suerte para él, el capitán Hoyosa había pasado el límite de la cordura minutos antes. Sus manos desacoplaron los cierres de seguridad del depósito de combustible y varios mensajes de alarma comenzaron a resonar en la reducida cámara mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro. Mientras una aterciopelada voz de mujer advertía de la detonación inminente del sumergible, Hoyosa se acercó a la pequeña que agitaba, inocente, sus bracitos ante él. Fue la primera vez que la sostuvo sin temor ni asco desde que descubrió su auténtica naturaleza inhumana. La llevó en brazos hasta el pequeño ojo de buey y dejó que la pequeña viese con sus ojitos aquella masa inmensa y abotargada que yacía entre las rocas. Aquello que habían confudido con un simple objeto. Con una nave espacial. Aquella cosa yacía durmiente mientras el pequeño sumergible, como un insignificante mosquito se aproximaba a punto de hacer explosión.
En el último segundo un inmenso ojo, tan grande como el propio "Pescador", se abrió. Quizá fue el vibrar de las turbinas del sumergible al filo de la detonación. O la proximidad de Paz a aquella bestia inhumana. O quizá fuese la maldita casualidad, pensó el capitán. Pero cuando aquella gigantesca y grotesca pupila le contempló, Pablo Hoyosa alzó en brazos a Paz, mostrándola a través del ojo de buey y pronunciando las que serían sus últimas palabras.
- Enhorabuena, zorra. Ha sido niña.
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