El payaso balbuceó algo que Caroline fue incapaz de entender. Había oído
las palabras, pero su cerebro era incapaz de interpretarlas. Le picaban
los ojos, se sentía mareada y el humo le estaba provocando nauseas. Era
como si se hubiese tomado toda una ronda completa de Sex on the Beach
ella sola y ahora estuviera pagando las consecuencias. La imagen del
combinado, con su sombrillita de colores chillones, el frescor de la
brisa en una terraza de Tribeca, era deliciosa. Pero se resquebrajó
cuando una llamarada lamió el vestido de Caroline, devolviéndola al
infierno.
El calor la estaba deshidratando, notaba sus labios cortarse y su cutis
agrietarse, iba descalza y su vestido estaba chamuscado, pero no iba a
darse por vencida. Habían logrado atravesar ya casi toda la planta
inferior. Únicamente debían recorrer el pasillo que daba al amplio hall y
podrían salir. Con las pocas fuerzas que aún le quedaban ayudó al
payaso a tenerse en pie mientras buscaba el mejor camino.
Sin querer, su mirada se topó con el reloj de metacrilato que presidía
el salón. Se estaba derritiendo, adquiriendo las formas del cuadro de
Dalí. Marcaba las once. Justo en ese momento el desfile de Madison
estaría comenzando, debían darse prisa si querían llegar.
Esquivando las llamaradas que salían de un lado y otro e intentando
aspirar la menor cantidad del asfixiante humo, Caroline y el payaso
seguían avanzando por lo que hacía solo unas horas era uno de los áticos
más chic de toda Manhatan. A gatas lograron alcanzar la puerta del
apartamento. Caroline alargó su mano hacia el pomo de la puerta y cayó
al suelo desplomada.
24 HORAS DESPUÉS
El día parecía querer acompañar la tristeza que invadía a Madison. El
día antes, cuando acabó el desfile no apareció el señor Wilkinson para
invitarle a subirse a la pasarela a recibir sus merecidos aplausos.
Tampoco lo hizo Hugh, con esa sorpresa que seguro le había estado
preparando y que explicaría y compensaría de sobra el haber estado
desaparecido las últimas horas. No, nada de eso pasó. Fue un policía de
servicio el que se acercó a ella. En vez de su soñado ramo de rosas,
traía consigo un papel, una nota. Simple, escueta – Lo lamento – dijo en
voz baja al entregársela.
Una infinita fila de limusinas negras descansaban en el camino central
de Green Wood, el cementerio de las celebridades de Nueva York. El
ceniciento cielo y la suficiente perspectiva, daban a la imagen una
estremecedora belleza. Esas enormes berlinas con sus conductores
reunidos en pequeños corrillos, compartiendo cigarros y jugando con sus
viseras tenían un macabro atractivo. De fondo, la silueta de la eterna
promesa del éxito, de los sueños truncados, de los bulevares de luces
apagadas. La silueta recortada de Manhattan completaba el encuadre.
A escasos cincuenta metros, cientos de personas se aglutinaban alrededor
del reverendo Hoffman. Cincuenta y cinco años enterrando los cuerpos
más floridos de la alta sociedad neoyorkina le habían convertido en una
especie de estrella de los sepelios. Rodeado de curiosos, paparazis y
allegados más o menos dudosos, Hoffman sabía que expresión poner en cada
momento para darle más dramatismo o fuerza a las fotos. Hoffman terminó
de recitar la última oración justo cuando la primera palada de tierra
comenzó a cubrir el ataúd. Junto con ella cientos de rosas cayeron al
interior del agujero entre sollozos.
Pese a la cantidad de gente congregada, el silencio reinaba en la
escena. Se trataba no obstante de un silencio aparente, de falso
respeto. Si alguien caminaba por entre las cámaras que disparaban sin
parar buscando captar cualquier mínimo detalle, o por entre las ricas
pamelas negras y los estudiados trajes de rallas oscuras, podía oír un
susurro. Continúo y monótono, siempre presente.
Madison no lo podía oír, pero sabía que estaba allí. Y que de una manera
u otra el susurro hablaba de ella. Así había sido apenas una hora antes
en el entierro de Caroline, así era ahora en el de Hugh. Aún quedaba
mucho por concretar, las causas exactas del incendio, las extrañas
circunstancias que lo rodeaban, pero a nadie le importaba, el veredicto
ya había sido decidido. Las esposas que ataban los dos cuerpos y todo lo
que daba a entender había sido suficiente para ello.
