Peter Corvac yacía en el suelo con el cerebro hecho añicos y un escape de sangre saliendo de su ojo derecho. Una sangre tan roja como otra cualquiera. Tan roja como la que caía por mi frente tras casi ser arrollado por el descapotable blanco. La visión de “Bullraker” levantándolo con una sola mano con la intención de tirármelo encima me había dejado en estado de shock, así que hice aquello para lo que había sido entrenado.
- Mierda… mierda. ¡Mierda! ¡¡Mierda!! – Acababa de matar a un Dios con mi 9mm. Uno de los más famosos en todo el mundo. Y para colmo mi turno empezaba en menos de tres minutos.
Lentamente volví a guardar la pistola. Por suerte el aguacero caía con fuerza suficiente como para llevarse el rastro de sangre hacia lo más profundo de las alcantarillas. Ahora el problema era el coche, que seguía improvisadamente aparcado junto a un kiosco y con una puerta reventada. El coche y un cadáver de 200 kilos que costó un sobreesfuerzo subir al maletero del magullado descapotable.
Me aseguré que no hubiera moros en la costa. No tardé mucho en encontrar un callejón oscuro. Quité el freno de mano y empujé el coche como a las mulas de la granja. A pesar de los golpes aun conservaba un tacto muy suave y una carrocería interior acojonante. Las llaves aun seguían puestas y pensé, una vez más, lo que McCarthy habría dicho en una situación semejante:
- “Ahora no es tiempo para jueguecitos, chaval”.-
Pero el coche parecía demasiado caro, demasiado lujoso como para dejarlo ahí sin más. Nunca antes había visto nada igual. Ese coche tenía algo hipnótico que me atrajo con una fuerza irresistible. Como un gato a la caza de un ratón salté al interior del vehículo. El asiento era lo más cómodo sobre lo que me había sentado jamás. ¿Funcionarían los demás cachivaches? La llave seguía en el contacto. La cogí y la giré. El rugido del motor hizo que se me pusieran los pelos de punta. Una sensación de fuerza y seguridad infinitas se apoderaron de mí. Sentía que si aceleraba lo suficiente podría atravesar el muro que tenía delante sin hacerme un solo rasguño. Por suerte la Navidad se había llevado a sus casas a todos los posibles curiosos de la calle.
- “Suficiente”. –
Era el momento de echarle huevos. Conociendo los procedimientos policiales lo mejor sería ir a la comisaría, empezar mi turno y no levantar sospechas. Era lo más indicado dadas las circunstancias. Cogí las llaves del coche. Las motos de la policía de Chicago son bastante rápidas. Además, me salté todos los semáforos que me encontré. Dicho esto, llegué 20 minutos tarde a la comisaria.
- ¡Vaya, pero si el pajarito ha llegado! – El capitán Nash apareció como una tormenta. Alto, fuerte, un viejo bulldog. Era el puto amo de la comisaría. Tenía dos excusas para abroncarme. Y vaya si lo hizo. – ¿Y qué es esta mierda a la que hueles? ¿Has estado bebiendo, novato? –
Cuando la cosa se pone peliaguda con Nash es como si el techo descendiera medio metro sobre nuestras cabezas. La comisaría entera se encogía de hombros, como esperando a que la tormenta cesase. Esta vez la tormenta iba a tardar en irse. Y mi cabeza rugía como el motor del descapotable.
- Primer aviso agente Carroll. Al segundo estas fuera del cuerpo. –
- “Cuando esto acabe tendré suerte si solo me despiden.”- pensé.
Habría firmado mi entrada de turno a la hora habitual si el cabrón de Nash no me hubiera seguido y vigilado hasta archivo, que estaba casi vacío de agentes. Parte de la comisaria se había ocultado en la sala de reuniones para ver el partido. Los “Capas Rojas” de Bullraker iban perdiendo por dos tantos y muchos de sus fans se acordaban de él.
- Si Bullraker estuviera jugando la cosa seria diferente. –
- “Y tanto que sería diferente” –
Por suerte el Capitán dejó de olerme el culo y nadie me prestaba atención, por lo que aproveché para poner en práctica la segunda regla que todo policía de Chicago debe saber. “Si quieres conseguir algo de Joanna, la de recursos armamentísticos, lo único que funciona es la psicología inversa”. ¿Magia arcana? ¿Ausencia absoluta de vida sexual? Nadie lo sabía. Lo cierto era que no existía ninguna otra forma de convencerla. Dejé caer el estropicio de casco frente a la ventana que da acceso al arsenal, asegurándome que el ruido llamara su atención. La cara que puso Joanna al ver el estado de su tan querido material era un poema. Seguí actuando como el que deja los restos de una colilla en un cenicero e hice como el que se largaba cagando leches. La reacción de Joanna no se hizo esperar.
- Espeeera un momento jovencito, ¿qué es esto? -
- ¿Cómo dices? Oh nada nada, esta noche no necesito casco. -
- No esté usted tan seguro agente Carroll. Mmmmm... si si, aquí está. Según mi calendario esta noche tiene turno en los Fens. El casco forma parte del equipo obligatorio. -
- Eso dicen los viejos sabuesos. Pero ya he patrullado ese barrizal otras veces y no hay nada que temer. – Intenté parecer más duro de lo que había sido nunca y eso despertó la curiosidad de Joanna.
