- ¿Y por qué estás tan seguro de eso, Gregor? –
Luis no ocultaba la poca ilusión que le hacía el emprender una marcha campo a
través. Sobre todo cuando podían estar degustando los pasteles de la señora
Abush.
Gregorio se limitó a señalar a su derecha. Luis,
María y Paula vieron que las puertas del garaje de los padres de Marcos estaba
abierto de par en par. Sobre el ennegrecido suelo, cubierto de cenizas, había
numerosas casas perfectamente embaladas. En muchas de ellas podía leerse: “Caserón
de Carrión (Cerro)”.
- ¡Es verdad! – Paula dio una palmada, como
siempre hacía cuando algo le llegaba de repente a la cabeza. – ¡Marcos me lo
dijo el otro día!
- ¿El qué? – Luis preguntó de forma automática
pero no pudo evitar sentir una punzada dolorosa cuando los imaginó a ambos
hablando. El otro día. A solas. Juntos.
- El padre de Marcos… - Paula desvió la mirada de
Luis, ajena a los sentimientos del chico – Los terrenos que rodean el viejo
caserón eran de su abuelo, el que murió hace unos meses. Dicen que piensan
convertirlo en una casa rural…
- ¿Una casa rural? – preguntó María con
curiosidad. - ¿Qué es eso?
- Una casa de campo, María. – contestó con falsa
paciencia a su hermana.
- Ñaaaa… Eso ya lo sé, idiota.- María sacó la
lengua a su hermana. –Pero si el caserón ya está en el campo… ¡ya es una casa
de campo! ¿Cómo es que van a convertirla en una casa de campo si ya lo es…?
- ¡Ya está bien, pesaplasta! – Paula volvió a
mirar a Gregorio, que se había quedado pensativo, mirando al horizonte en
dirección al cerro. - ¿Qué hacemos, Gregor?
- No nos queda otra. – Gregorio se quitó las
gafas y comenzó a limpiarlas, en ese gesto tan suyo que siempre repetía cuando
pensaba a gran velocidad. – Pero antes tenemos que hacer una parada en mi casa.
Por aquel entonces, las carreteras de San Gonzalo
eran el paraíso de aquellos que, como nuestros protagonistas, solían recorrerla
de punta a punta con sus bicicletas. En verano, claro. En invierno, en cambio,
la ruta del Cerro se transformaba en una pista de patinaje por la que pasar en
bicicleta sin dejar los dientes en el suelo era prácticamente imposible.
- Cuando coja a Marcos… - Luis llevaba gruñendo
desde que salieron del pueblo. - ¡Aun no entiendo por qué tenemos que ir a
buscarlo! ¡Él solito se está comportando como un gilip…
- Como un gilitonto. – Paula le dio un pequeño
codazo mientras indicaba con la mirada a Luis que su hermana pequeña tenía
pegada la oreja.
- “Gilitonto”, ji, ji, ji… – repitió divertida
María que daba saltos, dando vueltas en torno a Gregorio, el cual caminaba sin
dejar de hojear el pesado y viejo libro que llevaba entre manos. – Tu novio es
un gilitonto, tu novio es un gilitonto…
- ¡Deja de decir eso, plasgonía! – Paula hizo
ademán de agarrar a María, pero esta la esquivó… chocando con Gregorio y
haciéndole caer sobre la capa de ceniza que cubría el sendero.
Habiendo caído de bruces, las gafas de Gregorio
habían volado a unos metros de allí. María las recogió mientras Luis y Paula se
acercaron a ayudar a Gregorio.
- ¿Estas bien, colega? – preguntó el más
corpulento de los Goonboys.
- Esta vez te la has ganado, “pequemaza” – Paula
puso el tono de “hermana mayor enfadada”, esperando que aquello bastara para
intimidar a la “pequeña amenaza”.
Sin embargo, María se había quedado de pié. Muy
quieta, con las gafas de Gregorio entre las manos y mirándolo fijamente.
Durante un segundo, los tres la miraron sin saber muy bien que pasaba. Y
entonces… María rompió a reír.
- Pero, pero… ¿qué le pasa? – preguntó Gregorio a
sus dos amigos. Pero cuando éstos le miraron, sus gestos pronto esbozaron
sonrisas amplias que acabaron convertidas en carcajadas que iban parejas a las
de María. – Pero, pero… ¿¡Pero qué os pasa!?
