viernes, 12 de julio de 2013

Las Tres Reglas - Tercera Parte


En el asiento trasero del coche de Bulraker, McCarthy jugueteaba con su pistola como si fuera un puñetero vaquero mientras que con la otra mano sostenía su inacabable petaca.

- Joooooder, nooovaaaato. ¿De doooonde has sacado este jooooodido bólido?

El sargento estaba borracho, muy borracho, incluso para él. El aliento que desprendía cuando hablaba habría hecho revivir al mismo Corvac si no estuviera bien escondido en el maletero de su coche.

- ¡No joooodas que los ha robado!.  Ja, quizás dentro de esa apariencia de mierda de poli de academia haya un hombre después de todo.

McCarthy no paraba de hablar y mi atención se iba alternando entre los torpes movimiento de su 9mm y la conducción del coche de Peter, la cual cada vez era más complicada por las condiciones meteorológicas. La lluvia había dado paso a la nieve. Navidad, puta navidad.
La casa de Bullraker, como la de todos estos “héroes del deporte”, se encontraba en los Alamos. Una pequeña ciudad a las afueras donde estos “dioses” vivían en sus gigantescas mansiones.
Me habría sido imposible discernir cual era la casa de la mole que tenía en el maletero si no fuera porque cuando  entramos en el barrio el piloto automático del coche se conectó tomando los mandos del vehículo y llevándonos directamente a la casa.
Estábamos acercándonos al edificio cuando pasó lo que tenía que pasar. El arma del sargento se disparó accidentalmente destrozando el sistema de control y estabilización del vehículo. Este aceleró, dirigiéndose directamente al garaje que ya tenía la compuerta abierta. Sin poder hacer nada para evitarlo el coche se estrelló contra el suelo. Tuve suerte de que el sistema de seguridad y anti choques del vehículo de Corvac aun funcionaban evitando que tanto yo como el sargento muriéramos en el accidente. Pero no todo iba a ser malo esa noche. MCarthy cayó inconsciente al golpearse contra la ventana lateral. Eso me daba tranquilidad y tiempo para pensar que hacer a continuación.
La mansión de Bullraker tenía 4 pisos. Era un apartamento grande, con muebles modernos y muy caros. Con mucho espacio diáfano, necesario para alguien de su envergadura. Las estanterías estaban llenas de trofeos y las paredes de cuadros y posters del propio Corvac, tanto jugando, como posando con trajes de marca; Y eso que el tío era feo como un pie.
Durante el par de meses que llevaba en la ciudad había oído mil historias sobre el origen de estos “superhombres”. Que si eran resultados de experimentos del gobierno, que si eran extraterrestres, que si eran mutantes, que si eran Dioses que habían bajado del Olimpo, que si venían de otra dimensión…

- De otra dimensión… - me dije en voz alta.

Parecía una locura pero tenía sentido que estos "dioses" vinieran de otra realidad. Todos aparecieron de repente; De la noche a la mañana. Aparecieron en lugares muy diferentes del planeta. Nunca salieron noticias, ni siquiera rumores, de objetos que pudiera provenir del espacio en la época que aparecieron.  Además, todas las grandes potencias del mundo se vieron sorprendida por su aparición.
Y si venían de otra dimensión, pensé, debían de existir una especie de portal.

Recorría el piso dándole vuelta a esa teoría. Cuando me fijé en un cuadro. En él aparecía Corvac levantando la copa de la naciones del 2010. Lo extraño del cuadro es que el cristal que lo protegía no reflejaba la luz.
Extendí el brazo para tocarlo y mi mano lo atravesó.

- ¡Un holograma!  –

Di un paso y atravesé la pared. Entré en una habitación diáfana, oscura. Unas tenues luces rojas apenas iluminaban la sala. En el centro había una silla. ¿Sería cierta la teoría?.

- Solo hay una manera de comprobarlo – dije en voz alta, aunque solo fuera para tranquilizarme y darme el valor de hacerlo.

Si funcionaba conseguiría deshacerme del cuerpo de Bullraker. Nadie sabría donde estaba. Nadie se atrevería a buscarlo allí de donde viniera.

- Pensarán que igual que vino se fue-

Tardé casi una hora en arrastrar el pesado cuerpo de Corvac hasta la habitación oculta. Y haciendo un último esfuerzo conseguí sentarlo en la silla. Entonces, recordé la tercera regla de lo que un poli jamás debía hacer en Chicago. Pero ya era tarde.

[continuará]

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