viernes, 25 de octubre de 2013

El Pacto de las Viudas - Segunda Parte





A medida que Caroline arrastraba al corpulento individuo por el salón, el humo y el fuego seguían devorando el lujoso ático de Madison, el cual se hacía más y más pequeño a cada segundo. Entre las llamas, el esfuerzo y el dolor de cabeza Caroline se estaba poniendo de muy mal humor.

“Maldito payaso. Venga muévete ya…”

Pero el payaso estaba despertando y un empujón le hizo perder el equilibrio. En la caída casi derribó la mesa en la que tres días antes había estado tomando champagne con Madison. Todo estaba tal y como lo habían dejado: las copas a medio terminar y la botella abierta en la cubitera. Ahora con tanto fuego alrededor en lugar de burbujas de la botella salía un humo que parecía venido del mismísimo infierno.

El hombre tiraba de su muñeca mientras intentaba levantarse. Caroline le lanzó uno de sus zapatos, luego el otro. Ninguno consiguió impresionar al aun aturdido payaso. Hicieron falta tres golpes de botella de Champagne en la cabeza para que ésta se rompiera y el hombre disfrazado volviera a caer inconsciente al suelo.

No estaba precisamente orgullosa de desperdiciar así un champagne tan bueno... pero tras los últimos días se le había puesto de un humor de perros. Y con razón.

CUARENTA Y OCHO HORAS ANTES

- ¿Y dices que en el restaurante empezó a oír voces? - Caroline charlaba con Hugh en los pasillos del Hospital Jefferson, donde habían pasado la noche.
- Si. Cuando el maître estaba explicándonos la carta de postres se levantó sin más y se fue del restaurante. Cuando salí a por ella estaba en un callejón gritando como una loca. Que si el maître era uno de ellos, que como no había captado las indirectas... “¿Es que no le oyes? No para de decir rata. Rata por aquí, rata por allá… ¡es uno de ellos!”. “¿Quieres calmarte? No ha dicho rata sino nata. Fresas con NATA…”.
- ¿Y quién no se habría puesto así en su situación? Con toda esa historia de las viudas en la cabeza yo no habría sido capaz ni de ir a la cena. Y lo de la rata ya fue el colmo.
- Lo sé ¿Cómo puede haber gente así por el mundo? Es de locos… Si tan solo hubiera podido ver a quien puso ahí a ese bicho le habría dado una buena lección.
- Seguro que le habrías quitado las ganas de volver. Oye, me gustaría poder ayudarla. No me gusta la pinta de todo este asunto. Lo de la rata muerta es de muy mal gusto.
- Ya me he encargado de eso. - A pesar de la penumbra del pasillo del hospital los ojos de Hugh brillaban como dos gotas de agua. – Ahora lo importante es que se recupere. Los médicos dijeron que es solo un ataque de ansiedad pero... ¡de verdad que nunca la había visto tan fuera de sí! Sólo espero que lo que le hayan dado pase pronto el efecto. –

Dicho y hecho: como en un cuento de hadas, el deseo del arquitecto no se hizo esperar.

- Ya está despertando. – Suzanne asomó la cabeza a través de la puerta haciendo un gesto con la mano a Caroline para que ella y Hugh pasaran a la habitación.

Caroline se acercó a la camilla de un salto y, entre el susto y el efecto de las pastillas, la cara de Madison le recordó a uno de esos cuadros abstractos del ático.

- ¿Cómo estas preciosa? Te traigo chocolate de ese que te gusta. Te habría traído más si Suzanne no se lo hubiera comido casi todo. – Suzanne, lejos de sentirse culpable, respondió con esa mirada de gatito degollado que tan bien le funcionaba.
- ¿Cómo estas cariño? – Hugh se acercó a la camilla y cogió suavemente la mano de Madison. - Menudo susto nos has dado. – En el momento oportuno saco un ramo enorme de rosas y los ojos de Madison se abrieron como platos.
- ¿Para mí? Gracias. Sólo ha sido un mareo. De verdad, ya estoy bien, ya puedo… – Madison se irguió de la camilla como un gato – ¡El desfile! ¿Qué hora es? ¡el desfile! –
- No te preocupes por eso. El desfile es dentro de dos días. Ahora tienes que descansar y seguir actuando como si nada de esto hubiera pasado. No podemos levantar sospechas. - Por cómo giró la cabeza, Caroline supo que Madison no estaba nada de acuerdo con eso de descansar.
- ¿Cómo quieres que descanse? ¡Qué horror de día llevo! Dime por favor que me pude despedir de los Wilkinson...
- Ya lo hice yo por los dos. De verdad que no te tienes que preocupar de nada. Me inventé una buena excusa y pagué la cena. Eso les bastó a esos dos viejos aburridos.
- Pssssssssss…. – Madison pidió silencio a su novio. - Por Dios... ¡no les llames así, Hugh! Que son los organizadores. ¡Que escándalo! ¿Y si les da por cancelar el desfile? – Madison se llevó el ramo de rosas a la cara en parte intentando ocultar su apuro y en parte para olerlas mejor. - ¿Y la rata? ¿Qué hiciste con ella?
- La rata ya estará en el plato de algún restaurante de Chinatown. Eso… y mira, toda esta historia de las viudas… Podemos hacerlo. Juntos. Si sólo es dinero lo que quieren esas… furcias, pues allá que se lo lleven a su tumba. Tu nueva colección va a ser un bombazo. Saldremos adelante. – fue escuchando a Hugh cuando Caroline tuvo claro que, de todos los momentos en los que había envidiado a Madison, éste era sin duda el peor de ellos.
- Ay cariño, pero ¿y si vuelven? ¿y si no nos dejan en paz? – Madison seguía hablando con el ramo de flores en la cara. Una lástima, pensó Caroline, ya que se perdió como Hugh casi rompió el botón de su camisa de tanto sacar pecho.
- Para que te quedes más tranquila he contratado un guardaespaldas privado. Me lo recomienda la firma. Es de total confianza. El señor Silvestri será muy discreto y se encargará de que no te pase nada cuando yo no esté. – Madison dejó caer levemente el ramo para ver a Hugh con sus propios ojos.
- ¿Qué? ¿Un guardaespaldas? – Por un momento la piedra que tenia Hugh por pecho volvió al sitio del que provenía. – Hugh. Mi vida… - El abrazo de Madison casi lo dejó sin aliento – Eres el mejor. – Suzanne y Caroline se miraron entusiasmadas e hicieron ese sonidito de amigas emocionadas tan particular.

