Silencio. Era lo único apreciable la noche en la que Paz vino al mundo. Su supuesto padre se ahogo unos días antes durante una tormenta así que Pablo Hoyosa, el capitán, le puso ese nombre para recordar que nació una noche sin luna y las aguas calmas. Los tripulantes de aquel barco: un aventurero, un científico, un grupo de marineros borrachos que decían ganarse la vida como pescadores y algún que otro grumete fortachón y estúpido, miraban la escena con inquietud. La madre de Paz, una colombiana de tez morena, cabello enrevesado y cierta adicción al juego y al alcohol, falleció durante el parto. Era tan oronda que nadie en todo el barco se percató del estado de la mujer.
<!--[if gte mso 9]> Normal0 21 falsefalsefalse ESX-NONEX-NONE Pablo Hoyosa tomó el control de la situación. Con la delicadeza con la que se embota un barco el capitán tomó a Paz como si fuera un pescado y la azotó para regalarle el don de la respiración. En cambio lo que obtuvo fue un soplido sordo y ahogado que bien pudo haber sido un llanto pero que se transformo en una pena tan profunda que erizó los vellos de los presentes. Estos por contra se tragaron el aire que llevaban conteniendo en los pulmones provocándoles una sensación de malestar y nauseas que se prolongaría durante toda la noche. Paz se esforzaba en abrir la boca y comprimir las facciones de la cara pero era incapaz de emitir un solo ruido. Elena Sambenito, una de las prostitutas, cubrió a la muda criatura con un manto de lana barata y se la llevo a los camarotes. Al capitán le gustaba contar con aquellas mujeres de compañía en sus viajes. Mantenían alta la moral de la tripulación y eran buena moneda de cambio en caso de encuentros con piratas.
Antes de dar por concluida la noche dos de los grumetes lanzaron de mala gana el cuerpo inerte de la madre por la borda. Ahora sí, el capitán dió la orden de irse a dormir. Todos obedecieron salvo los grumetes que se quedaron limpiando la sangre y haciendo guardia en la escotilla. De los trece tripulantes tan solo Paz consiguió dormir de forma satisfactoria.
A la mañana siguiente las temperaturas descendieron de forma drástica y el olor a podrido inundaba cada rincón del “Pescador”. Nadie conseguía dar una explicación clara sobre cómo había ocurrido. Las cámaras frigoríficas no marcaban registro de error y aun así la carga se había podrido en el interior: fruta, carne, pescado, verduras… El cocinero Pedro de Reyes, hombre de alta mar experimentado y muy supersticioso, intentó echar a Paz por la borda pero los grumetes consiguieron reducirle y encerrarlo en las bodegas. Las prostitutas convencieron al capitán para dejar a la niña en su camarote hasta que se calmaran los ánimos. Todas menos Elena, que tenía fiebres muy altas y se había quedado en cama. Las siguientes noches se las tendrían que pasar preparando las redes y lanzando cañas al océano para sacar algunos peces y tener con qué comer. Por suerte para Paz su madre había escondido bajo su colchón preparados y alimentos para abastecer a su bebé cuando naciera.
Cuando el “Pescador” encendió motores la ligera nave tomó rumbo hacia el siguiente punto de la ruta. Esta vez se encontraban a tan solo unas horas del lugar en el que debería estar lo que llevaban buscando desde que partieron de Puerto Colombia. La rutina era siempre la misma: cuando llegaran al punto de destino desacoplarían el módulo de inmersión, Finn Redhouse el científico volvería a explorar el fondo marino durante unos días y Gregory Demave el aventurero se quedaría esperando haciendo guardia hasta que su compañero retornara. Si los nuevos cálculos eran correctos sacarían los restos de la nave a superficie. El capitán había oído hablar de una primera nave que cayó del cielo por las noticias y no le pareció mal correr el riesgo de encontrar esta otra, que había tenido una repercusión mucho menos mediática. La recompensa había sido más que generosa y cubría todas las molestias por la discreción de la operación. Y eso que solo era un adelanto. “Sea lo que sea que hagan en su país les debe ir muy bien”. Pensó. “Además estaba el aliciente del botín. Seguro que lo que me ofrecen son tan solo migajas comparado con lo que sea que haya dentro de esa nave venida del espacio”.
A Pablo Hoyosa no le gustaba dejar nada al azar, así que meditaba sobre sus planes en la tranquilidad de su camarote mientras controlaba la hoja de ruta. Esta vez sus pensamientos iban y venían de forma entrecortada. Tenía un ojo puesto en sus mapas de navegación y el otro en Paz, a la que miraba con gesto desconfiado. Era tan callada que a veces se olvidaba que le estaba mirando fijamente con esos ojos dulces y abiertos que parecían hablarle. De repente se sintió consternado al pensar que en su barco había hombres capaces de tirar por la borda a una criatura tan fascinante. “El castigo para Pedro tiene que ser ejemplar”, afirmó. “aunque tenga que cocinar con los pies el resto del viaje”.
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