viernes, 25 de enero de 2013

Lian contra los Dioses - Segunda parte

Lian el Viejo iba a pagar cara su osadía de pisar la Zona Prohibida y sus desafíos hacia las Leyes de los Siete, los Cielos y los Dioses. Pero Lian el Viejo no tenía tiempo de pensar en ello todavía.


Lian se encontraba atrapado por mano de metal que le sostenía el tobillo y tiraba su cuerpo hacia lo que él pensaba que era una duna. Le costaba mantener el equilibrio mientras le seguían gritando. - ¡Ayuda! – Su mente daba vueltas mientras intentaba comprender. Cuando empezó a trazar una explicación lógica fue el momento en el que tropezó y cayó al suelo. - ¡Ayuda! – Por un instante la mano se soltó y rápidamente volvió a agarrar a Lian por un brazo. Esta vez el empujón consiguió arrastrarle hasta que se encontró cara a cara con una escultórica cabeza de metal que le miraba y le hablaba. Estaba completamente asombrado con la roja mirada del ser, que era inexpresiva pero aun así perfectamente capaz de arquear sus cejas y mover los labios. - ¡Ayuda! –
Medio segundo más tarde Lian, muerto de miedo, rompió el silencio con una sonrisa forzada en la boca –Te ayudaré – La mano metálica dejó de hacer fuerza. Lían se liberó y, aprovechando el momento, golpeó uno de los ojos de la criatura y salió huyendo duna abajo rumbo a su torre. El hombre de metal, que casi doblaba en altura a Lían, no tuvo más que alargar el brazo para agarrarlo de nuevo, esta vez por un hombro. 