Casi de forma premeditada y sin ningún tipo de aviso la puerta se abrió y entró en la habitación un cincuentón con barbas y bastón que los miró de forma desafiante, rompiendo toda la magia del momento. Todos gritaron del susto y Madison lanzó las rosas al aire.

- ¿Pero usted quién es? – Preguntó Hugh mientras cogía las manos de Madison para calmarla.
- Madonna ¿Y tú? Oh, es coña. No se preocupen por mí. Es que he oído la palabra bombones y no he podido resistirme. – El hombre se acercó cojeando a la mesa y señaló la caja con un dedo - ¿Puedo?
- Claro que no, ¿quien se ha creído que es?
- Demasiado tarde. – Con un gesto infantil metió la mano en la caja de bombones y se llevó un puñado a la boca. Con la misma arrogancia con la cual entró se dirigió a la puerta. A pesar de estar huyendo encontró tiempo de lanzar unas últimas palabras. – Por cierto a tu novia le darán el alta mañana a primera hora. La doctora Kadie vendrá ahora a contárselo en persona. Gracias por los bombones. – La habitación entera no podía salir de su asombro.
- Qué asco de hombre. - Madison, Hugh y Caroline se repugnaron con aquel individuo. Suzanne más bien lo contrario.

Por su parte, la doctora Kadie llegó poco después, confirmando el alta de Madison para la mañana siguiente y pidiendo disculpas por el comportamiento de su singular medico. Dicho eso, todos se organizaron para hacer los respectivos turnos en el hospital. Caroline se pidió el primero. Quería aprovechar lo antes posible para estar a solas con Madison y poder ponerse al fin al día. Había muchos detalles del desfile que se moría por conocer. Caroline sabía que no había pastillas para dormir capaces de interponerse entre dos amigas y una buena sesión de preguntas, tan solo que esta vez Madison fue más rápida.

-Ahora sí que no te escapas. – Madison levantó los hombros y empezó a dar palmaditas con las manos. - Quiero que me lo cuentes todo… y no omitas ningún detalle. – Caroline acercó su silla al borde de la camilla y empezó su confesión de buena amiga.
- Como te iba diciendo, creo que he encontrado a… -

Toc, toc, toc…

El ruido de la puerta interrumpió por segunda vez la frase de Caroline, la cual dedicó una sonrisa a Madison como diciendo “No me lo puedo creer”.

- Ahora no Silvestri. Estamos ocupadas. – Madison no podía esperar más y cogió de las manos a su amiga. – Venga cuéntamelo ya. ¿Es guapo?

Toc, toc, toc…

Como si de un deja-vu se tratara la puerta se abrió de forma tan brusca como cuando entró aquel extraño médico cojo. Pero esta vez fue un hombre corpulento con rostro muy serio el que se presentó ante ellas.

- Buenas noches. Tengo dos mensajes para la señoría Welsh. El primero es que el señor Silvestri está… descansando. – A medida que se aproximaba, proyectaba su gigantesca sombra sobre Caroline. – El segundo es privado. Por favor señorita, si hace el favor de dejarnos solos...

Coraline miro al desconocido de arriba a abajo.

- ¡No voy a dejarla sola con un ogro como tú! – Sus palabras provocaron la risa del hombre y el asombro de Madison.
- ¡Caroline! No creo que cabrearle sea una buena idea. – El hombre, vestido my elegantemente, hizo un gesto de aprobación con la cabeza ante el comentario de Madison y señaló con su mano la dirección en la que se encontraba la puerta.
- Una cosa más señorita, si se le ocurre pedir ayuda... mataré a su amiga aquí mismo.

