viernes, 18 de enero de 2013

Lian Contra los Dioses - Primera Parte



Lian el Viejo, iba a pagar cara su osadía. No solo había desafiado las claras leyes de los Siete, había desafiado a los cielos y a los Dioses. Y bien es sabido que quién provoca a tales fuerzas no vive para contarlo.

Hasta entonces, en todos sus años de vida Lian jamás había incumplido una ley, siquiera una norma. Jamás había pecado ni perjurado a dios alguno. Era un hombre prudente cuando se trataba de dioses y sus representantes.

Pese a ser un personaje estrámbotico, algo nervioso e inquieto, sus rarezas despertaban más simpatía que rechazo. La razón no era únicamente su avanzada edad, ni sus prolijos y útiles ingenios, ni siquiera que conociera el arte de la lectura y la escritura. Era tan apreciado por la escuela que regentaba en su torre, dónde enseñaba a cualquiera que quisiera acercarse y no únicamente a nobles, como era lo habitual. Muchos chicos de la región habían logrado aprender allí el arte de la escritura, y gracias a eso habían sido seleccionados para ir al Monasterio, dejando atrás la sufrida vida de labranza y hambrunas que les esperaba.

Lian pasaba horas estudiando los cientos de libros que había logrado aglutinar en sus casi sesenta años de vida. Los repasaba una y mil veces para encontrar cualquier pequeño detalle que hubiera podido pasar por alto. Pero su pasión no se quedaba en estudiar el trabajo de otros, había escrito más de tres docenas de libros de muy diversas disciplinas y creado cientos de innovadores ingenios.

Muchas noches las pasaba en vela, realizando observaciones del cielo, una de sus grandes pasiones. Anotaba en sus cuadernos la más minúscula variación de brillo o posición los astros. También le gustaba aprovechar el frescor de las mañanas para salir con su destartalado carromato más allá de las murallas que protegían la ciudad y explorar, investigar, experimentar, comprobar teorías o simplemente apuntar cualquier cosa que le pareciera interesante.

Había cartografiado en cientos de mapas el condado con gran fidelidad, llegando incluso hasta el límite con la Zona Prohibida. También había descubierto que el sol variaba su camino según la estación y había creado un aparato con el que se podía saber exactamente qué día del año era. Observando la naturaleza descubría muchas cosas interesantes, que había plasmado en decenas de artilugios que ayudaban a que los campos fueran más fértiles o el acero de las forjas más duro. Y en sus paseos había logrado clasificar centenares de animales y plantas desconocidos hasta ese momento incluso para los curanderos y druidas. Lian sin duda era un hombre peculiar para su época, con una mente inquieta, que no dejaba nunca de preguntarse el cómo y el porqué de las cosas.

Y precisamente, ese afán de conocimiento, le llevó a la situación que se encontraba. Hacía dos estaciones que Lian había encontrado un arbusto cuyas semillas en vez de ser transportadas por pájaros o simplemente caer y que el viento las esparciera, hacían algo mucho mas curioso. La semilla del arbusto se encontraba recubierta por estructura globular bastante mayor que ésta y al estar madura, cuando el sol las calentaba, se soltaban del arbusto. Pero en vez de caer, comenzaban a flotar. Cada vez más alto, ¡Aunque no hubiera viento! Cuanto más sol, más y más alto llegaban, hasta desaparecer más allá de las copas de los más esbeltos árboles del bosque.

Desde entonces la visión de la semilla alzando el vuelo le obsesionó. No podía ser magia. La magia está reservada unicamente para los dioses. Tenía que tener alguna explicación terrenal. Se encerró en su laboratorio dónde hizo mil pruebas hasta finalmente descubrir que el aire caliente pesaba menos que el frío y subía. Desarrolló varias maquetas de lo que sería su gran invento; Un ingenio de gran tamaño capaz transportar por el aire, en vez de una semilla, una persona. Por la forma de la semilla, decidió el nombre que daría a su invento, Globo.

Tras muchas semanas de duro trabajo, acabó su máquina voladora. Ese mismo día quiso probarla. Para ello esperó a que cayera la noche, a que todos durmieran. Cuando estuvo seguro que nadie le veía, desplegó el globo en lo más alto de la torre y encendió el pequeño brasero que haría las veces de sol.

El ingenio parecía que no fuera a ser capaz de despegar, pero finalmente la estructura se hinchó hasta casi reventar y comenzó a flotar ¡Volaba! Durante un instante se sintió cómo un pájaro, como un Dios. Desafiaba el mundo y sus normas y disfrutaba con ello. Algún día, pensó, algún día podría probar a seguir elevándose, a tocar las estrellas y alinearlas a su gusto. Pero como primera prueba, había sido suficiente.