Gregorio temía que aquello fuese parte del mismo
embrujo que había poseído a Marcos. Pero enseguida, Paula rebuscó en su bolso y
sacó algo que ninguno de los chicos había visto antes. Era un pequeño estuche,
con algo de maquillaje y un diminuto espejo. Viendo su cara en él, Gregorio
comprendió las risas de sus amigos. Su cara había quedado cubierta de hollín y
ceniza. Nunca había sido un chico especialmente agraciado, pero con aquella
capa negruzca cubriendo su semblante la imagen era bastante cómica.
Y contagiado por la alegría pasajera de sus
amigos, Gregorio no pudo evitar esbozar una sonrisa. Y cuando quiso darse
cuenta, él mismo había comenzado a reírse.
- ¿Qué os parece tan divertido?
La voz venía de un poco más arriba: a unos metros
por delante, el sendero giraba y se perdía por la esquina. La casona de Don
Fulgencio estaba justo detrás. Por un segundo ninguno de los chicos reconoció
la voz. Su tono era desagradable, arisco. Por eso se sorprendieron al girar la
cabeza y reconocer a Marcos. Estaba de pié, mirándolos desde lo alto de la
cuesta. Llevaba las mismas ropas que cuando lo vieron marcharse hacía un par de
horas. Pero su cara estaba sucia, llena de hollín y polvo. Sobre la cazadora
llevaba una blusa rasgada por el paso del tiempo, en la que resaltaban unos
deshilachados botones de latón.
En sus manos, Marcos llevaba una escopeta.
- Ala, qué chula… - María señaló a lo que Marcos
sostenía entre las manos. – ¡Es como la de papá!
- Ssshhh… - Paula intentó silenciar a su hermana.
– Cállate, María…
Y así lo hizo: cuando su hermana la llamaba por
su nombre era señal de que aquello era serio.
Y vaya si lo era: Luis y Gregorio no habían
dejado de mirar a su colega mientras Paula daba un par de pasos hacia atrás,
tomando de la mano a su hermana y dispuesta a correr si hacía falta.
- Mar… Marcos… - las palabras salían torpemente
de la boca de Gregorio, que había comenzado a levantar las manos… - Tío, ¿qué
es lo que pasa?
- ¿A qué habéis venido? – Marcos apuntaba al
suelo pero para Luis y Gregorio sus manos seguían demasiado cerca del gatillo.
- Queríamos saber si estabas bien… - Paula dio un
par de pasos hacia delante. – Venga, Marcos, vámonos…
Pero Paula se detuvo en seco cuando Marcos hizo
ademán de levantar los cañones del arma. María lanzó un grito y Gregorio se
quedó petrificado, abrazado a su libro como si de una coraza se tratase. Por su
parte Luis, movido por un resorte automático, se puso delante de Paula sin
dudarlo un segundo.
- No te acerques… - Marcos encañonaba a sus
amigos con una mirada de profunda desconfianza. - ¡Sé a lo que habéis venido! –
aferró uno de los bordes de la triste y ajada blusa - Queréis quitármela,
¿verdad?
- ¿Qué? – Luis lo miró con una mezcla de
incredulidad, extrañeza y enfado – Tío, ¡no queremos tu mierda de blusa!
- Eso es… - susurró Gregorio y se lanzó al suelo,
en busca del pesado libro de su abuelo. – ¡Eso es!
Tan enfrascado estaba en su búsqueda que no se
dio cuenta de que lo súbito de su movimiento había estado a punto de provocar
que Marcos disparase contra él. La mano de Paula sobre el hombro de Luis fue un
mensaje que éste último entendió casi sin tener que recurrir a las palabras.
- Marcos… - Paula pasó por al lado de Luis y se
encaminó muy lentamente hasta colocarse a pocos metros de Marcos. – Marcos… Soy
yo… Paula.
- Ya sé quien eres… - levantó el arma y la colocó
a pocos milímetros de la cara de la chica - ¡Una fresca a la que lo único que
interesa es mi oro, ¿verdad?!
- ¡No te metas con mi hermana, gilitonto! – la
inconsciente María se lanzó contra Marcos.