Fue un tortazo de esos que dejan un severo dolor en la palma. Pero Caroline no iba a permitir que el escozor de su mano estropeara una salida más que digna. “Esta por la rata”. Cerró la puerta y miró el pasillo de arriba abajo. No había ni rastro de Silvestri, así que no tuvo más remedio que esperar a que ese “mensajero” terminara de hablar. En realidad la espera no fue de más de un minuto pero a Caroline se le hizo eterna. Si ella estaba sufriendo no se quiera imaginar por lo que estaría pasando Madison a solas con ese bruto. Cuando la puerta volvió a abrirse Caroline lanzó una mirada inquisitiva al hombre de negro como diciendo “La próxima te dolerá de verdad”. Cuando entró en la habitación Madison estaba sollozando como un bebé.

- Ya pasó cariño. – Caroline la abrazó con todas sus fuerzas. – Ya se fue ese animal. – Si la seguía abrazando quizás conseguiría que se olvidara de todo por un segundo. - ¿Que te ha dicho? ¿Quieres que llame a la policía? Si hay algo que necesites, dinero o lo que sea ya sabes que puedes contar conmigo.
- No. No es dinero lo que quieren… - del disgusto, Madison apenas podía soltar dos palabras seguidas. - quieren… - Caroline notó como la fuerza de Madison volvió por unos segundos – Quieren a Hugh.

Y de la rabia, ambas rompieron a llorar.

viernes, 18 de octubre de 2013

El Pacto de las Viudas - Primera Parte

“¿Por qué me duele tanto la cabeza?”
Aun no había abierto los ojos y Caroline, en sus pensamientos, ya estaba quejándose. A medida que sus párpados se abrían, notó el color rojizo y anaranjado que lo cubría todo.

“¿Por qué hace tanto calor? ¿Y qué es ese ruido...?”

El ático estaba en llamas. El fuego cubría las paredes, cebándose en una carísima colección de lienzos abstractos. Incluso el propio vestido de Caroline comenzaba a ser pasto de las llamas. Intentó ponerse de pie, tosiendo a más no poder. Entonces notó que algo tiraba de ella desde el suelo. Miró a su muñeca y, en lugar de la pulsera de diamantes que siempre llevaba consigo topó con algo muy diferente. Eran unas esposas. Y al otro lado de ellas había un corpulento individuo tendido en el suelo, aparentemente sin sentido. Cubría su rostro con una máscara e iba enfundado en un esperpéntico traje de gomaespuma. Bajo la luz de las llamas Caroline reconoció el tema del disfraz: un payaso. Un payaso salido de una pesadilla.

Aturdida y confusa, Caroline miró a su alrededor. Aquel era el ático de Madison, no había duda de ello. Pero desde luego tenía mejor aspecto cuando lo visitó por primera vez. Recordó haber pensado que era lo más parecido al paraíso del diseño y el estilo. Ahora era un infierno de fuego y humo. Era increíble pensar lo mucho que podían cambiar las cosas en sólo tres días. Pero en aquellos tres días habían pasado tantas cosas...

SETENTA Y DOS HORAS ANTES.

- ¡Caroline! – Madison se levantó del sofá de diseño y corrió hasta ella haciendo repicar los tacones de sus Manolo´s sobre el mármol. – ¡Qué alegría que hayas podido venir al final!
- ¿Y perderme tu puesta de largo newyorquina? – Caroline respondió a Madison con esos mismos besos que no llegaban a tocar nunca las mejillas - ¡Ni muerta!
- Ese es el espíritu, cariño... – la tomó de la mano y casi la arrastró a través del inmenso salón – Ven, ¡déjame que te presente!
- ¡Menudo ático! – Caroline bajó la voz a modo de confidencia - ¿Quién es el afortunado al que has dejado que pague todo esto?
- Ahora mismo lo vas a conocer – Madison guiñó uno de sus ojos verdes y se aclaró la voz antes de proceder a la presentación oficial. – Caroline... éste es Hugh. Hugh... Caroline.
No aparentaba más de cuarenta y pocos. Levantó la vista tras unas elegantes gafas de Hugo Boss y clavó dos ojazos azules que hicieron sentir una punzada de envidia a Caroline. El arquitecto que había cazado la golfa de Madison no sólo era millonario... ¡además estaba como un tren!
- Encantado de conocerte por fin, Caroline... – tomó por la cintura a Madison – Maddie me ha hablado de ti...
- Oh, espero que no te haya contado... demasiado. – Caroline lanzó una exagerada mirada de complicidad a Madison.
- Bueno, os dejo solas. – Hugh la besó fugazmente en los labios y dedicó una cortés mirada a Caroline – Tengo dos reuniones que no pueden esperar...
- ¡No olvides que hemos quedado en Giordano´s a las siete y media! – Madison escuchó la puerta cerrándose y con un gesto de contrariedad buscó su móvil – Mejor le mando un mensaje. ¡Seguro que se le olvida...!
- Bueno, viendo lo bien que le sientan esos pantalones de Armani, creo que podré perdonarle que sea olvidadizo.
- ¡Oye! – Madison propinó una palmada en las piernas de Caroline a modo de reprimenda. - ¿Le estabas mirando el culo a mi novio?
- Ya sé, ya sé...
- “Se mira pero no se toca”.- dijeron ambas al unísono. Acto seguido, rieron recordando una vieja anécdota. Cuando las carcajadas cesaron, Madison dejó su copa de champagne de lado y miró inquisitivamente a su vieja amiga.
- Bueno... ¿y no tienes tú nada que contarme?
Caroline mojó los labios en el champagne y se acicaló el pelo, haciéndose la interesante.
- Desde que firmé el contrato con Cosméticos Dubois, Maddie, he tenido que ser muy discreta con respecto a mi vida privada... – miró para ambos lados como si los paparazzi pudieran estar escuchando – Pero entre tú y yo... puede que haya encontrado a...
Con un oportuno sentido del dramatismo, el timbre sonó dejando el chisme en su mejor momento.
- Seguro que es Suzanne... – dijo Madison poniéndose en pié y encaminándose a la puerta principal. Sus ojos, sin embargo, dedicaron a Caroline esa mirada tan suya de “quiero que luego me lo cuentes todo... con pelos y señales”.
Caroline escuchó los pasos de Madison perderse por el pasillo mientras su mirada hacía un recorrido a través de aquel inmenso salón. Los ventanales mostraban la envidiable vista que sólo un ático ubicado en la planta treinta del mejor barrio de Manhattan podía regalarte. Caroline sostuvo su copa y disfrutó en silencio de la vista. No puedo evitar sentir un poco de envidia, pues la suerte de Madison con los hombres parecía haber dado un salto cuántico. Le bastó recordar el historial de su vieja amiga en lo que a relaciones se trataba para que, de repente, Caroline se sintiese culpable. Madison había sufrido mucho en el pasado y se merecía ser feliz. Se merecía...
... ¿gritar?

