Aún más que no ir al colegio, los regalos de reyes, o la nieve que solía acompañar las fiestas, lo que más gustaba a Marcos, Luis, María, Paula y sobre todo a Gregorio era que, después de las vacaciones de verano, las Navidades era el periodo más largo que pasaban todos juntos en San Gonzalo.
Las clases habían acabado hacía un par de días. Pero para ellos hoy comenzaban las vacaciones de navidad porque hoy volverían a encontrarse todos.
- ¿Pero qué estás haciendo ahí dentro Paula? – Se quejaba María exasperada frente a la puerta del baño - ¡Venga! ¡Date prisa, que hemos quedado hace 15 minutos con los chicos!
- ¡Ya estoy casi, enseguida salgo! ¡Me queda terminar de arreglarme! –Mientras María resoplaba, Paula seguía en el interior del baño – Deja de quejarte ya. Sabes, eres más pesada que mamá. Eres una plasta y una agonía, eres… eres… ¡una Plasgonía!
Cuando por fin, diez minutos más tarde, Paula abrió la puerta, María tuvo que mirarla un par de veces para cerciorarse que se trataba de su hermana.
- Barra de labios y… ¿tacones? ¿De verdad? – María no podía dejar de mirar a su hermana, vale, siempre había sido un poco pija, pero lo de la barra de labios era nuevo - ¿Quién eres tú y que has hecho con mi hermana? No me digas que es porque vas a ver a…
- ¡Calla ya Plasgonía! - Cortó Paula no dejando que acabara la frase -Y date prisa, que llegamos tarde
- ¿Encima? No me lo puedo creer. Paula, alucino contigo
Mientras tanto, los chicos esperaban pacientemente en la sombría plaza del ayuntamiento. Sombría porque este año la plaza se había librado de lo que algunos se atrevían a llamar iluminación especial de navidad. Vamos, que este año no habían colgado en los árboles esas terribles bombillas de colores. Igual pasaba en el resto del pueblo, seguramente sería para ahorrar por eso de la crisis, y casi mejor, porque la iluminación navideña de San Gonzalo no podía ser más cutre.
- Venga ya, Gregor – estaba diciendo Luis - ¡En verano te quejas del calor y ahora que dices que si hace frío! ¡Qué va a hacer frío! ¡Mírame, si solo llevo un jersey!
- Pero es que tu vienes ya forradito por dentro – Se mofó Marcos mientras le metía un pellizco en la barriga de Luis – como las foquitas
- Eso no tiene gracia, imbécil – De un manotazo Luis apartó la mano de Marcos
- Porque tú lo digas – Contestó chinchando Marcos - a mí sí que me lo parece, foquito.
Desde la aventura con los Pintores del Nuevo Siglo las cosas entre Marcos y Luis habían cambiado mucho. Paula, el amor secreto de Luis, estaba con Marcos y eso había tensado la relación entre los dos amigos. Claro, seguían siendo amigos, y siempre lo serían, pero ahora acababan discutiendo y peleando por cualquier cosa.
Cuando vieron aparecer a lo lejos a María y Paula, los tres chavales enmudecieron. Luis no podía dejar de mirar a Paula, estaba más guapa que nunca. De pronto una punzada de dolor le recorrió de arriba abajo. La misma que le recorría cada vez que la veía desde verano.
- ¡Hola! – Saludó Luis a Paula sabiendo que los tacones y la barra de labios no eran para él – Estás muy guapa
- ¡Eh! ¡Qué yo también existo! ¡Nos hace llegar tarde y le dicen lo guapa que está, a-lu-ci-nan-te! – Se quejó María para inmediatamente girarse hacía Gregorio y plantarle un beso en la mejilla – ¡Hola!
- Mmmm... – Intentó responder Gregorio poniéndose como un tomate - Hola
Tras el reencuentro y los pertinentes saludos el grupo puso rumbo a la iglesia de San Judas. Marcos y Paula caminaban juntos charlando. Se habían saludaron con un simple hola, como si nada hubiera pasado entre ellos, intentando ocultar lo que todos ya sabían.
