Sin pensarlo, Pablo Hoyosa se lanzó a la mar en pos del trastornado científico y la pequeña niña. El frío choque contra el agua le desorientó en un primer momento. A tientas braceó, nadó y se sumergió en las aguas tan negras como el alquitrán tratando de encontrarles. Pero la oscuridad no dejaba ver más allá de la enorme plancha de acero curvada que era la borda del “Pescador”.
Exhausto, Pablo estaba a punto de darse por vencido cuando un débil chapoteo le llamó la atención. Con sus últimas fuerzas nadó hacia dónde había oído el ruido. Allí vio a Finn Redhouse, el terriblemente lógico y cuadriculado científico fuera de sí, con la cara desencajada, totamente desquiciado. Con mirada enloquecida, babeando de rabia y entre balbuceos incomprensibles, mantenía a la criatura bajo el agua con una furia y violencia tal, que si ésta no moría por la asfixia, lo haría irremediablemente por las contusiones y lesiones causadas.
Sin darse tiempo a pensar ni reflexionar, Pablo Hoyosa hizo lo que cualquier ser humano haría. Golpeó al esmirriado Redhouse hasta que éste soltó a la niña. Lo golpeó una vez, otra, otra más y luego una vez más. Redhouse parecía no inmutarse. Seguía con su inconexa verborrea mientras Hoyosa se desgarraba los nudillos golpeándole sin parar.
Finn dejó de hacer fuerza sólo cuando los golpes de Pablo le hicieron perecer. Por entre el charco de sangre que rodeaba a Finn emergió la pequeña Paz, como si de su segundo nacimiento se tratara. Amoratada. Boqueando. Pero viva al fin y al cabo. Era un milagro que estuviera viva. Pablo no sabía cuánto tiempo llevaba bajo el agua, pero desde luego mucho más del que un bebé podía soportar, daba igual se repetía, está viva. Pablo, con la vista nublada y temblando, la cogió entre sus brazos para calmarla o quizás era a él mismo a quién quería calmar. Comenzó a nadar hacia el barco, dejando atrás el cuerpo inerte del científico. Trataba de no pensar en lo que acababa de suceder, pero el escozor de sus nudillos al rozar con cada movimiento la salada agua lo hacía casi imposible.
Con la cabeza aún dándo vueltas, empapado y sin entender qué podía haberle pasado al tranquilo Redhouse durante su exploración del fondo marino, Pablo Hoyosa entró en su camarote con la niña en brazos. Había subido por la escala del barco intentando no hacer ruido, no quería que nadie le viera, después de todo lo que había pasado, no sabía quién podría ser el siguiente en volverse loco. Tras atrancar la puerta y tapar los ojos de buey de su camarote buscó la toalla más limpia y menos áspera de todas las que tenía. Sobre ella puso a la pequeña Paz y comenzó a secarla.
Paz, silenciosa como siempre, miraba con sus enormes ojos a Pablo preguntando sin entender el porqué de todo aquello. Cuando él rozaba con la toalla las zonas de piel en las que Redhouse había aprisionado a la pequeña, ella lanzaba un grito mudo que le hacía estremecer. Los moratones de la pequeña causaban en Pablo el dolor que sólo lo desconcertante puede causar ¿Por qué? ¿Por qué tanto miedo, tanto odio, tanta rabia? Y entonces, mientras la secaba, vio la razón. Vio lo que el resto sólo había llegado, de alguna extraña manera, a presentir.
Al secar su cuello, Paz boqueó cómo hacen los peces fuera del agua. Extrañado Pablo volvió a pasar la toalla por el diminuto cuello de la niña. Tenía pliegues en la piel, pliegues que al levantar dejaban a la vista unas rojas y esponjosas cavidades, cómo las branquias de los peces.
Una ola de rechazo y asco recorrió el cuerpo de Pablo Hoyosa, que se alejó de golpe de la criatura. Ella boqueó asustada por el movimiento repentino de su salvador y le seguía con su expresiva mirada, implorando que volviera. Ahora era Pablo el que no sabía qué hacer, el que no sabía que pensar... ¿Había llegadosu turno para la locura?