Caroline escuchó el primer grito. Fue corto, como de sorpresa. Había dejado la copa sobre la mesa y corría por el pasillo cuando escuchó los que siguieron al primero. Encontró a Madison junto a la puerta principal, sentada en el suelo y gritando fuera de sí. Se abrazó a ella histérica. No dejaba de gritar, presa del pánico. En el suelo alguien había dejado una rata muerta con un puñal clavado en su panza, con una nota atravesada. En ella, Caroline sólo pudo reconocer un extraño emblema.
- Las viudas... – la voz de Madison era un hilo de voz, quebrado por el miedo y el llanto – Las viudas me han encontrado.

La Caja de Turing - Indice

El capitán Daniel Santana miraba tumbado en su catre como el ventilador daba vueltas sin parar intentando refrescar la habitación que él llamaba hogar. Como siempre, después de cada misión no podía pegar ojo. Miraba a su alrededor. La calurosa habitación se componía apenas de un catre, un escritorio y un pequeño lavabo.
 
Cansado de dar vueltas en la cama, el en otra época llamado capitán del batallón segundo de las fuerzas especiales, decidía ir al gimnasio con la esperanza de que el esfuerzo físico le ayudara a descansar. Mientras corría en la cinta, Santana miraba en el espejo de la sala a ese latino de ahora treinta tacos y se maldecía de cómo “el procedimiento” le había hecho envejecer de manera tan notable. Cuando llegó a la base hacía 5 años tenía el pelo negro y apenas arrugas. Ahora, el pelo cano era escaso y las arrugas inundaban sus facciones.
 

viernes, 11 de octubre de 2013

La Caja de Turing - Conclusión

La teatral presentación del enigmático personaje quedó enfatizada por un tenebroso fulgor azulado que parecía emanar de la caja, como si percibiera la cercanía de su creador. Una enfermiza luminiscencia impregnó la sala de operaciones. Todos los presentes quedaron congelados, inmóviles, hipnotizados por el magnetismo de la alargada figura plantada al final de la escalera.

- Creo que la creencia popular afirma que quien calla otorga. Consecuentemente tomaré su silencio como cortés saludo de bienvenida y aceptación de mi autoridad, dadas las circunstancias…- Comenzó a decir altivamente.

- ¡¿Pero quién coño se cree usted que es?! – Reaccionó bruscamente el Mayor Andrew.

- No tengo por costumbre derrochar mi tiempo repitiendo las cosas… Y espero que al menos se percaten de que tiempo no es precisamente algo que nos sobre en estos momentos. – Contestó Turing, dedicando una condescendiente mirada al veterano militar.

- Mayor, reconozco al profesor Turing de fotos y vídeos de los archivos. Puedo confirmar su identidad. Lo qué no sé es cómo diablos ha llegado hasta aquí ni cómo se ha enterado de todo esto. Se suponía que había desaparecido. – Intervino Emil Carter.

- He estado dedicado a mis asuntos y, como ustedes comprenderán, no dejé a mi creación sin la debida vigilancia. – Contestó Turing, mientras se quitaba tranquilamente la oscura gabardina y la acomodaba en el respaldo de una solitaria silla, junto a su peculiar sombrero y su viejo paraguas.

Mark y Henry intercambiaron significativas miradas. La afirmación del recién llegado implicaba serias brechas en la seguridad que ellos habían pasado por alto. Sabían a ciencia cierta que eso provocaría aún más al Mayor Andrew. Y no es que estuviera tranquilo precisamente.