– Tengo la pierna atrapada. Dijiste que me ayudarías. – Lian se resignó 

– Esta bien, maldita sea. Te ayudaré. Pero suéltame. – 
Una vez libre Lian se acercó a la pierna enterrada y apartó los pedazos que la cubrían. Estaba pegada a una enorme y pesada caja de metal, como si un fuerte golpe las hubiera unido.
– Mi hermano mayor cayó por la duna y nos aplastó a todos. – Explicó el hombre de metal. 
Lian, todavía buscando la manera de salir de allí sin ser atrapado, intentó agarrar el tobillo y tirar de él para liberar la pierna, pero el esfuerzo fue inútil. Haciendo uso de su ingenio y sus conocimientos colocó las pocas brasas que quedaban bajo la pierna del hombre de metal, calentándola. Se ayudó también de unas placas bien orientadas hacia el sol, que ayudaron a ablandar la gran masa metálica que atrapaba la pierna del enorme humanoide. Lian descubrió que el calor no era suficiente, así que cogió algunas piezas más, las enrosco a otras piezas de aquí y otras de allá y sin mucha dificultad fabricó un gran cuello metálico que se doblaba como una catapulta. Con el arco suficiente el cuello podría golpear con más fuerza y cortar la inútil pierna. Y así fue como sucedió. Después de varios golpes el acero se partió y consiguió liberar a la criatura. 
El hombre metálico se levantó. Era un ser realmente asombrosos. Lían nunca había visto nada semejante. Quiso salir corriendo, pero también preguntarle un montón de cosas que le rondaban por la cabeza. Se le ocurrió que podía aprovechar para hacer algún dibujo en su cuaderno, pero se dio cuenta de que lo había perdido en la caída. Aun desorientado miró y buscó a su alrededor, para encontrarlo donde menos se lo esperaba. El hombre metálico había subido la duna y lo estaba examinando con sus enormes manos, abriendo las hojas con delicadeza, sin estropearlas. - Menuda máquina era aquella -. Pensó Lian. 
- ¿Qué son estas cosas que has dibujado? – Preguntó la máquina mientras unos rayos rojos salían de sus ojos recorriendo las primeras páginas.
– Peces ¿Y quién eres tu si se puede saber? – La respuesta fue seca y directa.
– No tengo nombre. ¿Qué son estas cosas que has dibujado? – Esta vez la página que estaba abierta mostraba algunos dibujos recientes. 
– Un Globo – Le dijo Lian. 
– Ah… interesante. -  El hombre de metal ojeó todo el cuaderno, incluso la parte que estaba en blanco, y se lo devolvió a Lian. 
– Gracias. Esto… Hace demasiado calor aquí para esta anciana piel. “No tengo nombre”, creo que ahora sería justo que tú hicieras algo por mí –
El hombre metálico ayudó Lian a resguardarse del calor bajo un gran caparazón similar a un torso humano, solo que mucho más grande. La temperatura dentro del caparazón era asombrosamente baja. Lian no podía encontrar una explicación terrenal. La cara exterior del torso estaba ardiendo por los rayos del sol pero por dentro estaba frio. 
– Es de mi hermano mayor, el que nos aplastó. Los otros también son mis hermanos – Explicó el hombre sin nombre. – Por dentro somos así, fríos. Incluso cuando morimos. Hay quien lo llama espíritu. - 
Lian estaba lleno de preguntas y a medida que hablaban algunas fueron encontraron respuestas, como por ejemplo la asombrosa historia del hombre de metal. Su padre se llamaba Vott y había sido creado por El Herreno. Como todo el mundo sabe El Herreno tenía seis hermanos, que se hacían llamar Los Siete. Todos ellos creaban criaturas a su antojo y voluntad. Algunas les era útiles y tenían el derecho a quedarse eternamente en Ghalas, la gran morada de Los Siete, pero otras no tenían ese privilegio y eran abandonadas a su suerte, más allá del desierto, prohibiéndoles retornar. Mucho antes de que naciera su padre, tras el Incidente de Mecona, los mortales creyeron poder sustituir a los Dioses e inventaron la Alquimia para crear vida. Estuvieron cerca de conseguirlo pero, fieles a su naturaleza, algunos grupos empezaron a trabajar en lo que se llamaría Magia Negra. Su trabajo se basaba en encerrar las almas en frascos y objetos en lugar de darles libertad. Fue El Culto a los Siete el que persiguió este tipo de acción, relegándola al olvido y asegurándose de que nadie, absolutamente nadie, llegara a la Zona Prohibida. Para ello El Culto creó unos guerreros de tierra que protegieran el paso de cualquier intruso y La Diosa Fragua esparció el calor necesario para crear un mortífero desierto tras ellos. 
– Todo el que habita en Ghalas sabe esto. -  Apuntó el hombre de metal. 
Las leyes de los dioses son claras. Está escrito en La Palabra de Los Siete los hechos que acontecieron al mundo y el camino que los hombres deben seguir para redimirse de sus pecados. Quien contradice La Palabra sufre como castigo una muerte lenta y dolorosa, y Lian, tan prudente él y a la vez tan curioso, estaba yendo más allá. Su compañero de metal le estaba revelando información peligrosa, si, y el calor le impedía salir de donde estaba, volver a su querida torre y olvidarlo todo. Lían el Viejo iba a pagar caro ese conocimiento.
El anciano escribía nerviosamente cada detalle en su cuaderno. Páginas y páginas de nerviosismo narrando cómo Vott había sido desterrado tras cometer el pecado de la reproducción. 
– Todo el que habita en Ghalas sabe que sólo Los Siete tienen el derecho a reproducirse.-  Volvió a apuntar el hombre de metal.
Era de esperar que el comportamiento inesperado de Vott enfureciera al Herrero. Hubo una pelea y tanto Vott como sus hijos perdieron. No solo fueron desterrados. El Herrero, además, como castigo, envenenó sus pieles metálicas con arsénico y los envió al desierto, donde acabarían consumiéndose y desapareciendo. 
- Como puedes ver nuestras pieles están corroídas y se rompen fácilmente. – Dijo el humanoide arqueando sus cejas. 
Pero lo más fascinante y peligroso de la historia estaba aún por llegar. Al verse desterrados y condenados a desaparecer Vott y sus hijos emprendieron un último viaje más allá de la Zona Prohibida. Como acto de venganza revelarían a todas las criaturas que una vez fueron abandonadas por Los Siete los secretos que sus creadores guardan recelosamente en Ghalas. Otorgarles el don y la libertad que solo El Conocimiento puede dar. La Gran Respuesta.
- La Gran Respuesta… - Lian estaba asustado. Ahora que sabía todo aquello se sentía diminuto, débil y enojado. – Eres un pedazo de metal idiota. Yo mejor me vuelvo a mi torre ¿Quién va a creer semejante historia de un viejo? – El hombre de metal se giró y a pesar de su calma las palabras cayeron pesadas como un globo hecho de piedra.
– Te lo mostraré. – 
El gigante salió al exterior y tras un momento apareció arrastrando la caja a la que estaba unido por la pierna. La puso enfrente de Lian y lentamente la fue abriendo. Lian se asomó para ver qué contenía en su interior. El fondo estaba cubierto de flores y fruta con un aroma que hacía la boca agua. Sobre ellas había un instrumento musical de cuerda alargado del que emanaba un aura celestial que flotaba a su alrededor. Al contemplarla el aura fue gestando una forma con apariencia de una mujer, que le dirigió la palabra. – Saludos noble anciano. Mi nombre es Saraswati, defensora de las nobles artes de la Música, el Arte y el Conocimiento. También soy madre de las bellas criaturas que ves a tu alrededor. – su voz sonaba como una dulce melodía. Una dulce melodía que había escuchado hace poco mientras flotaba en su Globo. Una melodía que sonaba y sonaba, que se le metió en la cabeza y cuya letra iba grabando un mensaje en su cabeza. Un mensaje contundente que tambaleaba el conocimiento de Lian a base de capas de más y más conocimiento. Lían aprendió con cada capa hasta que ya no pudo más, llegando a comprender cosas que nunca antes se había planteado. Ahora que Lian conocía La Gran Respuesta pudo expirar todo el aliento contenido y gritar:
– ¡Que La Muerte se lleve a Los Siete! ¡Es increíble! ¡¡Increíble!! -