Contento y satisfecho echó mano a la cuerda para bajar, pero su alegría, su jubilo, se desvaneció de golpe. La tensión y el vaivén que provocaba el globo sobre la cuerda, habían hecho que ésta se soltara de la torre, su invento se le escapaba de control. Libre de ataduras, un suave pero constante viento arrastraba a Lian a la deriva.

De todas las maneras posibles trataba Lian de parar, cambiar el rumbo, o bajar el globo, pero le era imposible. Era esclavo del viento, de los designios de los dioses. Tendría que haber pensado en la posibilidad de que esto ocurriera, haber buscado una manera de anclar la nave, pero el ansia por probar su ingenio le había cegado. El nerviosismo de Lian iba en aumento, por mucho que manipulara las poleas y cuerdas, no lograba evitar el avance. La noche avanzaba y con ella las yardas recorridas sin control. Con cada codo que el viento le alejaba más de la ciudad, se encontraba un codo más cerca de la Zona Prohibida. 

Las leyes de los dioses son claras. Nadie debe cruzar a la Zona Prohibida. Nadie. Allí se encuentra la morada de los Dioses, que ningún mortal debe contemplar. Pisar ese suelo es el peor de los sacrilegios que se pueda cometer. Su castigo es una muerte cruel y despiadada, y Lian se encontraba en ese justo instante sobrevolándola. Sus esfuerzos por cambiar de rumbo habían sido totalmente inútiles, y sus esperanzas eran ahora vanas. Lian el Viejo, iba a pagar cara su osadía. 

Esperó a que un rayo, una lengua de fuego o quizás alguna criatura mitológica acabara con él, pero su globo seguía adentrándose en la Zona Prohibida y la muerte no le alcanzaba. Con la claridad de las primeras luces Lian pudo ver la inabarcable Zona Prohibida como ningún mortal la había visto nunca. Desde arriba no parecía más que un desierto. Un interminable y desolador desierto donde no había más que arena, sed y muerte. Sin rastro de Dioses, moradas o tumbas. Aferrado a las cuerdas tan fuerte como a sus creencias, Lian rezaba por que los vientos cambiaran antes de que los Dioses se percataran de su ofensa. Volvería a la ciudad, quemaría su ingenio y nunca hablaría de lo sucedido. Pero el viento se mantenía tozudo y lo que era más preocupante, su nave iba perdiendo poco a poco altura.

El globo se iba acercando irremediablemente a la única y enorme duna en muchas leguas a la redonda. La caída cada vez era más pronunciada, algo en la estructura se había roto. Lian agachó la cabeza para protegerse justo cuando el artefacto chocó con fuerza contra la duna. El golpe hizo estremecer sus viejos huesos, pero no tenía tiempo para quejas y lamentos. El calor aún no era asfixiante, pero pronto lo sería. Tenía que aprovechar y moverse rápido mientras pudiera, buscar un refugio dónde resguardarse hasta la llegada de noche y planear su vuelta a la ciudad.

Decidió trepar hasta lo alto de la duna contra la que había chocado para tratar de orientarse y buscar el mejor camino para salir de la Zona Prohibida. Su mente trazaba un mapa mental del desierto cuando un destello llamó su atención. Bajó corriendo, casi rodando, por la arena y allí, medio enterrado lo vio. Primero sólo uno, después otro, en menos de un minuto había vislumbrado centenares, millares de ellos. Estaban amontonados, esparcidos, como basura en un estercolero, formaban lo que él había creído que era una duna.

Eran de mil tamaños y formas distintas, pero todos ellos metálicos, sin carne. Cuadrados como cofres dotados con extremidades, redondos como tinajas y ruedas de carreta, algunos de ellos parecían incluso enormes hombres hechos de acero. Fríos, numerados y oxidados. Abollados, con cables que ya no conectaban nada, rotos todos ellos. El terror se apoderó de Lian ¿Dónde estaban sus Dioses? Desde luego no en este desierto, esto jamás había sido la morada de los Dioses. Estaba seguro que lo que le rodeaba no eran dioses ni habían sido creados por ellos, ¿Qué eran entonces esas creaciones?

Un zumbido silbante le avisó demasiado tarde que algo pasaba. Lian giró la cabeza justo para ver como una mano metálica, más perfecta que la que cualquier herrero pudiera forjar, se lanzaba a por él. De entre un amasijo de hierros surgía una cabeza cuyos ojos eran dos luces rojas

- ¡Ayuda! - La voz del hombre de metal era también metálica, artificial - ¡Ayuda! - Repetía mientras la criatura aferraba con su mano el tobillo de Lian

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