- Vamos señores. Hace años, le abrí a la humanidad las puertas a un nuevo universo y ustedes lo han mantenido todo en secreto como advenedizos, utilizando el… Perdón, mi Caja como sistema de espionaje, permitiendo el acceso únicamente a las grandes multinacionales que colaboran en campaña. – En las manos del profesor había aparecido un dispositivo similar a una Tablet y éste lo tecleaba con dificultad mientras hablaba, sin levantar la vista de la pequeña pantalla. – Así que dejen de preocuparse por mí y centrémonos en lo que nos ha reunido en este ajetreado día: la vida de esos tres soldados y… Ah, bueno, sí, y el fin de la sociedad moderna, tal y como la conocemos. – Dicho esto, pulsó una última vez su dispositivo portátil y las dos pantallas del sistema de monitorización de los soldados volvieron a funcionar.

- ¡Señor, los soldados Darko, Fargo y dela Cruz mantienen constantes vitales estables, aunque siguen sin contactar con Central! – Anunció la Doctora Duvall.

Emil Carter se sumergió desesperadamente en la cascada de códigos que brotaba de los monitores, buscando entre el galimatías algo que él pudiera entender. ¿El fin de la sociedad moderna? ¿Pero qué cojones…? Una cosa estaba clara. Los sensores de su equipo detectaban ahora una presencia viva al otro lado. Eso ya planteaba un puto rompecabezas. La Caja era la única puerta de entrada, por lo que no era posible que hubiera “alguien” al otro lado ¿Verdad? Pero eso era lo de menos. El problema era que, fuera lo que fuera lo que estaba llamando al timbre, era jodidamente gigantesco. Si “eso” tenía hambre, dudaba que bastara con un telefonazo a Pizza Hut.

Era hora de tomar la iniciativa. – Profesor, lamentaría ser grosero pero, ¿Puede explicarnos qué coño está pasando? – Dijo Emil Carter, encarando al creador de la Caja.

- Dar una correcta sinopsis que todos los presentes pudieran entender nos costaría demasiados giros de las manecillas. – Turing comenzó a hurgar en sus bolsillos buscando algo mientras hablaba, aparentemente ajeno a la terrible tensión del momento. – Pero podría decirse que el ciberespacio creado por mi Caja, bueno en realidad no lo ha creado, existía desde tiempos inmemoriales, aunque no como Ella les permite percibirlo ahora por supuesto, ha resultado ser, inter alia, evidentemente, en palabras sencillas, un nexo interdimensional.-

- ¿Un nexo interdimen…? – Comenzó a preguntar Emil Carter.

Turing no pareció darse por aludido. – La raza humana vive ajena a los horrores que habitan en los confines del universo. Y créanme cuando les digo que es mucho mejor así. Es por eso que es imperante… ¡Ah! ¡Aquí está! – El profesor sacó un papelillo arrugado del bolsillo interno izquierdo de su chaleco, lo desplegó con parsimonia y dijo grandilocuentemente: - El código de alerta es “Alpha-Bravo-7785-Rojo-0643-Alerta-Centauro”.

- ¿Qué? – Emil Carter se disponía a interpelar al profesor Turing cuando se percató de la palidez del rostro del Mayor Andrew. - ¿Qué le ocurre, Mayor? –

El militar parecía haber envejecido veinte años de un solo golpe. Emil Cater podía ver cómo perlas de sudor afloraban en la frente de su superior, amenazando con caer sobre sus desorbitados ojos azules. Aun así, hubo que reconocerle que no titubeó al contestar. – Código de confirmación de alerta: “Beta-Sigma-3128-Rojo-9617-Alerta-Alpha”. Desde este mismo instante, como oficial de mayor rango presente, asumo ineludiblemente el mando en cuestiones de Seguridad Nacional, en caso de romperse las comunicaciones con la cúpula directiva. –

- Bien, hemos cumplido con el protocolo. – Interrumpió Turing mientras se atusaba el perfilado bigote y lanzaba descuidadamente el papelillo a algún oscuro rincón. – Si no me equivoco, debemos llevar un rato incomunicados. Pueden comprobarlo. Las líneas debieron cortarse tras la desconexión de la caja. Gran idea, por cierto, eso de apagar todos los sistemas de contención de amenazas. ¿Tienen por costumbre desmontar la puerta para evitar que entren en sus casas? –

Enfatizando el significado de las palabras del profesor, lo que parecía un nuevo tentáculo de energía comenzó a asomar por la superficie de la Caja. La doctora Duvall gritó aterrorizada mientras corría escaleras arriba, buscando inútilmente cómo escapar. Las compuertas habían sido selladas en algún momento. Emil Carter sospechaba que Turing tenía algo que ver. ¿Una medida de precaución?
Ajeno a ello, la escolta del Mayor Andrew formó en fila apuntando con sus fusiles automáticos al haz de luz, esperando la orden de disparar.