viernes, 18 de enero de 2013

Lian Contra los Dioses - Primera Parte



Lian el Viejo, iba a pagar cara su osadía. No solo había desafiado las claras leyes de los Siete, había desafiado a los cielos y a los Dioses. Y bien es sabido que quién provoca a tales fuerzas no vive para contarlo.

Hasta entonces, en todos sus años de vida Lian jamás había incumplido una ley, siquiera una norma. Jamás había pecado ni perjurado a dios alguno. Era un hombre prudente cuando se trataba de dioses y sus representantes.

Pese a ser un personaje estrámbotico, algo nervioso e inquieto, sus rarezas despertaban más simpatía que rechazo. La razón no era únicamente su avanzada edad, ni sus prolijos y útiles ingenios, ni siquiera que conociera el arte de la lectura y la escritura. Era tan apreciado por la escuela que regentaba en su torre, dónde enseñaba a cualquiera que quisiera acercarse y no únicamente a nobles, como era lo habitual. Muchos chicos de la región habían logrado aprender allí el arte de la escritura, y gracias a eso habían sido seleccionados para ir al Monasterio, dejando atrás la sufrida vida de labranza y hambrunas que les esperaba.

Lian pasaba horas estudiando los cientos de libros que había logrado aglutinar en sus casi sesenta años de vida. Los repasaba una y mil veces para encontrar cualquier pequeño detalle que hubiera podido pasar por alto. Pero su pasión no se quedaba en estudiar el trabajo de otros, había escrito más de tres docenas de libros de muy diversas disciplinas y creado cientos de innovadores ingenios.

Muchas noches las pasaba en vela, realizando observaciones del cielo, una de sus grandes pasiones. Anotaba en sus cuadernos la más minúscula variación de brillo o posición los astros. También le gustaba aprovechar el frescor de las mañanas para salir con su destartalado carromato más allá de las murallas que protegían la ciudad y explorar, investigar, experimentar, comprobar teorías o simplemente apuntar cualquier cosa que le pareciera interesante.