- Vamos, Grande – Dijo Gregorio para animar a Luis mientras le cogía del hombro - ¿Has visto ya el último número de los Nuevos Titanes? Está chulo, ¿eh?
Lo de ir a la Iglesia de San Judas era ya como una tradición para el grupo. El sábado antes de navidad montaban dentro un Belén viviente. Era posiblemente el peor Belén viviente del mundo, pero por alguna razón que nadie se llegaba a explicar en el grupo, apasionaba a María.
- Oye Plasgonía – se le ocurrió decir a Paula- ¿Y si en vez de ir a ver al Belén vamos a otro lado? ¡Podemos ir a la bolera! ¿Qué os parece?
- Oye morros rojos – contestó María sulfurada - ¿Y si le digo a mamá porqué te has vestido como una… una…?
- Estooo – Interrumpió Gregorio intentando que la sangre no llegara al río - ¿Sabéis que en el último número de los Nuevos Titanes, Trigon ha intentando apoderarse de la Tierra? No te veas cómo ha molado
Pese a la segunda irrupción de los Titanes, Paula sabía que no había nada que hacer contra los argumentos de María. Habría que ir a ver el Belén. Pero cuando llegaron, se encontraron con la iglesia cerrada. Por el camino habían estado comentado lo raro que era que no se oyeran por todo el pueblo los esperpénticos villancicos con que todos los años bombardeaban los altavoces que colocaban en la torre de la iglesia.
Quizás habían cerrado la puerta de la iglesia por accidente y no les escuchaban llamar por el bullicio que pudiera haber dentro. Así que entre Luis y Gregor levantaron a María para que mirase a través de una de las vidrieras de la iglesia a ver que podían averiguar. Pegando la cara a uno de los cristales María echó un ojo dentro
- No hay nadie dentro – Dijo mientras escudriñaba el interior - y no hay rastro del Belén, no está montado siquiera el escenario… es como si se hubieran olvidado de montarlo.
Era extraño. Este año no había ni luces de navidad en la calle, ni se escuchaban villancicos, no había tampoco Belén. Lo único que parecía ser como otros años en estas fechas era el humo que salía de las chimeneas de cada una de las casas de San Gonzalo. Por lo demás, este año todos en San Gonzalo parecía haber olvidado la Navidad y todos sus pequeños pero caprichosamente importantes detalles.
Mientras se miraban sin comprender qué podía estar pasando, porqué nadie parecía celebrar este año la Navidad, un copo de nieve cayó sobre la pequeña nariz de María.
- ¡Está nevando! – exclamó risueña olvidando de golpe todas las dudas - ¡Me encanta cuando nieva en navidad!
- María – Dijo Gregor cogiendo con el índice la mota que tenía María en su nariz – No es nieve… es ceniza
viernes, 29 de noviembre de 2013
viernes, 22 de noviembre de 2013
Cuento Especial de Navidad
Esta semana no hay relato nuevo porque nos estamos preparando para la navidad. La próxima semana podremos disfrutar de la primera parte de nuestro primer cuento especial Navidad.
viernes, 15 de noviembre de 2013
El Pacto de las Viudas - Indice
“¿Por qué me duele tanto la cabeza?”
Aun no había abierto los ojos y Caroline, en sus pensamientos, ya estaba quejándose. A medida que sus párpados se abrían, notó el color rojizo y anaranjado que lo cubría todo.
“¿Por qué hace tanto calor? ¿Y qué es ese ruido...?”
El ático estaba en llamas. El fuego cubría las paredes, cebándose en una carísima colección de lienzos abstractos. Incluso el propio vestido de Caroline comenzaba a ser pasto de las llamas. Intentó ponerse de pie, tosiendo a más no poder. Entonces notó que algo tiraba de ella desde el suelo. Miró a su muñeca y, en lugar de la pulsera de diamantes que siempre llevaba consigo topó con algo muy diferente. Eran unas esposas. Y al otro lado de ellas había un corpulento individuo tendido en el suelo, aparentemente sin sentido. Cubría su rostro con una máscara e iba enfundado en un esperpéntico traje de gomaespuma. Bajo la luz de las llamas Caroline reconoció el tema del disfraz: un payaso. Un payaso salido de una pesadilla.