- Vaya, si tenemos a todo un hombre con nosotros. Si si, ya veo, todo un hombrecito. Bueno, en ese caso tengo aquí algo para ti. Un casco nuevecito. De este roto ya me encargo yo de que lo arreglen. Venga ahora vete. Fens necesita que la protejan. –
- Joder Joanna, lo cogeré solo con tal de no escucharte más la palabra hombrecito. – Mientras me alejaba en dirección a la puerta pude escuchar a Joanna murmurar “si si, claro, claro…”. A los pocos minutos recibí un mensaje de mi banco, la muy hija de puta me había cobrado el salario de toda una semana por el casco nuevo. Adiós al viaje post-navideño a Wyoming.
Al salir de la comisaría me di cuenta de que llevaba mucho tiempo aguantando la respiración. La lluvia azotaba la ciudad sin piedad. De un brinco me subí a la moto y como un rayo volví al lugar donde había dejado el coche. Y al gigantesco cadáver de Bullraker, claro. Ahora el problema era deshacerse de semejante masa de músculos sin llamar la atención. Pero ¿cómo hacer añicos algo que es duro como el diamante? ¿Sería mejor hundirlo? ¿Intentar fingir un suicidio? Eso no me iba a funcionar. Tarde o temprano lo encontrarían y la bala me delataría. Miré de nuevo al coche y un fugaz pensamiento me vino a la cabeza.
- “¿Sería capaz?” –
Me hice con un destornillador que encontré bajo la tapicería del maletero del descapotable y desmonté el monitor de mi moto. Ahora tendría un walky-talky del tamaño de un melón. Era mejor no llamar la atención. Si no hacía mis comunicaciones rutinarias con Central mandarían a alguien a por mí.
-Joder. En que puto momento me metí en este lío. -
Miré al cielo suplicando que no hubiera avisos ni emergencias. Que me dieran un poco más de tiempo para llegar al único sitio donde podría encontrar lo que necesitaba. Tenía que llegar a casa de Peter Corvac. Necesitaba algo que solo podría encontrar en la casa de un Dios.
El motor volvió a rugir como un dinosaurio. Encendí las luces y pise el acelerador hasta el fondo. El coche se despegó del suelo a una velocidad espectacular. A pesar de la puerta rota el bólido iba como la seda. Era como volar en un animal hambriento de asfalto. Un animal muy hermoso. Un animal que me distrajo hasta tal punto que tardé medio viaje en darme cuenta que en el asiento trasero estaba McCarthy jugueteando con su 9mm.
- Mierda… mierda. ¡Mierda! ¡¡Mierda!! – Acababa de matar a un Dios con mi 9mm. Uno de los más famosos en todo el mundo. Y para colmo mi turno empezaba en menos de tres minutos.
Lentamente volví a guardar la pistola. Por suerte el aguacero caía con fuerza suficiente como para llevarse el rastro de sangre hacia lo más profundo de las alcantarillas. Ahora el problema era el coche, que seguía improvisadamente aparcado junto a un kiosco y con una puerta reventada. El coche y un cadáver de 200 kilos que costó un sobreesfuerzo subir al maletero del magullado descapotable.
Me aseguré que no hubiera moros en la costa. No tardé mucho en encontrar un callejón oscuro. Quité el freno de mano y empujé el coche como a las mulas de la granja. A pesar de los golpes aun conservaba un tacto muy suave y una carrocería interior acojonante. Las llaves aun seguían puestas y pensé, una vez más, lo que McCarthy habría dicho en una situación semejante:
- “Ahora no es tiempo para jueguecitos, chaval”.-
Pero el coche parecía demasiado caro, demasiado lujoso como para dejarlo ahí sin más. Nunca antes había visto nada igual. Ese coche tenía algo hipnótico que me atrajo con una fuerza irresistible. Como un gato a la caza de un ratón salté al interior del vehículo. El asiento era lo más cómodo sobre lo que me había sentado jamás. ¿Funcionarían los demás cachivaches? La llave seguía en el contacto. La cogí y la giré. El rugido del motor hizo que se me pusieran los pelos de punta. Una sensación de fuerza y seguridad infinitas se apoderaron de mí. Sentía que si aceleraba lo suficiente podría atravesar el muro que tenía delante sin hacerme un solo rasguño. Por suerte la Navidad se había llevado a sus casas a todos los posibles curiosos de la calle.
- “Suficiente”. –
Era el momento de echarle huevos. Conociendo los procedimientos policiales lo mejor sería ir a la comisaría, empezar mi turno y no levantar sospechas. Era lo más indicado dadas las circunstancias. Cogí las llaves del coche. Las motos de la policía de Chicago son bastante rápidas. Además, me salté todos los semáforos que me encontré. Dicho esto, llegué 20 minutos tarde a la comisaria.