Decenas, cientos, miles eran las historias de pescadores que desde tiempos ancestrales hablaban de criaturas que parecían humanas y no lo eran, de seres mitad humanos, mitad peces y ninguna de ellas acababa bien. Historias de muerte, de mal fario, de desagracias, de desolación…
Pablo miró de nuevo a la criatura y se encontró con Paz, una niña diminuta, indefensa, llena de heridas y moratones… era imposible que esa niña tuviera la culpa de todo lo que había estado pasando. Es cierto que desde que la niña nació habían sucedido muchas cosas extrañas, pero también era cierto que las cosas extrañas habían sucedido a medida que se acercaban a dónde la nave que perseguían había caído.
Pablo Hoyosa no se atrevía a dejar la niña sola. No sabemos si más por miedo de lo que le pudiera pasar o de lo que pudiera causar. El hecho es que en un total silencio fue hacia el camarote que Redhouse y Gregory usaban como centro de operaciones, allí guardaban todo el material recopilado durante su trabajo e inmersiones.
El pequeño submarino científico estaba dotado de un brazo mecánico, luces y varias cámaras para grabar todo lo que encontraran en el lecho marino. Y eso era precisamente lo que buscaba Pablo allí. No tardó en encontrar la grabación de la última inmersión y comenzó a visualizarla. Durante más de media hora de reproducción nada pasó. Agua, agua y más agua. De vez en cuando algún pez curioso se acercaba para jugar con las cámaras. A medida que los minutos pasaban las criaturas eran cada vez más escasas y más extrañas, algunas de ellas casi imposibles. Seres abisales que jamás había visto en toda su vida dedicada al mar. Luego, durante muchos minutos, hasta los más raros animales desaparecieron. Por fin el batiscafo llegó al fondo. Las cámaras habían recogido una enorme estructura cuadrada apoyada en el lecho, debía ser la nave caída del espacio. Cuando las cámaras se acercaron, lo que Pablo vio entonces, no era lo que esperaba. Su cabeza tardó en entender lo que sus ojos veían. Era aberrante, grotesco, era algo no humano.
Comenzaba a amanecer cuando Pablo Hoyosa aseguró la compuerta del pequeño submarino desde dentro. La claridad se filtraba por el enorme cristal frontal del ingenio cuando accionó los mecanismos para hacerlo descender al mar y encendió los motores. Tras apenas unos segundos sumergiéndose, la luz del amanecer desapareció para ellos. Allí abajo volvía a ser de noche.
Exhausto, Pablo estaba a punto de darse por vencido cuando un débil chapoteo le llamó la atención. Con sus últimas fuerzas nadó hacia dónde había oído el ruido. Allí vio a Finn Redhouse, el terriblemente lógico y cuadriculado científico fuera de sí, con la cara desencajada, totamente desquiciado. Con mirada enloquecida, babeando de rabia y entre balbuceos incomprensibles, mantenía a la criatura bajo el agua con una furia y violencia tal, que si ésta no moría por la asfixia, lo haría irremediablemente por las contusiones y lesiones causadas.
Sin darse tiempo a pensar ni reflexionar, Pablo Hoyosa hizo lo que cualquier ser humano haría. Golpeó al esmirriado Redhouse hasta que éste soltó a la niña. Lo golpeó una vez, otra, otra más y luego una vez más. Redhouse parecía no inmutarse. Seguía con su inconexa verborrea mientras Hoyosa se desgarraba los nudillos golpeándole sin parar.
Finn dejó de hacer fuerza sólo cuando los golpes de Pablo le hicieron perecer. Por entre el charco de sangre que rodeaba a Finn emergió la pequeña Paz, como si de su segundo nacimiento se tratara. Amoratada. Boqueando. Pero viva al fin y al cabo. Era un milagro que estuviera viva. Pablo no sabía cuánto tiempo llevaba bajo el agua, pero desde luego mucho más del que un bebé podía soportar, daba igual se repetía, está viva. Pablo, con la vista nublada y temblando, la cogió entre sus brazos para calmarla o quizás era a él mismo a quién quería calmar. Comenzó a nadar hacia el barco, dejando atrás el cuerpo inerte del científico. Trataba de no pensar en lo que acababa de suceder, pero el escozor de sus nudillos al rozar con cada movimiento la salada agua lo hacía casi imposible.