Aun no había abierto los ojos y Caroline, en sus pensamientos, ya estaba quejándose. A medida que sus párpados se abrían, notó el color rojizo y anaranjado que lo cubría todo.
“¿Por qué hace tanto calor? ¿Y qué es ese ruido...?”
El ático estaba en llamas. El fuego cubría las paredes, cebándose en una carísima colección de lienzos abstractos. Incluso el propio vestido de Caroline comenzaba a ser pasto de las llamas. Intentó ponerse de pie, tosiendo a más no poder. Entonces notó que algo tiraba de ella desde el suelo. Miró a su muñeca y, en lugar de la pulsera de diamantes que siempre llevaba consigo topó con algo muy diferente. Eran unas esposas. Y al otro lado de ellas había un corpulento individuo tendido en el suelo, aparentemente sin sentido. Cubría su rostro con una máscara e iba enfundado en un esperpéntico traje de gomaespuma. Bajo la luz de las llamas Caroline reconoció el tema del disfraz: un payaso. Un payaso salido de una pesadilla.
Así comienza "El Pacto de las Viudas". Puedes leerlo siguiendo nuestro índice:
Primera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/10/el-pacto-de-las-viudas-primera-parte.html
Segunda Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/10/el-pacto-de-las-viudas-segunda-parte.html
Tercera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/11/el-pacto-de-las-viudas-tercera-parte.html
Conclusión - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/11/el-pacto-de-las-viudas-conclusion.html
Primera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/10/el-pacto-de-las-viudas-primera-parte.html
Segunda Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/10/el-pacto-de-las-viudas-segunda-parte.html
Tercera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/11/el-pacto-de-las-viudas-tercera-parte.html
Conclusión - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2013/11/el-pacto-de-las-viudas-conclusion.html
Esperamos que os guste tanto como a nosotros, ¡un saludo a todos!
viernes, 8 de noviembre de 2013
El Pacto de las Viudas - Conclusión
El payaso balbuceó algo que Caroline fue incapaz de entender. Había oído
las palabras, pero su cerebro era incapaz de interpretarlas. Le picaban
los ojos, se sentía mareada y el humo le estaba provocando nauseas. Era
como si se hubiese tomado toda una ronda completa de Sex on the Beach
ella sola y ahora estuviera pagando las consecuencias. La imagen del
combinado, con su sombrillita de colores chillones, el frescor de la
brisa en una terraza de Tribeca, era deliciosa. Pero se resquebrajó
cuando una llamarada lamió el vestido de Caroline, devolviéndola al
infierno.
El calor la estaba deshidratando, notaba sus labios cortarse y su cutis agrietarse, iba descalza y su vestido estaba chamuscado, pero no iba a darse por vencida. Habían logrado atravesar ya casi toda la planta inferior. Únicamente debían recorrer el pasillo que daba al amplio hall y podrían salir. Con las pocas fuerzas que aún le quedaban ayudó al payaso a tenerse en pie mientras buscaba el mejor camino.
Sin querer, su mirada se topó con el reloj de metacrilato que presidía el salón. Se estaba derritiendo, adquiriendo las formas del cuadro de Dalí. Marcaba las once. Justo en ese momento el desfile de Madison estaría comenzando, debían darse prisa si querían llegar.
Esquivando las llamaradas que salían de un lado y otro e intentando aspirar la menor cantidad del asfixiante humo, Caroline y el payaso seguían avanzando por lo que hacía solo unas horas era uno de los áticos más chic de toda Manhatan. A gatas lograron alcanzar la puerta del apartamento. Caroline alargó su mano hacia el pomo de la puerta y cayó al suelo desplomada.
24 HORAS DESPUÉS
El día parecía querer acompañar la tristeza que invadía a Madison. El día antes, cuando acabó el desfile no apareció el señor Wilkinson para invitarle a subirse a la pasarela a recibir sus merecidos aplausos. Tampoco lo hizo Hugh, con esa sorpresa que seguro le había estado preparando y que explicaría y compensaría de sobra el haber estado desaparecido las últimas horas. No, nada de eso pasó. Fue un policía de servicio el que se acercó a ella. En vez de su soñado ramo de rosas, traía consigo un papel, una nota. Simple, escueta – Lo lamento – dijo en voz baja al entregársela.