Había cartografiado en cientos de mapas el condado con gran fidelidad, llegando incluso hasta el límite con la Zona Prohibida. También había descubierto que el sol variaba su camino según la estación y había creado un aparato con el que se podía saber exactamente qué día del año era. Observando la naturaleza descubría muchas cosas interesantes, que había plasmado en decenas de artilugios que ayudaban a que los campos fueran más fértiles o el acero de las forjas más duro. Y en sus paseos había logrado clasificar centenares de animales y plantas desconocidos hasta ese momento incluso para los curanderos y druidas. Lian sin duda era un hombre peculiar para su época, con una mente inquieta, que no dejaba nunca de preguntarse el cómo y el porqué de las cosas.

Y precisamente, ese afán de conocimiento, le llevó a la situación que se encontraba. Hacía dos estaciones que Lian había encontrado un arbusto cuyas semillas en vez de ser transportadas por pájaros o simplemente caer y que el viento las esparciera, hacían algo mucho mas curioso. La semilla del arbusto se encontraba recubierta por estructura globular bastante mayor que ésta y al estar madura, cuando el sol las calentaba, se soltaban del arbusto. Pero en vez de caer, comenzaban a flotar. Cada vez más alto, ¡Aunque no hubiera viento! Cuanto más sol, más y más alto llegaban, hasta desaparecer más allá de las copas de los más esbeltos árboles del bosque.

Desde entonces la visión de la semilla alzando el vuelo le obsesionó. No podía ser magia. La magia está reservada unicamente para los dioses. Tenía que tener alguna explicación terrenal. Se encerró en su laboratorio dónde hizo mil pruebas hasta finalmente descubrir que el aire caliente pesaba menos que el frío y subía. Desarrolló varias maquetas de lo que sería su gran invento; Un ingenio de gran tamaño capaz transportar por el aire, en vez de una semilla, una persona. Por la forma de la semilla, decidió el nombre que daría a su invento, Globo.

Tras muchas semanas de duro trabajo, acabó su máquina voladora. Ese mismo día quiso probarla. Para ello esperó a que cayera la noche, a que todos durmieran. Cuando estuvo seguro que nadie le veía, desplegó el globo en lo más alto de la torre y encendió el pequeño brasero que haría las veces de sol.

El ingenio parecía que no fuera a ser capaz de despegar, pero finalmente la estructura se hinchó hasta casi reventar y comenzó a flotar ¡Volaba! Durante un instante se sintió cómo un pájaro, como un Dios. Desafiaba el mundo y sus normas y disfrutaba con ello. Algún día, pensó, algún día podría probar a seguir elevándose, a tocar las estrellas y alinearlas a su gusto. Pero como primera prueba, había sido suficiente.

Contento y satisfecho echó mano a la cuerda para bajar, pero su alegría, su jubilo, se desvaneció de golpe. La tensión y el vaivén que provocaba el globo sobre la cuerda, habían hecho que ésta se soltara de la torre, su invento se le escapaba de control. Libre de ataduras, un suave pero constante viento arrastraba a Lian a la deriva.

De todas las maneras posibles trataba Lian de parar, cambiar el rumbo, o bajar el globo, pero le era imposible. Era esclavo del viento, de los designios de los dioses. Tendría que haber pensado en la posibilidad de que esto ocurriera, haber buscado una manera de anclar la nave, pero el ansia por probar su ingenio le había cegado. El nerviosismo de Lian iba en aumento, por mucho que manipulara las poleas y cuerdas, no lograba evitar el avance. La noche avanzaba y con ella las yardas recorridas sin control. Con cada codo que el viento le alejaba más de la ciudad, se encontraba un codo más cerca de la Zona Prohibida. 

Las leyes de los dioses son claras. Nadie debe cruzar a la Zona Prohibida. Nadie. Allí se encuentra la morada de los Dioses, que ningún mortal debe contemplar. Pisar ese suelo es el peor de los sacrilegios que se pueda cometer. Su castigo es una muerte cruel y despiadada, y Lian se encontraba en ese justo instante sobrevolándola. Sus esfuerzos por cambiar de rumbo habían sido totalmente inútiles, y sus esperanzas eran ahora vanas. Lian el Viejo, iba a pagar cara su osadía. 