- ¡Vaya, pero si el pajarito ha llegado! – El capitán Nash apareció como una tormenta. Alto, fuerte, un viejo bulldog. Era el puto amo de la comisaría. Tenía dos excusas para abroncarme. Y vaya si lo hizo. – ¿Y qué es esta mierda a la que hueles? ¿Has estado bebiendo, novato? –
Cuando la cosa se pone peliaguda con Nash es como si el techo descendiera medio metro sobre nuestras cabezas. La comisaría entera se encogía de hombros, como esperando a que la tormenta cesase. Esta vez la tormenta iba a tardar en irse. Y mi cabeza rugía como el motor del descapotable.
- Primer aviso agente Carroll. Al segundo estas fuera del cuerpo. –
- “Cuando esto acabe tendré suerte si solo me despiden.”- pensé.
Habría firmado mi entrada de turno a la hora habitual si el cabrón de Nash no me hubiera seguido y vigilado hasta archivo, que estaba casi vacío de agentes. Parte de la comisaria se había ocultado en la sala de reuniones para ver el partido. Los “Capas Rojas” de Bullraker iban perdiendo por dos tantos y muchos de sus fans se acordaban de él.
- Si Bullraker estuviera jugando la cosa seria diferente. –
- “Y tanto que sería diferente” –
Por suerte el Capitán dejó de olerme el culo y nadie me prestaba atención, por lo que aproveché para poner en práctica la segunda regla que todo policía de Chicago debe saber. “Si quieres conseguir algo de Joanna, la de recursos armamentísticos, lo único que funciona es la psicología inversa”. ¿Magia arcana? ¿Ausencia absoluta de vida sexual? Nadie lo sabía. Lo cierto era que no existía ninguna otra forma de convencerla. Dejé caer el estropicio de casco frente a la ventana que da acceso al arsenal, asegurándome que el ruido llamara su atención. La cara que puso Joanna al ver el estado de su tan querido material era un poema. Seguí actuando como el que deja los restos de una colilla en un cenicero e hice como el que se largaba cagando leches. La reacción de Joanna no se hizo esperar.
- Espeeera un momento jovencito, ¿qué es esto? -
- ¿Cómo dices? Oh nada nada, esta noche no necesito casco. -
- No esté usted tan seguro agente Carroll. Mmmmm... si si, aquí está. Según mi calendario esta noche tiene turno en los Fens. El casco forma parte del equipo obligatorio. -
- Eso dicen los viejos sabuesos. Pero ya he patrullado ese barrizal otras veces y no hay nada que temer. – Intenté parecer más duro de lo que había sido nunca y eso despertó la curiosidad de Joanna.
- Vaya, si tenemos a todo un hombre con nosotros. Si si, ya veo, todo un hombrecito. Bueno, en ese caso tengo aquí algo para ti. Un casco nuevecito. De este roto ya me encargo yo de que lo arreglen. Venga ahora vete. Fens necesita que la protejan. –
- Joder Joanna, lo cogeré solo con tal de no escucharte más la palabra hombrecito. – Mientras me alejaba en dirección a la puerta pude escuchar a Joanna murmurar “si si, claro, claro…”. A los pocos minutos recibí un mensaje de mi banco, la muy hija de puta me había cobrado el salario de toda una semana por el casco nuevo. Adiós al viaje post-navideño a Wyoming.
Al salir de la comisaría me di cuenta de que llevaba mucho tiempo aguantando la respiración. La lluvia azotaba la ciudad sin piedad. De un brinco me subí a la moto y como un rayo volví al lugar donde había dejado el coche. Y al gigantesco cadáver de Bullraker, claro. Ahora el problema era deshacerse de semejante masa de músculos sin llamar la atención. Pero ¿cómo hacer añicos algo que es duro como el diamante? ¿Sería mejor hundirlo? ¿Intentar fingir un suicidio? Eso no me iba a funcionar. Tarde o temprano lo encontrarían y la bala me delataría. Miré de nuevo al coche y un fugaz pensamiento me vino a la cabeza.
- “¿Sería capaz?” –
Me hice con un destornillador que encontré bajo la tapicería del maletero del descapotable y desmonté el monitor de mi moto. Ahora tendría un walky-talky del tamaño de un melón. Era mejor no llamar la atención. Si no hacía mis comunicaciones rutinarias con Central mandarían a alguien a por mí.
-Joder. En que puto momento me metí en este lío. -
Miré al cielo suplicando que no hubiera avisos ni emergencias. Que me dieran un poco más de tiempo para llegar al único sitio donde podría encontrar lo que necesitaba. Tenía que llegar a casa de Peter Corvac. Necesitaba algo que solo podría encontrar en la casa de un Dios.
El motor volvió a rugir como un dinosaurio. Encendí las luces y pise el acelerador hasta el fondo. El coche se despegó del suelo a una velocidad espectacular. A pesar de la puerta rota el bólido iba como la seda. Era como volar en un animal hambriento de asfalto. Un animal muy hermoso. Un animal que me distrajo hasta tal punto que tardé medio viaje en darme cuenta que en el asiento trasero estaba McCarthy jugueteando con su 9mm.
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