Una infinita fila de limusinas negras descansaban en el camino central de Green Wood, el cementerio de las celebridades de Nueva York. El ceniciento cielo y la suficiente perspectiva, daban a la imagen una estremecedora belleza. Esas enormes berlinas con sus conductores reunidos en pequeños corrillos, compartiendo cigarros y jugando con sus viseras tenían un macabro atractivo. De fondo, la silueta de la eterna promesa del éxito, de los sueños truncados, de los bulevares de luces apagadas. La silueta recortada de Manhattan completaba el encuadre.
A escasos cincuenta metros, cientos de personas se aglutinaban alrededor del reverendo Hoffman. Cincuenta y cinco años enterrando los cuerpos más floridos de la alta sociedad neoyorkina le habían convertido en una especie de estrella de los sepelios. Rodeado de curiosos, paparazis y allegados más o menos dudosos, Hoffman sabía que expresión poner en cada momento para darle más dramatismo o fuerza a las fotos. Hoffman terminó de recitar la última oración justo cuando la primera palada de tierra comenzó a cubrir el ataúd. Junto con ella cientos de rosas cayeron al interior del agujero entre sollozos.
Pese a la cantidad de gente congregada, el silencio reinaba en la escena. Se trataba no obstante de un silencio aparente, de falso respeto. Si alguien caminaba por entre las cámaras que disparaban sin parar buscando captar cualquier mínimo detalle, o por entre las ricas pamelas negras y los estudiados trajes de rallas oscuras, podía oír un susurro. Continúo y monótono, siempre presente.
Madison no lo podía oír, pero sabía que estaba allí. Y que de una manera u otra el susurro hablaba de ella. Así había sido apenas una hora antes en el entierro de Caroline, así era ahora en el de Hugh. Aún quedaba mucho por concretar, las causas exactas del incendio, las extrañas circunstancias que lo rodeaban, pero a nadie le importaba, el veredicto ya había sido decidido. Las esposas que ataban los dos cuerpos y todo lo que daba a entender había sido suficiente para ello.
Madison Welsh, la nueva tendencia de la Gran manzana. Hugh Stark, el chico bueno de Nueva York. La pareja perfecta. Guapos, ricos y en la cumbre. Nada estridentes, reservados, esquivos con la prensa rosa. Era la relación ideal y de la manera más inesperada y morbosa se convierte en titular siempre soñado por la prensa del corazón. La pareja de tres y su desgraciado desenlace.
Madison aguantaba estoicamente al lado de los padres de Hugh mientras uno a uno, todos los asistentes iban pasando frente a ella para darle el pésame. Incluso con los ojos rojos, llorosos, podía ver como se acercaban únicamente para verla de cerca, en su momento más bajo. Para poder contar luego a sus amigas lo mal que lo estaba pasando la pobre.
La desencajada cara de Madison pareció romperse del todo cuando Katherine Crushlow se acercó para darle el pésame. Vestía un insultante vestido rojo que estilizaba y hacía aún más atractiva su deliciosa y madura figura
- ¿Cómo te atreves? - La voz de Madison sonó ronca, salía de lo más adentro de su ser - ¿Qué haces tú aquí? Vete ahora mismo o llamaré a la policía
- Querida – Dijo Katherine sonriendo abiertamente – Hazlo. Pero no por mí, hazlo para que se lleven a toda esta gente que ha venido a reírse de tu dolor
- Vete, por favor – Zanjó Madison evitando entrar al trapo
- Vamos mi niña, cariño, ¿Sigues sin verlo? - Los ojos de Katherine eran fríos, calculadores – ¿Aún estás enfadada por lo de la rata? o quizás ¿por la visita al hospital? No queríamos asustarte a ti, cariño. Era a esa arpía, que decía ser tu amiga y a tu novio a los que pretendíamos avisar. Pero los muy cerdos no se dieron por enterados, ¡En tu propio ático, Madison!, ¡Seguro que hasta se ponía tus zapatillas! Así que hicimos lo único que se puede hacer por una buena amiga como tú. Llámame, ¿vale? - Y sin esperar respuesta alguna, se alejó entre comentarios a lo inapropiado de su vestimenta.