Esperó a que un rayo, una lengua de fuego o quizás alguna criatura mitológica acabara con él, pero su globo seguía adentrándose en la Zona Prohibida y la muerte no le alcanzaba. Con la claridad de las primeras luces Lian pudo ver la inabarcable Zona Prohibida como ningún mortal la había visto nunca. Desde arriba no parecía más que un desierto. Un interminable y desolador desierto donde no había más que arena, sed y muerte. Sin rastro de Dioses, moradas o tumbas. Aferrado a las cuerdas tan fuerte como a sus creencias, Lian rezaba por que los vientos cambiaran antes de que los Dioses se percataran de su ofensa. Volvería a la ciudad, quemaría su ingenio y nunca hablaría de lo sucedido. Pero el viento se mantenía tozudo y lo que era más preocupante, su nave iba perdiendo poco a poco altura.

El globo se iba acercando irremediablemente a la única y enorme duna en muchas leguas a la redonda. La caída cada vez era más pronunciada, algo en la estructura se había roto. Lian agachó la cabeza para protegerse justo cuando el artefacto chocó con fuerza contra la duna. El golpe hizo estremecer sus viejos huesos, pero no tenía tiempo para quejas y lamentos. El calor aún no era asfixiante, pero pronto lo sería. Tenía que aprovechar y moverse rápido mientras pudiera, buscar un refugio dónde resguardarse hasta la llegada de noche y planear su vuelta a la ciudad.

Decidió trepar hasta lo alto de la duna contra la que había chocado para tratar de orientarse y buscar el mejor camino para salir de la Zona Prohibida. Su mente trazaba un mapa mental del desierto cuando un destello llamó su atención. Bajó corriendo, casi rodando, por la arena y allí, medio enterrado lo vio. Primero sólo uno, después otro, en menos de un minuto había vislumbrado centenares, millares de ellos. Estaban amontonados, esparcidos, como basura en un estercolero, formaban lo que él había creído que era una duna.

Eran de mil tamaños y formas distintas, pero todos ellos metálicos, sin carne. Cuadrados como cofres dotados con extremidades, redondos como tinajas y ruedas de carreta, algunos de ellos parecían incluso enormes hombres hechos de acero. Fríos, numerados y oxidados. Abollados, con cables que ya no conectaban nada, rotos todos ellos. El terror se apoderó de Lian ¿Dónde estaban sus Dioses? Desde luego no en este desierto, esto jamás había sido la morada de los Dioses. Estaba seguro que lo que le rodeaba no eran dioses ni habían sido creados por ellos, ¿Qué eran entonces esas creaciones?

Un zumbido silbante le avisó demasiado tarde que algo pasaba. Lian giró la cabeza justo para ver como una mano metálica, más perfecta que la que cualquier herrero pudiera forjar, se lanzaba a por él. De entre un amasijo de hierros surgía una cabeza cuyos ojos eran dos luces rojas

- ¡Ayuda! - La voz del hombre de metal era también metálica, artificial - ¡Ayuda! - Repetía mientras la criatura aferraba con su mano el tobillo de Lian

viernes, 11 de enero de 2013

Calvo como una sandía - Indice

Calvo como una sandía, de cabeza redonda y reluciente, lisa y suave, sin imperfección alguna. A trasluz podían entrevérsele las ideas, todas, las bondadosas y las perversas. Dormía con un gorro que le tapaba hasta las orejas por miedo a que se le escapasen los sueños. De día lucía su inmensa llanura capital sin atuendos ni adornos, apenas mecida por unos hombros erguidos y un andar perfectamente acompasado, con sus pausas estudiadas y medidas al milímetro. Cada mañana sacaba brillo a su gran calvicie con una gamuza nueva tocada por unas gotas de aceite de almendras y vinagre de manzana. Este ritual invariable le confería un olor característico, aroma de dulce orgullo, de bien pagada satisfacción, fragancia no poco habitual, pero inmensamente distinta en cada individuo. Calvo nació, y calvo permaneció, por lo que nunca usó peines o champús, y cuando se lavaba la cara, el enjuague terminaba más allá de la nuca.

