William Jacques Barnes se miraba en el impoluto espejo del cuarto de baño presidencial. Había superado los cincuenta y en su rostro apenas se dejaban ver unas pocas arrugas. Desde su primera campaña, sus asesores de imagen habían insistido en la idea de tintar su pelo plateado. Creían que eso le hacía parecer mayor y que aquello alejaría al crucial voto juvenil. El mismo que le dio la mayoría en su primer mandato. Despedir a Eric y a su panda de snobs había sido una de las mejores decisiones que había tomado. Pero ni por asomo había sido de las más difíciles.
Salió al exterior, disfrutando del espléndido sol que entraba a través de las ventanas del despacho oval. Sobre el enorme escritorio de caoba decimonónica, una pila de documentos e informes que aguardaban la aprobación presidencial. William se ajustó las gafas mientras ordenaba los pliegos en grupos: la crisis nuclear de Corea del Norte tendría que esperar si los del gabinete económico europeo volvían a reunirse con los embajadores chinos. Y luego estaba el frente local, claro: habían estallado nuevos disturbios en la frontera con Méjico desde el desastre de la planta nuclear de San Bernardino. Entonces recordó el conflicto canadiense. Llevándose los dedos a las sienes, William se despojó de las gafas y cerró los ojos. Al abrirlos se topó la mirada serena pero poderosa de su padre. “Big” Barnes senior lo contemplaba desde su retrato, colgado en un lugar de honor entre el de Kennedy y Obama.
Era imposible pensar en su padre y no rememorar lo ocurrido cuando apenas contaba con diez años. Iba a ser un fin de semana a lo grande, en "AmazingWorld". ¿Cómo imaginar que la noche antes de partir, aquel joven desequilibrado entraría en su dormitorio y lo raptaría mientras sus padres dormían? William sabía que muchos habían bromeado de forma cruel con lo ocurrido. Algunos panfletos y periodicuchos de la oposición habían mencionado al día siguiente de su elección como presidente que “aquel secuestrador habría pedido más pasta de haber sabido lo lejos que llegaría aquel muchacho”. Pero lo cierto es que aquel hombre misterioso no pidió rescate. William pasó la mayor parte de aquellas setenta y dos horas inconsciente, pero recordaba aquella cicatriz en su rostro. Era el rostro de un chico joven, de apenas dieciséis o diecisiete años. Poco más recordaba de todo aquello. Los médicos dictaminarían luego que el individuo empleó alguna clase de calmante exótico para mantenerlo aletargado.
Del misterioso joven que había iniciado aquel espectáculo, poco más se supo: la policía no consiguió encontrar gran cosa después de que la granja en la que se escondió ardiese hasta los cimientos. De todo aquel incidente, el resto del mundo sólo recordaría aquello que, por otra parte, era el único recuerdo claro que William tenía de todo aquello: el de su padre abrazándolo al salir del coche patrulla. Aquella imagen dio la vuelta al mundo y se convirtió en todo un icono. Muchos expertos aseguraban que aquella había sido la propaganda del millón de dólares que había permitido al senador por California convertirse en presidente en apenas tres años.
El desagradable pitido del comunicador sacó a William de sus pensamientos, devolviéndolo al presente. La voz de su secretaria le informó que Madeleine Sawnson quería hablar urgentemente con él. Como directora de la Agencia para la Seguridad Nacional que era, recibir a Sawnson sin cita previa era sinónimo de malas noticias. Muy malas noticias.
Estaba a punto de responder a su secretaria cuando William notó el dolor. Intenso y prolongado, a lo largo de su pecho. “Un infarto” – fue lo primero que pensó, llevándose las manos al torso. Entonces notó la sangre filtrándose a través de su carísima camisa de lino italiano. ¿De dónde demonios provenía toda aquella sangre, maldita sea?
El grito de sorpresa había bastado para que dos miembros del equipo de seguridad entrasen con sus pistolas en ristre. Uno se acercó al presidente William Jaques Barnes para comprobar su condición. El otro comenzó a llamar por su comunicador al resto del personal, dando órdenes de sellar el edificio.
Las sirenas habían comenzado a resonar por toda la Casa Blanca, cuando Madeleine Sawnson entró en el despacho junto al resto del equipo de seguridad. Más tarde tendría que dar un buen montón de explicaciones tanto al propio presidente como al gabinete de seguridad de la Casa Blanca: tendría que explicarles que el “prisionero cero” había sido extraído de las dependencias secretas de White Plains, Nuevo Méjico. Unas instalaciones que, al igual que su único ocupante, llevaban siendo materia de alto secreto desde hacía más de cuarenta años.
Sí, tendría que dar muchas explicaciones. Pero entonces, Madeleine vio la mirada de incredulidad del guardaespaldas que estaba junto al presidente. Había abierto su camisa para buscar el orificio de bala. El presidente se miró el sangrante pecho, con una mezcla de terror, dolor y total desconcierto. La fuente de la sangre no había sido un proyectil. Eran cortes, realizados con alguna clase de cuchillo y reproduciendo un mensaje corto y conciso: “TODO VA A CAMBIAR”.
Y fue entonces cuando William Jaques Barnes perdió el conocimiento.
Y fue entonces cuando William Jaques Barnes perdió el conocimiento.
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