EPILOGO:
Madison cabalgaba a lomos de un encapuchado. De la máscara, que cubría completamente la cabeza, caían unas peludas orejas de burro. No se podía ver el rostro, pero por el torso, se trataba de un hombre muy joven.
El silencio de Madison y su juguete chocaba con la gran sonoridad de los gemidos, alaridos, gritos y suplicas de las otras chicas y sus juegos.
Katherine observaba desde el piso de arriba la escena. Le divertía ver como sus mujeres sometían a esos hombres. Cómo los humillaban hasta hacerlos desaparecer. Decir que disfrutaba con ello, era quedarse corto.
Pero hoy, aunque todas se esforzaban mucho, sólo tenía ojos para Madison. La había echado mucho de menos.
Esa dulzura maquillada de rabia y odio. Esa inseguridad recubierta de frío latex. Por mucho que intentara disimularlo, cada vez que Madison denigraba a un hombre, que lo degradaba a la condición de objeto, realmente buscaba otra cosa. De alguna manera Madison esperaba que al acabar la sesión, ese pobre infeliz se hubiera enamorado de ella. Que se convirtiera en su príncipe azul, que le abrazara, que le dijera lo especial que era, que se acostaran juntos y al despertarse estuviera a su lado para llamarle Princesa.
Katherine sonrió. Ninguna de las otras chicas le había hecho sentir durante la ausencia de Madison nada parecido a lo que sentía ahora. Era esa inocencia, esa contradicción perpetua de Madison la que la cautivaba.
- Te he echado de menos Maddie - dijo Katherine para sí misma mientas echaba el último sorbo a su Martini – No vuelvas a irte nunca más Maddie - Katherine no podía de despegar sus ojos de ella. El burrito parecía estar a punto de desmayarse, pero ella seguía castigándole en silencio con la fusta. Golpeándole cada vez más fuerte y agitándose cada vez más deprisa. Katherine observaba extasiada como Madison comenzaba a respirar más y más profundamente, como si le faltara el aliento y muy en silencio, de una manera casi imperceptible, comenzaba a gemir, casi avergonzada, mientras una lágrima recorría su mejilla.
Katherine se mordió sus labios hasta hacerlos sangrar sintiendo en su interior una enorme ola de placer - Deberías saberlo ya Maddie, nadie rompe con las Viudas. Nadie rompe conmigo.
El calor la estaba deshidratando, notaba sus labios cortarse y su cutis agrietarse, iba descalza y su vestido estaba chamuscado, pero no iba a darse por vencida. Habían logrado atravesar ya casi toda la planta inferior. Únicamente debían recorrer el pasillo que daba al amplio hall y podrían salir. Con las pocas fuerzas que aún le quedaban ayudó al payaso a tenerse en pie mientras buscaba el mejor camino.
Sin querer, su mirada se topó con el reloj de metacrilato que presidía el salón. Se estaba derritiendo, adquiriendo las formas del cuadro de Dalí. Marcaba las once. Justo en ese momento el desfile de Madison estaría comenzando, debían darse prisa si querían llegar.
Esquivando las llamaradas que salían de un lado y otro e intentando aspirar la menor cantidad del asfixiante humo, Caroline y el payaso seguían avanzando por lo que hacía solo unas horas era uno de los áticos más chic de toda Manhatan. A gatas lograron alcanzar la puerta del apartamento. Caroline alargó su mano hacia el pomo de la puerta y cayó al suelo desplomada.