Así comienza "Calvo como una sandía". Puedes leerlo siguiendo nuestro índice:

Primera Parte - http://loscuatromilcuatrocuentos.blogspot.com.es/2012/11/calvo-como-una-sandia-primera-parte.html

 Esperamos que os guste tanto como a nosotros, ¡un saludo a todos!

Calvo como una sandía - Conclusión


Y mientras el tropel de iracundos lugareños seguía los pasos de su improvisado líder, aquella criatura de madera arrugada por el paso de los años aguardaba su momento de gloria. En la distancia, rasgando la noche con la luz de sus antorchas, la turba era una lengua anaranjada que, sinuosa y amenazante, se aproximaba hasta la víctima del que sería sin duda un abrasador beso de odio y llamas.

Sin embargo, en la sabiduría silenciosa que los años le habían concedido, aquella reacción no le sorprendió lo más mínimo. Más de una década y menos de un siglo llevaba compartiendo con los habitantes de aquella región momentos de intensa y humana emoción. Amargura y pena ante las pérdidas. Murmullos y risas a media voz cuando creían que nadie miraba. Envidias. Celos. ¡Cuantas historias de amor grabadas en su piel y qué cantidad de lágrimas le habían regado en tantos sepelios! ¡Cuán maravilloso popurrí de sensaciones que, paradójicamente, a él se le habían negado por naturaleza!

Pero si algo había aprendido de todo ese tiempo de observación distante era que, por encima de sus diferencias, la aldea en su conjunto compartía un mismo pecado. Despojados de lo que alentaba sus vanidades, desnudados de sus orgullosos distintivos… ¡¿cómo no enloquecer ante la idea de ver perdido el quid de tu identidad?!

¡Qué ironía! Pues era él quien mejor podría haberles aleccionado sobre la importancia de asumir los cambios. Porque no siempre tuvo aquel cuerpo maltrecho, horadado por las inclemencias de secos veranos y largos inviernos. Hubo una ya lejana ocasión en la que sus raíces eran las de un espléndido campo de magníficas sandías. Ovaladas en una perfección tan hipnótica que el joven agrícola responsable de cuidarlas habría propuesto matrimonio a más de dos. Si la intachable simetría puede llevar a la locura de un platónico amor, es algo que pudo comprobarse cuando el imberbe granjero empezó a ver en su propia aridez capilar un reflejo de esa inmaculada geometría. 

Mas, ¡ay! ¡Con que rapidez brotan cierta clase de impulsos! ¡Malas hierbas del corazón que llevaron al infeliz de estéril azotea a quedar prendado de su propia cúpula! Teniéndola a ella, ¿para qué necesitaba cultivar aquellas bellezas ovoides? Quiso la triste coincidencia que por aquel entonces hiciese falta terrenos en los que dar sepultura a quienes abandonaban este mundo. Y ante la inerte y ciega mirada de aquellas que habían sido su objeto de deseo – y refrescante sabor como postre veraniego – su propietario vendió aquel terruño por una cantidad que le permitió vivir desde entonces para lo que sólo podía ser tachado como un ejercicio de onanismo alopécico.

De huerto vital convertido en campo de muerte. Así le fue negada su identidad y fue forzado su espíritu a asumir una constitución robusta, extendiendo sus ramas al cielo, clamando silenciosa justicia divina a aquel al que el sacerdote siempre encomendaba a aquellos que enterraban a su alrededor. ¿Por qué sumían en las profundidades a sus difuntos si su supuesta divinidad se encontraba más allá de las nubes? Las criaturas de carne y hueso le resultaban fascinantes en sus muchas contradicciones. Lo cierto es que si los vivos eran bastante divertidos, los que habían pasado a “mejor vida” no se quedaban atrás. Una vez los gusanos se tomaban su libra de carne, sus recuerdos y vivencias acababan siendo absorbidas por él, en una mezcla de sabia y humus extremadamente deliciosa.