Con la cabeza aún dándo vueltas, empapado y sin entender qué podía haberle pasado al tranquilo Redhouse durante su exploración del fondo marino, Pablo Hoyosa entró en su camarote con la niña en brazos. Había subido por la escala del barco intentando no hacer ruido, no quería que nadie le viera, después de todo lo que había pasado, no sabía quién podría ser el siguiente en volverse loco. Tras atrancar la puerta y tapar los ojos de buey de su camarote buscó la toalla más limpia y menos áspera de todas las que tenía. Sobre ella puso a la pequeña Paz y comenzó a secarla.
Paz, silenciosa como siempre, miraba con sus enormes ojos a Pablo preguntando sin entender el porqué de todo aquello. Cuando él rozaba con la toalla las zonas de piel en las que Redhouse había aprisionado a la pequeña, ella lanzaba un grito mudo que le hacía estremecer. Los moratones de la pequeña causaban en Pablo el dolor que sólo lo desconcertante puede causar ¿Por qué? ¿Por qué tanto miedo, tanto odio, tanta rabia? Y entonces, mientras la secaba, vio la razón. Vio lo que el resto sólo había llegado, de alguna extraña manera, a presentir.
Al secar su cuello, Paz boqueó cómo hacen los peces fuera del agua. Extrañado Pablo volvió a pasar la toalla por el diminuto cuello de la niña. Tenía pliegues en la piel, pliegues que al levantar dejaban a la vista unas rojas y esponjosas cavidades, cómo las branquias de los peces.
Una ola de rechazo y asco recorrió el cuerpo de Pablo Hoyosa, que se alejó de golpe de la criatura. Ella boqueó asustada por el movimiento repentino de su salvador y le seguía con su expresiva mirada, implorando que volviera. Ahora era Pablo el que no sabía qué hacer, el que no sabía que pensar... ¿Había llegadosu turno para la locura?
Decenas, cientos, miles eran las historias de pescadores que desde tiempos ancestrales hablaban de criaturas que parecían humanas y no lo eran, de seres mitad humanos, mitad peces y ninguna de ellas acababa bien. Historias de muerte, de mal fario, de desagracias, de desolación…
Pablo miró de nuevo a la criatura y se encontró con Paz, una niña diminuta, indefensa, llena de heridas y moratones… era imposible que esa niña tuviera la culpa de todo lo que había estado pasando. Es cierto que desde que la niña nació habían sucedido muchas cosas extrañas, pero también era cierto que las cosas extrañas habían sucedido a medida que se acercaban a dónde la nave que perseguían había caído.
Pablo Hoyosa no se atrevía a dejar la niña sola. No sabemos si más por miedo de lo que le pudiera pasar o de lo que pudiera causar. El hecho es que en un total silencio fue hacia el camarote que Redhouse y Gregory usaban como centro de operaciones, allí guardaban todo el material recopilado durante su trabajo e inmersiones.
El pequeño submarino científico estaba dotado de un brazo mecánico, luces y varias cámaras para grabar todo lo que encontraran en el lecho marino. Y eso era precisamente lo que buscaba Pablo allí. No tardó en encontrar la grabación de la última inmersión y comenzó a visualizarla. Durante más de media hora de reproducción nada pasó. Agua, agua y más agua. De vez en cuando algún pez curioso se acercaba para jugar con las cámaras. A medida que los minutos pasaban las criaturas eran cada vez más escasas y más extrañas, algunas de ellas casi imposibles. Seres abisales que jamás había visto en toda su vida dedicada al mar. Luego, durante muchos minutos, hasta los más raros animales desaparecieron. Por fin el batiscafo llegó al fondo. Las cámaras habían recogido una enorme estructura cuadrada apoyada en el lecho, debía ser la nave caída del espacio. Cuando las cámaras se acercaron, lo que Pablo vio entonces, no era lo que esperaba. Su cabeza tardó en entender lo que sus ojos veían. Era aberrante, grotesco, era algo no humano.
Comenzaba a amanecer cuando Pablo Hoyosa aseguró la compuerta del pequeño submarino desde dentro. La claridad se filtraba por el enorme cristal frontal del ingenio cuando accionó los mecanismos para hacerlo descender al mar y encendió los motores. Tras apenas unos segundos sumergiéndose, la luz del amanecer desapareció para ellos. Allí abajo volvía a ser de noche.
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