24 HORAS DESPUÉS
El día parecía querer acompañar la tristeza que invadía a Madison. El día antes, cuando acabó el desfile no apareció el señor Wilkinson para invitarle a subirse a la pasarela a recibir sus merecidos aplausos. Tampoco lo hizo Hugh, con esa sorpresa que seguro le había estado preparando y que explicaría y compensaría de sobra el haber estado desaparecido las últimas horas. No, nada de eso pasó. Fue un policía de servicio el que se acercó a ella. En vez de su soñado ramo de rosas, traía consigo un papel, una nota. Simple, escueta – Lo lamento – dijo en voz baja al entregársela.
Una infinita fila de limusinas negras descansaban en el camino central de Green Wood, el cementerio de las celebridades de Nueva York. El ceniciento cielo y la suficiente perspectiva, daban a la imagen una estremecedora belleza. Esas enormes berlinas con sus conductores reunidos en pequeños corrillos, compartiendo cigarros y jugando con sus viseras tenían un macabro atractivo. De fondo, la silueta de la eterna promesa del éxito, de los sueños truncados, de los bulevares de luces apagadas. La silueta recortada de Manhattan completaba el encuadre.
A escasos cincuenta metros, cientos de personas se aglutinaban alrededor del reverendo Hoffman. Cincuenta y cinco años enterrando los cuerpos más floridos de la alta sociedad neoyorkina le habían convertido en una especie de estrella de los sepelios. Rodeado de curiosos, paparazis y allegados más o menos dudosos, Hoffman sabía que expresión poner en cada momento para darle más dramatismo o fuerza a las fotos. Hoffman terminó de recitar la última oración justo cuando la primera palada de tierra comenzó a cubrir el ataúd. Junto con ella cientos de rosas cayeron al interior del agujero entre sollozos.
Pese a la cantidad de gente congregada, el silencio reinaba en la escena. Se trataba no obstante de un silencio aparente, de falso respeto. Si alguien caminaba por entre las cámaras que disparaban sin parar buscando captar cualquier mínimo detalle, o por entre las ricas pamelas negras y los estudiados trajes de rallas oscuras, podía oír un susurro. Continúo y monótono, siempre presente.
Madison no lo podía oír, pero sabía que estaba allí. Y que de una manera u otra el susurro hablaba de ella. Así había sido apenas una hora antes en el entierro de Caroline, así era ahora en el de Hugh. Aún quedaba mucho por concretar, las causas exactas del incendio, las extrañas circunstancias que lo rodeaban, pero a nadie le importaba, el veredicto ya había sido decidido. Las esposas que ataban los dos cuerpos y todo lo que daba a entender había sido suficiente para ello.
Madison Welsh, la nueva tendencia de la Gran manzana. Hugh Stark, el chico bueno de Nueva York. La pareja perfecta. Guapos, ricos y en la cumbre. Nada estridentes, reservados, esquivos con la prensa rosa. Era la relación ideal y de la manera más inesperada y morbosa se convierte en titular siempre soñado por la prensa del corazón. La pareja de tres y su desgraciado desenlace.
Madison aguantaba estoicamente al lado de los padres de Hugh mientras uno a uno, todos los asistentes iban pasando frente a ella para darle el pésame. Incluso con los ojos rojos, llorosos, podía ver como se acercaban únicamente para verla de cerca, en su momento más bajo. Para poder contar luego a sus amigas lo mal que lo estaba pasando la pobre.
La desencajada cara de Madison pareció romperse del todo cuando Katherine Crushlow se acercó para darle el pésame. Vestía un insultante vestido rojo que estilizaba y hacía aún más atractiva su deliciosa y madura figura
- ¿Cómo te atreves? - La voz de Madison sonó ronca, salía de lo más adentro de su ser - ¿Qué haces tú aquí? Vete ahora mismo o llamaré a la policía
- Querida – Dijo Katherine sonriendo abiertamente – Hazlo. Pero no por mí, hazlo para que se lleven a toda esta gente que ha venido a reírse de tu dolor
- Vete, por favor – Zanjó Madison evitando entrar al trapo
- Vamos mi niña, cariño, ¿Sigues sin verlo? - Los ojos de Katherine eran fríos, calculadores – ¿Aún estás enfadada por lo de la rata? o quizás ¿por la visita al hospital? No queríamos asustarte a ti, cariño. Era a esa arpía, que decía ser tu amiga y a tu novio a los que pretendíamos avisar. Pero los muy cerdos no se dieron por enterados, ¡En tu propio ático, Madison!, ¡Seguro que hasta se ponía tus zapatillas! Así que hicimos lo único que se puede hacer por una buena amiga como tú. Llámame, ¿vale? - Y sin esperar respuesta alguna, se alejó entre comentarios a lo inapropiado de su vestimenta.