Así fue como, sin tratarlos jamás de tú a tú, pudo conocer a los vecinos de aquel pequeño pueblo mejor de lo que muchos llegarían a conocerse jamás. Supo de las privaciones, de las faltas, de las miserias, de las ansias, de las añoranzas, de las indiscreciones… Y lo que no sabía, acababa por contrastarlo con todo cuanto oía – ya fuese entre susurros o en clamoroso llanto – cada vez que había ceremonia de luto bajo la sombra de su frondosa copa. Llegada su tercera primavera, siendo apenas un brote con ínfulas de sauce, ya conocía lo bastante de su enemigo colectivo como para dejar que sus flores se abriesen, desperdigando en complicidad con los vientos, el polen de la ilusión. Un espejismo que se mantendría cada trescientos setenta y cinco días, en cada florecer, y que les haría asumir la forma que ellos mismos tenían de su persona. Serían, a ojos propios y ajenos, tal y como se tuviesen en consideración. Así, la acomplejada Señora De La Tabla, que nunca dejó de tener un busto más que generoso, siempre se sintió ignorada por su marido, pensando que quizá no eran lo bastante grandes para su cónyuge. Como el ilustrísimo señor alcalde, sin ir más lejos: que no dudaba en vanagloriarse de tener una voz casi de susurro, suave y calmada, ¡orgulloso de no haber tenido que alzarla jamás para imponer orden! Otro ejemplo podían ser los gemelos Tic y Toc que… en fin: es obvio que se capta la idea, ¿cierto? Así que no es necesario aclarar la naturaleza de las más que íntimas inseguridades de tan “singular” pareja.

La frondosidad de su diálogo interior sólo tenía comparación con la que había cubierto sus largas y sinuosas extremidades. Tan hermoso ejemplar había llegado a ser que ni el propio Tamuerto había podido reconocerle cuando, tras acabar el pasado Diciembre, todas sus hojas cubrieron el camposanto, lanzando el aviso de lo que sería el inicio de una agonía que se prolongaría al menos hasta mediados de Marzo. No tendría fuerzas para llegar a florecer ni una sola vez más. En su lugar, dedicó toda su energía en hacer brotar una extensión de su quejumbroso tronco, en un intento inútil por llamar la atención de quien fuese, antaño, su dueño y mejor amigo. Aquel a quien, antes de ser lo que ahora era, había inspirado con la abundante y verdosa redondez de la huerta. Quiso darle un abrazo de despedida. En cambio, provocó su traspiés. Desde entonces, no habían vuelto a verse. Y ahora, bajo la lumbre de las antorchas, podía contemplar el brillo del hacha que portaba con ira entre manos. Como él, otros muchos le habían seguido pues compartían la añoranza por el aspecto perdido. Otros, en cambio, habían vivido bajo la imagen proyectada de una baja autoestima. Y esos pocos afortunados se habían quedado en sus casas, disfrutando de los dones recuperados. Las voces de quienes se habían reunido allí, en cambio, destilaban desprecio y odio. Animaban a ese aprendiz de leñador a que diera comienzo la tala del responsable. ¡Era todo por su culpa! Y aquellos pobres ignorantes tenían razón. Pues era culpable de hacerles parecer como siempre quisieron ser.

Mientras su vida escapaba en cada esquirla que levantaban las iracundas incisiones de su querido verdugo; puede que algún avispado observador pudiese intuir la sonrisa que se formaba entre sus grietas de corcho. No podía escapar a la ironía: él, que en vida había cumplido los sueños de los demás, no era más que un triste vegetal al que le habían negado el suyo propio. ¡Pobre árbol que quiso ser fruto! Tan sólo en la muerte pudo estar tan cerca de lograrlo. Pues sólo cuando quedaron sus ramas libres de toda hoja, llegó a ser calvo como una sandía. 

lunes, 7 de enero de 2013

Calvo como una sandía - Tercera Parte


El griterío rebosaba por las ventanas como una olla de espaguetis demasiado llena y en inesperada ebullición. Ante los delirantes acontecimientos que se habían desatado durante la vigilia lunar, el Ilustrísimo Señor Alcalde había tenido a bien convocar una Asamblea Extraordinaria en el vestíbulo del Ayuntamiento. Nunca antes el suntuoso edificio se había asemejado tanto a un gallinero. Cacareaban los habitantes del pueblo, presos de la incredulidad y el desconcierto. No sería justo reprocharles la algarabía. Algunos habían experimentado transformaciones tan sumamente tangenciales que costaba incluso reconocerlos al primer vistazo.

