viernes, 11 de enero de 2013

Calvo como una sandía - Conclusión


Y mientras el tropel de iracundos lugareños seguía los pasos de su improvisado líder, aquella criatura de madera arrugada por el paso de los años aguardaba su momento de gloria. En la distancia, rasgando la noche con la luz de sus antorchas, la turba era una lengua anaranjada que, sinuosa y amenazante, se aproximaba hasta la víctima del que sería sin duda un abrasador beso de odio y llamas.

Sin embargo, en la sabiduría silenciosa que los años le habían concedido, aquella reacción no le sorprendió lo más mínimo. Más de una década y menos de un siglo llevaba compartiendo con los habitantes de aquella región momentos de intensa y humana emoción. Amargura y pena ante las pérdidas. Murmullos y risas a media voz cuando creían que nadie miraba. Envidias. Celos. ¡Cuantas historias de amor grabadas en su piel y qué cantidad de lágrimas le habían regado en tantos sepelios! ¡Cuán maravilloso popurrí de sensaciones que, paradójicamente, a él se le habían negado por naturaleza!

Pero si algo había aprendido de todo ese tiempo de observación distante era que, por encima de sus diferencias, la aldea en su conjunto compartía un mismo pecado. Despojados de lo que alentaba sus vanidades, desnudados de sus orgullosos distintivos… ¡¿cómo no enloquecer ante la idea de ver perdido el quid de tu identidad?!

¡Qué ironía! Pues era él quien mejor podría haberles aleccionado sobre la importancia de asumir los cambios. Porque no siempre tuvo aquel cuerpo maltrecho, horadado por las inclemencias de secos veranos y largos inviernos. Hubo una ya lejana ocasión en la que sus raíces eran las de un espléndido campo de magníficas sandías. Ovaladas en una perfección tan hipnótica que el joven agrícola responsable de cuidarlas habría propuesto matrimonio a más de dos. Si la intachable simetría puede llevar a la locura de un platónico amor, es algo que pudo comprobarse cuando el imberbe granjero empezó a ver en su propia aridez capilar un reflejo de esa inmaculada geometría. 

Mas, ¡ay! ¡Con que rapidez brotan cierta clase de impulsos! ¡Malas hierbas del corazón que llevaron al infeliz de estéril azotea a quedar prendado de su propia cúpula! Teniéndola a ella, ¿para qué necesitaba cultivar aquellas bellezas ovoides? Quiso la triste coincidencia que por aquel entonces hiciese falta terrenos en los que dar sepultura a quienes abandonaban este mundo. Y ante la inerte y ciega mirada de aquellas que habían sido su objeto de deseo – y refrescante sabor como postre veraniego – su propietario vendió aquel terruño por una cantidad que le permitió vivir desde entonces para lo que sólo podía ser tachado como un ejercicio de onanismo alopécico.

De huerto vital convertido en campo de muerte. Así le fue negada su identidad y fue forzado su espíritu a asumir una constitución robusta, extendiendo sus ramas al cielo, clamando silenciosa justicia divina a aquel al que el sacerdote siempre encomendaba a aquellos que enterraban a su alrededor. ¿Por qué sumían en las profundidades a sus difuntos si su supuesta divinidad se encontraba más allá de las nubes? Las criaturas de carne y hueso le resultaban fascinantes en sus muchas contradicciones. Lo cierto es que si los vivos eran bastante divertidos, los que habían pasado a “mejor vida” no se quedaban atrás. Una vez los gusanos se tomaban su libra de carne, sus recuerdos y vivencias acababan siendo absorbidas por él, en una mezcla de sabia y humus extremadamente deliciosa.

Así fue como, sin tratarlos jamás de tú a tú, pudo conocer a los vecinos de aquel pequeño pueblo mejor de lo que muchos llegarían a conocerse jamás. Supo de las privaciones, de las faltas, de las miserias, de las ansias, de las añoranzas, de las indiscreciones… Y lo que no sabía, acababa por contrastarlo con todo cuanto oía – ya fuese entre susurros o en clamoroso llanto – cada vez que había ceremonia de luto bajo la sombra de su frondosa copa. Llegada su tercera primavera, siendo apenas un brote con ínfulas de sauce, ya conocía lo bastante de su enemigo colectivo como para dejar que sus flores se abriesen, desperdigando en complicidad con los vientos, el polen de la ilusión. Un espejismo que se mantendría cada trescientos setenta y cinco días, en cada florecer, y que les haría asumir la forma que ellos mismos tenían de su persona. Serían, a ojos propios y ajenos, tal y como se tuviesen en consideración. Así, la acomplejada Señora De La Tabla, que nunca dejó de tener un busto más que generoso, siempre se sintió ignorada por su marido, pensando que quizá no eran lo bastante grandes para su cónyuge. Como el ilustrísimo señor alcalde, sin ir más lejos: que no dudaba en vanagloriarse de tener una voz casi de susurro, suave y calmada, ¡orgulloso de no haber tenido que alzarla jamás para imponer orden! Otro ejemplo podían ser los gemelos Tic y Toc que… en fin: es obvio que se capta la idea, ¿cierto? Así que no es necesario aclarar la naturaleza de las más que íntimas inseguridades de tan “singular” pareja.

La frondosidad de su diálogo interior sólo tenía comparación con la que había cubierto sus largas y sinuosas extremidades. Tan hermoso ejemplar había llegado a ser que ni el propio Tamuerto había podido reconocerle cuando, tras acabar el pasado Diciembre, todas sus hojas cubrieron el camposanto, lanzando el aviso de lo que sería el inicio de una agonía que se prolongaría al menos hasta mediados de Marzo. No tendría fuerzas para llegar a florecer ni una sola vez más. En su lugar, dedicó toda su energía en hacer brotar una extensión de su quejumbroso tronco, en un intento inútil por llamar la atención de quien fuese, antaño, su dueño y mejor amigo. Aquel a quien, antes de ser lo que ahora era, había inspirado con la abundante y verdosa redondez de la huerta. Quiso darle un abrazo de despedida. En cambio, provocó su traspiés. Desde entonces, no habían vuelto a verse. Y ahora, bajo la lumbre de las antorchas, podía contemplar el brillo del hacha que portaba con ira entre manos. Como él, otros muchos le habían seguido pues compartían la añoranza por el aspecto perdido. Otros, en cambio, habían vivido bajo la imagen proyectada de una baja autoestima. Y esos pocos afortunados se habían quedado en sus casas, disfrutando de los dones recuperados. Las voces de quienes se habían reunido allí, en cambio, destilaban desprecio y odio. Animaban a ese aprendiz de leñador a que diera comienzo la tala del responsable. ¡Era todo por su culpa! Y aquellos pobres ignorantes tenían razón. Pues era culpable de hacerles parecer como siempre quisieron ser.

Mientras su vida escapaba en cada esquirla que levantaban las iracundas incisiones de su querido verdugo; puede que algún avispado observador pudiese intuir la sonrisa que se formaba entre sus grietas de corcho. No podía escapar a la ironía: él, que en vida había cumplido los sueños de los demás, no era más que un triste vegetal al que le habían negado el suyo propio. ¡Pobre árbol que quiso ser fruto! Tan sólo en la muerte pudo estar tan cerca de lograrlo. Pues sólo cuando quedaron sus ramas libres de toda hoja, llegó a ser calvo como una sandía. 

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