Lo único que la detuvo fue el fuerte abrazo con
la que la aplacó Luis. Marcos apenas prestó atención al grito de la pequeña.
Paula miró hacia atrás, en parte por dejar de contemplar tan de cerca los
intimidantes cañones gemelos de la escopeta. En parte porque tenía miedo y
necesitaba saber que aun podía contar con sus amigos. Miró y vio que Luis
rodeaba con sus brazos a María. Fue aquella la primera vez que al mirarlo vio
algo más que al chico regordete que siempre la hacía reír con sus quejas y refunfuños
de viejo cascarrabias. Vio a alguien dispuesto a dar su vida por ella. Pero más
allá de eso, vio algo más.
Vio la mirada de Gregorio. Y siguiéndola, Paula
posó sus ojos de nuevo sobre Marcos. Concretamente sobre la blusa. Paula volvió
la vista de nuevo, como buscando confirmación por parte de Gregorio. Éste
asintió levemente, de forma casi imperceptible.
Paula volvió la vista y, de repente, esbozó una
mueca desagradable.
- ¿Sabes una cosa, Marcos? – puso su mano sobre
el cañón de la escopeta. – Tenías razón.
Aquello pilló de sorpresa no sólo al propio
Marcos: también a María y a Luis. ¿Qué mosca le había picado ahora a Paula?
- ¿Qué…? – Marcos la miró desconcertado. - ¿A qué
te refieres?
- A la Navidad. – Paula miro con desprecio a su
alrededor. – Es todo una tontería. Si te digo la verdad, nunca me ha gustado…
¡Y ya estoy harta de fingir que me gusta pasar las navidades en este pueblo tan
aburrido!
- Pero, ¿qué dices?… - María no salía de su
asombro: nunca había visto así a su hermana.
- ¡Y tú, cállate! Que no sé si eres plasta o
aburrida… ¡o la dos cosas! – le dedicó una mueca cruel - ¡Si te dejo venir
conmigo es porque mamá y papá me obligan! ¡Eres una plasturrida!
- Paula, oye… - Luis trató de sonar firme,
temiendo que aquello que había cambiado a Marcos finalmente hubiera hecho mella
en Paula. – Oye, creo que…
- Y tú… - Paula le clavó sus ojos azules como dos
puñales - ¡Tu a ver si adelgazas, ballenato!
Y empezó a reír. Una risa cruel, desagradable…
pero lo bastante contagiosa como para que Marcos se viese influenciado por
ella. Los cañones de la escopeta ya no encañonaban a nadie y Paula se había ido
acercando lo bastante hasta él. Siguió riendo, lanzando más comentarios crueles
sobre sus amigos. Luis bajó la vista y vio como el llanto era inminente en los
ojos de María. Volvió la vista, tratando de buscar consuelo en Gregorio. Éste
había permanecido atrás, aferrado al libro y muy serio. Hasta ese momento. En
aquel instante, su cara cambió y sonrió triunfante.
- ¡Ahora, Paula!
- ¿Qué…? – Marcos hizo ademán de levantar el arma
pero Paula fue más rápida que él.
En un instante sus bocas se encontraron. La sensación y el sabor a lápiz de labios confundieron a Marcos lo bastante como para que no sólo soltase la escopeta… sino que permitieron a Paula aferrar con fuerza la blusa y rasgarla de un fuerte tirón. Los botones de latón saltaron por los aires, lloviendo como confeti de lujo sobre la cenicienta tierra del sendero. Un imposible vendaval envolvió la figura de Marcos, haciendo que toda la ceniza que había impregnada en sus ropas se revolviera a su alrededor, ascendiendo hasta colocarse como una nube por encima de su cabeza. Apenas un instante antes de estallar en una explosión de ceniza, todos pudieron escuchar el gemido de la espectral y sombría figura que abandonaba el cuerpo de Marcos. Todos pudieron reconocerlo pues ya lo habían visto aparecer en la pastelería de la señora Abush. Para cuando los botones tocaron el suelo, éstos se habían transformado en piezas de oro. Y del espectro no quedó más que cenizas.
- ¿Qué…? ¿Qué acaba de pasar? - Marcos abrió
mucho los ojos mientras Paula se separó de él. - ¿Me acabas de bes…?
- Vámonos, María… - Paula había caminado hasta su
hermana pequeña. María estaba de pie, con la vista puesta en sus propias botas.