EPILOGO:
Madison cabalgaba a lomos de un encapuchado. De la máscara, que cubría completamente la cabeza, caían unas peludas orejas de burro. No se podía ver el rostro, pero por el torso, se trataba de un hombre muy joven.
El silencio de Madison y su juguete chocaba con la gran sonoridad de los gemidos, alaridos, gritos y suplicas de las otras chicas y sus juegos.
Katherine observaba desde el piso de arriba la escena. Le divertía ver como sus mujeres sometían a esos hombres. Cómo los humillaban hasta hacerlos desaparecer. Decir que disfrutaba con ello, era quedarse corto.
Pero hoy, aunque todas se esforzaban mucho, sólo tenía ojos para Madison. La había echado mucho de menos.
Esa dulzura maquillada de rabia y odio. Esa inseguridad recubierta de frío latex. Por mucho que intentara disimularlo, cada vez que Madison denigraba a un hombre, que lo degradaba a la condición de objeto, realmente buscaba otra cosa. De alguna manera Madison esperaba que al acabar la sesión, ese pobre infeliz se hubiera enamorado de ella. Que se convirtiera en su príncipe azul, que le abrazara, que le dijera lo especial que era, que se acostaran juntos y al despertarse estuviera a su lado para llamarle Princesa.
Katherine sonrió. Ninguna de las otras chicas le había hecho sentir durante la ausencia de Madison nada parecido a lo que sentía ahora. Era esa inocencia, esa contradicción perpetua de Madison la que la cautivaba.
- Te he echado de menos Maddie - dijo Katherine para sí misma mientas echaba el último sorbo a su Martini – No vuelvas a irte nunca más Maddie - Katherine no podía de despegar sus ojos de ella. El burrito parecía estar a punto de desmayarse, pero ella seguía castigándole en silencio con la fusta. Golpeándole cada vez más fuerte y agitándose cada vez más deprisa. Katherine observaba extasiada como Madison comenzaba a respirar más y más profundamente, como si le faltara el aliento y muy en silencio, de una manera casi imperceptible, comenzaba a gemir, casi avergonzada, mientras una lágrima recorría su mejilla.
Katherine se mordió sus labios hasta hacerlos sangrar sintiendo en su interior una enorme ola de placer - Deberías saberlo ya Maddie, nadie rompe con las Viudas. Nadie rompe conmigo.
viernes, 1 de noviembre de 2013
El Pacto de las Viudas - Tercera Parte
Los Picasso, Braque y Matisse ardían en las paredes del piso de Madison. Caroline hacía un esfuerzo enorme para arrastrar el pesado cuerpo del payaso sobre el suelo de mármol. La puerta de entrada aún estaba lejos y el humo y las llamas hacía que no parara de toser y llorar. La idea de que jamás saldría viva del piso con el peso muerto de su compañero pasó por su mente como un rayo. Alcanzó un jarrón muy caro y tremendamente bonito que contenía una quemada flor de lys y tiró toda el agua que contenía sobre el rostro del hombre inconsciente. Presa del pánico gritó, lloró y clavó sus uñas de porcelana en el cuerpo del payaso pero este no reaccionó. Estaba desesperada, no sabía qué hacer, demasiado cansada para seguir cargando con ese enorme y pesado saco.
Pasado el ataque de ira, pensó en que quizás la máscara no le permitiera respirar bien. Se la quitó y el rostro que descubrió no era el que pensaba.
24 HORAS ANTES
Mientas Caroline andaba rápidamente por las calles de un lujoso barrio de la ciudad pensaba en lo que hacía unas horas le había contado su amiga Madison.