- ¡Es inútil Mayor! – Continuó Turing, alzando la voz. - ¡Sus balas no le harán daño! ¡Ningún arma de este mundo puede hacerlo! ¿No lo entiende? Es un axioma que debe asimilar ipso facto si pretendemos evitar el desastre. -

El oficial tragó saliva mientras parecía analizar sus bazas. Finalmente pareció tomar una decisión y preguntó. – De acuerdo, ¿Qué propone entonces? –

- Escúcheme con atención. Hoy tomará la decisión más dura de toda su carrera; una que probablemente lamentará el resto de su vida, pero no tiene opción. La alternativa sería dejar que El Horror vagara libremente por La Tierra, destruyendo esta ficción de seguridad, llamada sociedad, que hemos construido para poder vivir cuerdos. Puedo asegurarle, sin miedo a equivocarme, que el Capitán Santana no andaba muy desencaminado. “Él” tiene hambre y nada podrá detenerlo hasta que se sacie. –

Emil Carter dividía su atención entre aquel apéndice luminiscente que emanaba de la Caja, los códigos regurgitados por las pantallas y las temibles palabras del profesor Turing. Su corazón palpitaba frenéticamente y su mente parecía procesar datos a toda velocidad, colocada de adrenalina. Un pensamiento destacó fugazmente sobre los demás. – No, no, no… Espere ¿No pretenderá? –

La sentencia del profesor desgarró las consciencias de los presentes, tan aterradora como la Maldad Primigenia que asomaba a nuestra dimensión. – Sacrificium. Una ofrenda a la deidad para aplacar su avidez y que vuelva a su santuario. –

- ¡Está loco! – Espetó Emil Carter. - ¿Pretende que entreguemos la vida de seres humanos inocentes a esa cosa? –

- ¡No sea usted necio! La vida no, sino el alma. Debemos entregar la esencia de diez millares de sujetos en un formato que el ente pueda usar para alimentarse. De esta forma, se mantendría en el ciberespacio, sin entrar en nuestro plano. Sólo así, ganaremos tiempo para volver a levantar las defensas de mi caja y, entonces quizás, encontrar la manera de hacerle regresar de donde quiera que venga. – El profesor apoyaba cada afirmación con aspavientos. Su excitación se hacía cada vez más evidente, en contraste con su parsimonia inicial.

- ¿Quiere que metamos el alma de ciudadanos estadounidenses en un chip y se lo entreguemos a un ser de otro mundo, mientras el resto corremos a refugiarnos a casa? – Todos los esquemas lógicos y morales de Emil Carter se rebelaban ante la mera idea. ¡Tenía que haber otra forma de acabar con eso!

- Si mi hipótesis es correcta, bastará con que marquemos el camino. Este departamento lleva años espiando a sus conciudadanos, quebrantando no solo las leyes sino también la confianza que éstos habían depositado en sus gobernantes. Por ende las monsergas éticas están fuera de lugar ¿No cree? Ustedes limítense a hacer la selección. Yo haré el resto. Y dense prisa, “Él” se impacienta. –

- ¿La selección? – Preguntó suspicaz el Mayor Andrew…

- No tienen por qué ser ciudadanos inocentes. Eso está en sus manos. Para algo sirve el Código de Alerta Centauro. Le sugiero que comience por los sujetos con nivel #8, marcados  en su base de datos como de amenaza terrorista y continúe bajando hasta los condenados por delitos de sangre, que creo recordar nivel #4. Estimo que con eso le bastará. Sus técnicos sabrán hacer la consulta. Yo tengo que preparar “el conducto”. – Y dicho esto, el profesor Turing se acercó a la silla donde dejara sus pertenencias y extrajo del interior de su sombrero un pequeño artefacto. Se trataba de un candil de aspecto vulgar y vetusto.

- Yo, imposible. No podemos… - Protestó el Mayor Andrew. El pánico brotaba de todos sus poros en forma de lágrimas carnales.

- ¡Asúmalo! Los sacrificios han sido utilizados por distintas civilizaciones desde los albores de la historia. Y, aunque muy pocos lo sepan, estoy en disposición de asegurarle que han sido muy efectivos. Pero no le pido que lo entienda o esté de acuerdo ¡Facilíteme los datos y salvaremos el país que usted ha jurado proteger! –

Turing dio la espalda al Mayor Andrew sin esperar réplica. Haciendo uso de un viejo mechero de gasolina, encendió el candil. Con reverencia, se acercó a la Caja para sentarse en el suelo a unos metros de ella.

- Ah, se me olvidaba. – Dijo. – Alguien tendrá que entrar ahí y depositar la dádiva. – Colocó el candil cerca de él, se desabrochó chaleco y camisa y comenzó a canturrear una rítmica letanía.

-Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn… –

[…]

Me llamo Emil Carter. Soy Oficial del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos. Dejo este documento codificado a modo de baliza con pocas esperanzas de que alguien lo encuentre, pero siento que debo hacerlo. El archivo adjunto es la grabación de la cámara de seguridad nº 5, que el ingeniero Mark Adams me facilitó a escondidas antes de la inmersión en la Caja. Creo que explican los hechos. No hicieron falta palabras para saber que estábamos todos de acuerdo. Me dispongo a perpetrar un acto abyecto. En pocos segundos el sacrificio estará hecho. No nos atrevemos a no hacerlo. Las consecuencias serían demasiado terribles. Mi alma está condenada por ello. La de todos nosotros está. Pero no iremos solos al infierno. Me siento incapaz de describir la aberración que estoy viendo dentro de la Caja. Es como si… Todas las pesadillas imaginables se concentraran en una. Me arrancaría los ojos si pudiera. Pero aun así estoy seguro de que podría sentirla. Tal es mi maldición. Y tal mi penitencia. Tan solo espero no equivocarme con lo que voy a hacer. No me fío del Profesor Turing. No sé justificarlo pero mi instinto me dice que estoy en lo cierto. Esa cosa que cantaba… Me removió las entrañas despertando un miedo primario, visceral.

Acabo de provocar una divergencia en mi código de respuesta pasiva. Es la señal. Mis compañeros destruirán ese maldito candil y después la Caja. Una buena explosión. Hemos incluido todos nuestros datos en el sacrificio… y los del profesor Turing. Nadie saldrá de aquí. También hemos introducido un virus en el paquete. Uno jodidamente cabrón. Lo mejor que tenemos. No sé si funcionará. Espero que sí. En todo caso, está hecho. Es el fin. Martha, te quiero. Lo siento mucho. Dios se apiade de todos nosotros.

viernes, 4 de octubre de 2013

La Caja de Turing - Tercera Parte

Ante el infranqueable muro que era el Mayor, Emil Carter recordó la parte mala de trabajar en el ejército estadounidense. Estar en el ejército. Aunque normalmente nadie se metía en su trabajo, cuando alguien lo hacía, era hasta el fondo.

Carter, británico de nacimiento, se había alistado hacía unos diez años en el ejército de los EE.UU. Era la única empresa con recursos ilimitados en su área, Cybertecnología e Interfaces Hombre-Máquina de última generación. Sólo ellos y quizás alguna turbia empresa china tenían recursos suficientes para avanzar más allá de los límites establecidos, para trabajar con la Caja de Turing.

En su momento tuvo que elegir entre aguantar de vez en cuando la férrea disciplina militar al más puro estilo la chaqueta metálica o emigrar a China. La elección fue fácil, no le gustaban los rollitos de primavera.

-    Oficial Científico Carter, no se lo repetiré más veces. ¡Si le digo que no va a entrar ahí, es que no va a entrar ahí! ¿Comprende? –  alterado, el Mayor Andrew parecía aún más grande y amenazante de lo que ya era de por sí  - ¡Ni usted ni nadie va a entrar ahí! No estamos dialogando Oficial, ¿se entera? Como superior le estoy dando una orden directa que espero acate o tendré que tomar medidas ¿lo entiende?

-    Pero podemos… – el leve fruncimiento del ceño del Mayor fue suficiente para que Carter cediera y aceptara entrar en el juego de la jerarquía – Señor, seguimos teniendo tres hombres dentro, señor. Sugiero una operación de rescate para sacarlos antes de que lo que ha acabado con Santana acabe con ellos.

-    No

-    Señor – Carter probaba uno a uno con todas las tácticas de dialogo posible, como si se enfrentara a una firme cerradura con un desordenado manojo de llaves - Señor, son mis hombres. Entiéndalo, no puedo dejarles ahí. Los monitores indican que están en coma, si no los sacamos morirán en breve. Y tampoco podemos traerlos de vuelta en este estado, tenemos que entrar a rescatarles

-    No

Carter estaba a punto de estallar. No aguantaba la terquedad del Mayor. Tenía que entrar, tenía que salvar a sus chicos, decía para sus adentros. Aunque lo cierto es que había una razón más. Podían ser los delirios de un moribundo, pero las últimas palabras de Santana le habían  hecho sentir una curiosidad que no sentía desde las prácticas en el instituto con el señor Milles, su profesor de ciencias, una curiosidad que había perdido por este proyecto hacía ya demasiado tiempo.

Emil conocía bien Santana. Había leído su historial, repasado sus pruebas psicotécnicas. Después de cada misión estudiaba con asombro las gráficas que monitorizaban su cerebro dentro de la Caja. Superaba como nadie las pruebas de estrés a las que sometían periódicamente a los reclutas. Su mente estaba perfectamente estructurada. Podría estar muriéndose, pero aún en ese estado, estaba seguro que Santana sabría diferenciar la realidad de una alucinación traumática. Si decía que había visto a Dios, es que había visto a Dios y eso hacía al doctor sentirse de nuevo vivo. 

-    Señor – Dijo por fin el doctor Carter reponiéndose del último no del Mayor – Si no va a dejar entrar a nadie, ¿qué propone?

El Mayor Andrew miró durante unos segundos a los ojos de Carter antes de lanzar la frase que sabía sería lapidaria para el doctor.

-    Apagar la Caja. No espero que lo comprenda doctor, pero ese trasto es demasiado peligroso

La expresión de Carter estaba entre la incredulidad y el más profundo terror

-    ¿Apagar la caja? ¡No puede hacer eso! ¡Por Dios Andrew, si la apagas no volverá nunca a encenderse! ¡Su cerebro olvidará todo lo que ha aprendido! – Carter estaba fuera de sí, encarándose al Mayor, cuando comenzó a vocear – ¡¿Siete años de trabajo a la basura?! ¡No! ¡No dejaré que la apague, no precisamente ahora! ¡Me da igual que me acusen de deserción, de traición, no se lo permitiré!