– Venga, pequemaza… - se agachó hasta ponerse a su altura – Sabes que no lo decía
en serio, ¿verdad?
María alzó la vista, con sus ojos rojos por el
llanto inminente. Pero al ver la sonrisa sincera de Paula, comprendió que todo
había sido parte de un engaño. Las dos chicas emprendieron el camino de vuelta
a San Gonzalo, mientras Luis y Gregorio se aproximaron al confundido Marcos.
- Tíos… - se miró de arriba abajo, como quien
despierta en una isla desierta tras un naufragio - ¿Se puede saber qué hacemos
en el terreno de mis padres…? – su vista se posó en la escopeta que yacía en el
suelo. - ¡Joder! ¡Como mi padre vea que la he cogido, voy listo!
- Ya la llevamos nosotros… - Luis la tomó con
cuidado, descargándola convenientemente: a fin de cuentas era el único que había
ido alguna vez a una cacería, con su tío Sebastián.
- Vale, vale… - Marcos dejó pasar a Luis, quien
encabezó la marcha rumbo a la casona. Cuando estuvo a una distancia prudencial,
Marcos miró a Gregorio. - ¿Se puede saber qué le pasa a “grande”?
Gregorio permanecía en cuclillas, pasando su
mirada de los inquietantes botones dorados a uno de los grabados que ilustraban
el viejo libro de su abuelo. En él se mostraba una reproducción exacta de
aquella blusa. Cerrando el libro de golpe, con la contundencia del detective
que da por cerrado un caso, Gregorio se incorporó y comenzó a propinar pequeñas
patadas a los botones de oro.
- Eh, ¡Eh! – Marcos lo aferró por el brazo - ¡Que
son de oro! – Gregorio lo miró y Marcos terminó la frase. - Son de esa blusa
que encontré en el sótano de la casona…
- Lo sé, tío. Y por eso mismo, es mejor deshacernos
de ellos… - con un último puntapié,
Gregorio hizo volar el último de los botones dorados, el cual acabó como el
resto de sus hermanos… en lo más profundo del río que rodeaba el cerro. – Sobre
todo si lo que dejó mi abuelo por escrito es cierto.
- ¿Tu abuelo? – Gregorio pasó por el lado de
Marcos que seguía sin entender qué demonios había pasado. – Espera, Gregor… ¿Qué
ha pasado? ¿Por qué están todos tan enfadados conmigo?
- Porque te ha poseído el espíritu del
Deshollinador. Al parecer no es la primera vez que nuestras familias se topan
con él… - miró de nuevo al libro en el que, entre otras historias, su abuelo
había dejado constancia de cómo él y sus amigos ya se habían visto envueltos en
un problema similar.
- Pero… - entonces Marcos se dio cuenta. Miró al
fondo del camino y vio la silueta de María y Paula perderse en el horizonte.
Después miró en dirección opuesta y, en la distancia, pudo ver a Luis que lo
miraba con reproche desde el portón del viejo caserón. – Gregor… ¿qué es lo que
me ha pasado, tío?
Gregorio volvió la vista a su amigo. Viéndolo tan
confundido, supo que no sería fácil arreglar todo lo que había pasado.
- Mira, Marcos… - Gregorio le pasó el brazo por
el hombro, tratando de calmar a su colega. - ¿Has leído el número 21 de “Los Nuevos
Titanes”?
- No…
- Pues mira. En él, unos terroristas de HIVE le
meten un virus tecnoorgánico a Cyborg. Y lo controlan, ¿vale? Lo vuelven contra
sus colegas titanes. Pero entonces Robin…
Y así, las palabras de Gregorio se fueron
perdiendo con el ulular del viento que empezó a arrastrar y llevarse las
cenizas que cubrían San Gonzalo. Si bien la nieve regresaría al día siguiente y
la gente del pueblo recuperaría el espíritu navideño perdido; Gregorio supo en
aquel momento que ni Paula ni Luis volverían a mirar de la misma forma a su
colega Marcos. Algo se había estropeado y nada volvería a ser como antes.
Parecía que, pese a todo,
el fantasma del deshollinador había conseguido lo que quería puesto que aquella fue la última navidad que pasaron todos juntos en San Gonzalo.