Don Tunerio, el profesor, pugnaba por sostener sus quevedos sobre una nariz de tabique quebrado y torcido como una alcayata. Branco, el campeón regional de boxeo y de quien se decía que hasta dormía con los guantes puestos cuando se acercaba un torneo, buscaba aliados que aliviaran el picor que le producía su recién adquirido mostacho, faldón ceniciento de una regordeta napia de maestro. Lilí La Pudorosa, estiraba infructuosamente su saya de lana. Por mucho que se esforzara, era incapaz de cubrir unas espigadas piernas de alambre, blancas como la leche y sembradas de acaracolado vello. Cigüeñón, el farolero, sostenía un bistec crudo sobre su amoratado ojo. El accidente se había producido al verse obligado a usar por primera vez en su vida una escalera para alcanzar los candiles de la Plaza Mayor. Contaba alterado haber tropezado con su mono de trabajo que ahora holgaba de sobremanera por sus cortas extremidades.  Cosa lógica cuando has encogido casi un metro de altura.

Pero no todo eran caras de disgusto ni llantinas lastimeras. Doña Polaina, la bibliotecaria, ronroneaba encantada con el tono aceitunado de su piel.  La Señora De la Tabla sonreía luminosamente por lo generoso de su nuevo y redondeado busto. El Señor De la Tabla sonreía aún más. Los gemelos Tic y Toc comparaban ufanos unos cambios que tan solo ellos podían identificar. ¿O quizás era otra de sus impertinentes bromas? Lo cierto es que la gran mayoría disfrutaba de la refrescante novedad. ¡Tan humano resulta minusvalorar lo propio y desear lo ajeno!

Entre tanta trapatiesta, el Ilustrísimo Señor Alcalde llamaba al orden con una cavernosa voz de barítono recién estrenada. Poco a poco los asistentes fueron acatando el mandato de silencio algo a regañadientes. La reunión tenía como primer punto, conocer el alcance de las metamorfosis. Don Ripoldo, el notario, confirmaba que nadie, salvo quizás los gemelos Tic y Toc, no se atrevía a asegurarlo, había escapado a la asombrosa permutación. Era por tanto un asunto que afectaba directamente a todo el pueblo. Consecuentemente, el Doctor Casablanca recomendaba la cuarentena. También confirmaba que aparentemente la patología solo afectaba a las personas. No quería ni imaginarse qué pasaría si alguien apareciese con una cabeza de cerdo o algo similar. El imperioso vozarrón del Ilustrísimo Señor Alcalde tuvo que imponerse una vez más a la explosión de carcajadas y lágrimas.

Tamuerto, el enterrador, discrepó en ese punto. Algo más era diferente. Aseguraba que en el cementerio había crecido un gigantesco árbol de ramas retorcidas y raíces ensortijadas. La revelación eclosionó, convirtiéndose en una caótica discusión. ¿Sería ése el origen de este encantamiento? ¿Hechicería? ¿Maldición? ¿Influjo divino? ¿Qué hacer? El Padre Justino era acosado por miradas interrogantes. ¡¿Qué debían hacer?!

El estrépito de cristales rotos enmudeció a la sala.

Había bastado una mirada. Tantos años de odio, recelo, intrigas y zancadillas camufladas habían forjado un hondo conocimiento del otro. Uno había emponzoñado los geranios de la otra con sal. Ella había intentado envenenar con azufre los agapornis de él. Y sin embargo, habían llegado a un mudo e inmediato acuerdo de armisticio indefinido y colaboración mutua ante el enemigo común. Ella abrió de un mandoble la caja de emergencias con una pesada silla. Él asió el hacha con determinación. Traspasaron hombro con hombro el umbral del Ayuntamiento ante la atónita mirada de sus vecinos.

¡Ya basta de tanta cháchara! ¡Era hora de pasar a la acción!