-    Carter – Andrew puso una mano sobre el hombro del doctor de modo conciliador – Tranquilícese. No puede impedirlo, la orden ya ha sido dada. El protocolo de apagado fue activado hace diez minutos.

Cómo si hubiera estado coordinado, en ese momento las alarmas comenzaron de nuevo a sonar en todo el complejo. Una voz metálica  anunciaba que la Caja había sido aislada de la red. Se había completado la primera fase del apagado.

Durante casi tres horas Carter estuvo en una esquina de la sala de control, sentado en el suelo. Sólo, en silencio. Ese día había perdido a cuatro de sus hombres, a cuatro de sus amigos. Estaba a punto de perder el trabajo de sus últimos siete años y casi lo más importante para él, había perdido el último e inesperado atisbo de curiosidad científica que no sabía que le quedaba. Intentado no pensar ni sentir nada, miraba con ojos vacíos como una veintena de hombres acataban sin titubear las órdenes del Mayor.

La Caja poco a poco iba muriendo. Por fin, de las miles de luces que normalmente parpadeaban en su interior, no quedó ninguna encendida. La Caja había sido apagada.

Una voz grave y seca le sacó de su ensimismamiento, era el Mayor Andrew

-    De verdad que lo siento doctor - Andrew parecía sincero - Eran órdenes de arriba.

Carter no respondió. Simplemente miró al Mayor un instante y luego volvió a hundir la cabeza entre las piernas. Y así se hubiera quedado si no fuera por el atronador sonido que inundó una vez más la sala. En mitad de la noche, el sonido de la alarma era aún más atronador. 

-    ¡Control, informe! – Bramó el Mayor sorprendido ante la nueva incidencia 

-    Señor – La contestación vino de la mano de Mark, que estaba monitorizando los sistemas – Sé que es una locura, pero según las lecturas, la Caja se ha vuelto a encender.

Al oír la respuesta, Carter se puso en pie de un salto. Sus ojos fueron directos a la Caja, que volvía a brillar. Lo hacía con una intensidad que nunca antes había visto. Las luces de la sala titilaron y se apagaron durante un instante. Carter sintió una leve vibración bajo sus zapatos. Eran los generadores de emergencia poniéndose en funcionamiento

-    Señor – continuó diciendo Mark – Se ha disparado el consumo de energía. La Caja está consumiendo toda la energía de la base, los generadores han arrancado automáticamente para mantener los sistemas vitales en funcionamiento. Señor, no sabemos que está pasando dentro de la Caja, algo nos impide entrar en el sistema de monitorización. Lo único que sabemos con seguridad es que está funcionando de nuevo.

-    Avisen al Pentágono. Declare situación de emergencia – el Mayor gritaba por encima del taladrante sonido de la alarma – ¡Y apaguen de una vez la dichosa alarma!

Carter buscó las enormes pantallas de plasma dónde se mostraban los códigos de la Caja. Los miraba con detenimiento, pero era incapaz de comprenderlos. Eran códigos nuevos, completamente extraños para él.

-   Señor – Se trataba de uno de los hombres que había traído el Mayor que se acercaba corriendo a su posición – Nos informan desde fuera que se está sobrecargando la red eléctrica. Si no paramos el consumo de la Caja, en breve dejaremos sin suministro a la mitad del estado.

-    ¿He dicho alguna vez lo que odio a ese maldito cacharro? - El Mayor negaba con la cabeza lamentando la situación - Soldado, desconecte la alimentación de toda la base ¡De inmediato!

Carter miraba cómo el joven soldado se acercaba a una de las consolas. Mientras introducía las claves de seguridad, algo le decía que no era buena idea. Echó un nuevo vistazo a las pantallas... y entonces volvió a ver los códigos - ¡No puede ser! - Gritó desesperadamente - ¡No! ¡Detente! - pero ya era tarde.

De la Caja salió una especie de tentáculo de energía que golpeó y abrazó brutalmente al soldado, haciendole volar por la sala durante un instante. Cuando lo dejó caer, el cuerpo estaba completamente calcinado.

Tras el fulminante ataque, la sala de control se quedó en penumbra, únicamente iluminada por las luces parpadeantes de la Caja. A oscuras y en silencio. Todos lo que habían contemplado la situación estaban en estado de shock. Sin poder asimilar lo que acababan de ver. Sólo se podía oír la carne del soldado creptar y a lo lejos unos ritmicos pasos acercándose.

Era una figura alta la que bajaba ruidosamente por las pobremente iluminadas escaleras del centro de control. Se trataba de un hombre de edad indeterminada, con gafas de pasta y un bigote bien recortado. Vestía como de otra época, con gabardina oscura, paraguas y un elegante sombrero de ala ancha.

-    Buenas noches caballeros. Creo que necesitan mi ayuda – Dijo el extraño a la audiencia – Soy Turing, Walter Louis Turing.