Madison Welsh, la nueva tendencia de la Gran manzana. Hugh Stark, el
chico bueno de Nueva York. La pareja perfecta. Guapos, ricos y en la
cumbre. Nada estridentes, reservados, esquivos con la prensa rosa. Era
la relación ideal y de la manera más inesperada y morbosa se convierte
en titular siempre soñado por la prensa del corazón. La pareja de tres y
su desgraciado desenlace.
Madison aguantaba estoicamente al lado de los padres de Hugh mientras
uno a uno, todos los asistentes iban pasando frente a ella para darle el
pésame. Incluso con los ojos rojos, llorosos, podía ver como se
acercaban únicamente para verla de cerca, en su momento más bajo. Para
poder contar luego a sus amigas lo mal que lo estaba pasando la pobre.
La desencajada cara de Madison pareció romperse del todo cuando
Katherine Crushlow se acercó para darle el pésame. Vestía un insultante
vestido rojo que estilizaba y hacía aún más atractiva su deliciosa y
madura figura
- ¿Cómo te atreves? - La voz de Madison sonó ronca, salía de lo más
adentro de su ser - ¿Qué haces tú aquí? Vete ahora mismo o llamaré a la
policía
- Querida – Dijo Katherine sonriendo abiertamente – Hazlo. Pero no por
mí, hazlo para que se lleven a toda esta gente que ha venido a reírse de
tu dolor
- Vete, por favor – Zanjó Madison evitando entrar al trapo
- Vamos mi niña, cariño, ¿Sigues sin verlo? - Los ojos de Katherine eran
fríos, calculadores – ¿Aún estás enfadada por lo de la rata? o quizás
¿por la visita al hospital? No queríamos asustarte a ti, cariño. Era a
esa arpía, que decía ser tu amiga y a tu novio a los que pretendíamos
avisar. Pero los muy cerdos no se dieron por enterados, ¡En tu propio
ático, Madison!, ¡Seguro que hasta se ponía tus zapatillas! Así que
hicimos lo único que se puede hacer por una buena amiga como tú.
Llámame, ¿vale? - Y sin esperar respuesta alguna, se alejó entre
comentarios a lo inapropiado de su vestimenta.
EPILOGO:
Madison cabalgaba a lomos de un encapuchado. De la máscara, que cubría
completamente la cabeza, caían unas peludas orejas de burro. No se podía
ver el rostro, pero por el torso, se trataba de un hombre muy joven.
El silencio de Madison y su juguete chocaba con la gran sonoridad de los
gemidos, alaridos, gritos y suplicas de las otras chicas y sus juegos.
Katherine observaba desde el piso de arriba la escena. Le divertía ver
como sus mujeres sometían a esos hombres. Cómo los humillaban hasta
hacerlos desaparecer. Decir que disfrutaba con ello, era quedarse corto.
Pero hoy, aunque todas se esforzaban mucho, sólo tenía ojos para Madison. La había echado mucho de menos.
Esa dulzura maquillada de rabia y odio. Esa inseguridad recubierta de
frío latex. Por mucho que intentara disimularlo, cada vez que Madison
denigraba a un hombre, que lo degradaba a la condición de objeto,
realmente buscaba otra cosa. De alguna manera Madison esperaba que al
acabar la sesión, ese pobre infeliz se hubiera enamorado de ella. Que se
convirtiera en su príncipe azul, que le abrazara, que le dijera lo
especial que era, que se acostaran juntos y al despertarse estuviera a
su lado para llamarle Princesa.
Katherine sonrió. Ninguna de las otras chicas le había hecho sentir
durante la ausencia de Madison nada parecido a lo que sentía ahora. Era
esa inocencia, esa contradicción perpetua de Madison la que la
cautivaba.
- Te he echado de menos Maddie - dijo Katherine para sí misma mientas
echaba el último sorbo a su Martini – No vuelvas a irte nunca más Maddie
- Katherine no podía de despegar sus ojos de ella. El burrito parecía
estar a punto de desmayarse, pero ella seguía castigándole en silencio
con la fusta. Golpeándole cada vez más fuerte y agitándose cada vez más
deprisa. Katherine observaba extasiada como Madison comenzaba a respirar
más y más profundamente, como si le faltara el aliento y muy en
silencio, de una manera casi imperceptible, comenzaba a gemir, casi
avergonzada, mientras una lágrima recorría su mejilla.
Katherine se mordió sus labios hasta hacerlos sangrar sintiendo en su
interior una enorme ola de placer - Deberías saberlo ya Maddie, nadie
rompe con las Viudas. Nadie rompe conmigo.
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