-Todo empezó como un pequeño grupo de apoyo de chicas que no habíamos tenido mucha suerte con los hombres. Entre nosotras nos dimos fuerza y ánimos para tomar las riendas de nuestras relaciones. Decidimos que antes de que nos dejaran ellos lo haríamos nosotras. Como si estuvieran muertos para nosotras.
Pero algunos chicos se ponían un poco pesados y había que dejarles claro como estaban las cosas y quienes eran las que mandaban. Alguno, incluso, bueno, no salió muy bien parado. - Madison no paraba de llorar. – Entonces me fui a Europa, huyendo de todo esto, de las chicas. Cuando volví, creía haber dejado todo eso atrás, que las viudas habían desaparecido que podría empezar de nuevo con Hugh. Pero estaba equivocada-.
Cuando acabó de contarle la historia a Madison le entró un ataque de histeria, la tuvieron que sedar y la doctora Kadie anuló su salida del hospital hasta que vieran su evolución. Fue entonces, mientras Caroline intentaba localizar a Hugh para advertirle, cuando a Madison en sus sueños se le escapó un nombre Katherine Crushlow.
Caroline observaba su edición especial de Iphone nuevo decorado con diamantes de svarowsky. Gracias a las cuentas de Katherine en las redes sociales supo que era una mujer que estaba a punto de llegar a los 40 años. Abogada de éxito y que vivía en una gran casa en Queens. Contemplaba la gran mansión de dos pisos de altura a la vez que la foto que tenía en el móvil y que Katherine había alguna vez usado como perfil de facebook. En la imagen aparecía ella con varias mujeres más.
Los manolo´s hacían crujir los escalones de madera del gran porche de entrada. Llamó al timbre y un atractivo mayordomo abrió la puerta.
-Eh, hola, quería ver a la señora Crushlow -.
Sin mediar palabra el mayordomo se dio la vuelta y desapareció en la sombras. Al cabo de unos minutos llegó la señora de la casa. Una mujer de unos cuarenta años, muy atractiva, con un impresionante pelo largo liso y que vestía un traje de noche largo, azul eléctrico.
-Hola, soy… – se adelantó Caroline.
-¡Se quien es! - . Le cortó Katherine. La mujer sonreía. – Es la amiga de Madison. Por favor, pase -.
La abogada avanzaba por los mal iluminados pasillos del pequeño palacio.
-Solo quería hablar un momento con usted. Sobre Madison, está muy afecta… - Katherine la volvió a cortar. – Querida, tenemos tiempo, por favor, déjame invitarte a una copa.- La dueña de la casa se apartó mientras invitaba a Caroline a entrar en una sala.
El bolso de Gucci que Caroline cuidaba como si fuera su hijo se le cayó al suelo. En la amplia sala perfectamente iluminada una decena de mujeres practicaban toda clase de perversiones con hombres semidesnudos; una mujer vestida de amazonas lanzaba flechas a un atractivo Cupido, una mujer vestida de Bella comía sobre un hombre disfrazado como la Bestia, una chica vestida de maestra de ceremonias hacía pasar por un aro a latigazos a un hombre caracterizado como un tigre. En el fondo de la sala, estaba Hugh, vestido solamente con unos calzoncillos de Armani y atado a una cama. Parecía inconsciente o peor, muerto. Caroline se dio la vuelta intentando escapar pero chocó con un… ¿payaso?. Era el hombre que había ido al hospital vestido con un horrible disfraz.
-¡Niña!, ¿ya te quieres ir?. ¡Si la fiesta solo acaba de empezar! - . Katherine la cogió de la manó y la sentó en una silla, no muy lejos de la cama donde Hugh yacía atado inmóvil. El aire de la sala estaba muy cargado y olía raro.
La cabeza de Caroline empezó a dar vueltas, se sentía muy débil. Katherine, a su lado, observaba al resto de mujeres, feliz, satisfecha, con una copa de vino en la mano.
-¿Qué queréis de m…?- apenas alcanzó a decir antes de caer inconsciente. Katherine la miró, como la madre que mira a la hija antes de darle una importante lección. Le acarició la cara. – Cariño, solo cuidamos de nuestras hermanas -.
[continuará]
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