viernes, 24 de junio de 2011

Un Día en la Vida de Johnatan Finnegan - Primera Parte



Johnatan Finnegan es mecánico. Pasa ocho horas de cada dia de su vida con las manos manchadas de aceite lubricante, arrastrándose bajo los coches de otros, arreglando mecanismos y sistemas que han sido programados para dejar de funcionar a los diez mil kilómetros.

Johnatan Finnegan ha olvidado cuales eran sus sueños. Su mayor ilusión tiene una semana de caducidad: el tiempo que transcurre entre una sesión y la siguiente de "MonstersTrucks", el espectáculo de todoterrenos gigantes que se destrozan mutuamente en el Jessup´s Colisseum.

Johnatan Finnegan está casado. Su mujer no es hermosa, ni inteligente ni especialmente simpática. Lo sabía la primera vez que la conoció en el bar de Mallory. Lo supo cuando bajó sus bragas en el asiento de atrás de su camioneta Dodge. Estaba cansado de saberlo cuando le dio el "si quiero" en la capilla del padre Collson. Intenta olvidarlo cada mañana que le da un beso antes de irse al taller.

Johnatan Finnegan sabe que su vida podría ser peor. La televisión, la radio e Internet le recuerdan que hay millones de personas ahí fuera que viven peor que él. Y lo hacen antes y después de mostrarle cómo viven y se divierten los ricos, famosos y poderosos.

Johnatan Finnegan guarda un revólver con una bala en el sótano de su casa. Su padre fue policía y fue lo único que le dejó en herencia, junto a una calvicie hereditaria y la nariz torcida por un puñetazo que le dio cuando tenía seis años.

Johnatan Finnegan está tomando café en el bar de carretera de Granny´s Mill. Afuera llueve a cántaros. En la televisión se ven imágenes mudas de la guerra en Irak. Es como cualquier otro día de cualquier otro invierno. A través del ventanal de la cafetería, ve que se detiene un enorme camión. Antes de seguir su camino, una chica baja de él, sacándole el dedo al conductor y cargando con una mochila que casi le dobla el tamaño.

Johnatan Finnegan la ve correr bajo la lluvia. No debe superar los diecisiete. Lleva el pelo corto a la altura del cuello, tintado de un llamativo color rojo anaranjado. Una cazadora vaquera empapada con una escotada camiseta que muestra la bandera británica. La chica entra en la cafetería maldiciendo entre susurros, con su abundante maquillaje convertido en pequeños ríos negros que surcan sus pálidas mejillas. Deja un reguero de huellas mojadas de la entrada hasta la barra. Se sienta a tres o cuatro banquetas de él.

Johnatan Finnegan tiene cuarenta y dos años... y acaba de enamorarse por primera vez en su vida.




miércoles, 22 de junio de 2011

Hogar, Dulce Hogar. Indice

Es un piso estupendo, ya lo veréis. Los dueños lo reformaron hace apenas un par de años, pusieron vitrocerámica, acuchillaron el suelo, renovaron el baño… La verdad es que lo dejaron maravilloso. Una faena que ahora se tengan que ir, cosas del trabajo, os podéis imaginar… Un día estás tan contento con tu vida y de repente te destinan a diez mil kilómetros de distancia, y no hay más que hablar. No están las cosas como para andarse con remilgos. Y allí que se fueron, casi de la noche a la mañana. Y ella embarazada, ¡fíjate! Ahora lejos de su familia, sus amigos… Pero bueno, a vosotros lo que os interesa es el piso, ¿no?


Así comienza Hogar, Dulce Hogar léelo al completo y fácilmente siguiendo nuestro indice





viernes, 17 de junio de 2011

Hogar, Dulce Hogar - Conclusión






- Es una mercancia estupenda, ya lo verás. Me he encargado de falsear todos los papeles, cambio de nombre, los datos legales, partida de nacimiento... La verdad es que la he dejado "limpia". A sus padres no les gusta la idea de deshacerse de ella, cosas de la necesidad, ya te puedes imaginar... Un día vives en la zona más hermosa de los Balcanes y de repente estalla una guerra, y no hay más que hablar. No están las cosas allí como para andarse con remilgos. Y aquí que vinieron, casi de la noche a la mañana. Y ella embarazada, ¡fíjate! Ahora, con la edad, sin seguridad social... Pero bueno, a ti lo que te interesa es la mercancia, ¿no? ¡Pues la chica es una delicia! De lo más dócil y obediente. Tiene una edad ideal, ya lo verás, perfecta para unos clientes como los tuyos. Y con lo desesperados que están os la dejan por un precio tirado. ¡Y sin hacer preguntas! Estoy seguro de que te va a encantar. Eso si, te advierto que tengo ya varios interesados y estoy seguro de que no tardarán en quitármela de las manos, asi que te recomiendo que te decidas cuanto antes. Un chollo así no se encuentra todos los días. Ven, está por aquí. A ver donde anda... ¡Ah! Aquí está. ¡Te va a encantar, ya verás!

Las palabras brotaban de su garganta sin control ni sentimiento alguno, como el texto de un actor que ha repetido el mismo papel cientos de veces. Su voz era ronca y dura y, en aquel momento, Cristina no podía saber que aquel extraño idioma era un dialeco servo-bosnio. Jazmin se acercó lentamente a la niña que jugueteaba con sus muñecas en el centro de aquel salón. Cristina, aun desde la entrada, miró por un segundo el espejo y vio su reflejo. Al otro lado, la miraba atónito un hombre de mediana edad, rubio, corpulento y vestido con una cazadora de cuero negra. Una cicatriz en forma de "Y" surcaba su mejilla izquierda y Cristina alzó la mano para acariciarla. El hombre del espejo, aun con la mirada atónita, hizo lo mismo.

Antes de que Cristina pudiese reaccionar, el individuo pareció recuperar el control de sus movimientos y, dejando a Jazmin junto a la pequeña, sacó una llave del bolsillo de su cazadora. La colocó sobre la pequeña mesa para el café, a pocos centímetros del sofá en el que reposaba otro sujeto. Debía tener unos cuarenta y pocos años aunque la expresión taciturna era la misma que Cristina había visto en el pasaporte. De nuevo, la boca de Cristina pronunció unas palabras que nunca fueron suyas:

- Aquí tienes lo acordado... Enhorabuena: ya sois propietarios.

El hombre se limitó a mirar de soslayo la llave y como única respuesta volvió a posar su desolada mirada en la inmensidad de un viejo televisor apagado. Cristina, a través de los ojos de aquel hombre cuya piel habitaba, vio que había otra persona más. Estaba en el balcón, sosteniendo un cigarrillo en su temblorosa mano. Era una mujer rubia, quizá cinco o seis años menor que el hombre del sofá. Sus ojos estaban manchados por el maquillaje húmedo. Era la viva estampa de quien no quiere estar en la misma habitación donde se está cometiendo un crimen atroz. Pero no haría nada por evitarlo. Nadie podía hacer nada para evitarlo.

- Vale, Drayän.- la voz de Jazmin la hizo reaccionar. O quizá le había hecho reaccionar a él en su momento. Cristina no era dueña de las acciones de aquel hombre. Tan solo podía ser testigo de cuanto ocurría. - Me la quedo. Habla con Andrej para el tema del dinero... - Jazmin volvió la vista abajo y se dirigió en tono entrañable a la pequeña que la tomaba de la mano, dócil como un cordero camino del matadero - ¿Quieres que la tía Jazmin te compre un helado, princesa?

La niña, que no dejaba de mirar a Drayän, asintió mientras sonreía. Parecía reconocer algo en aquel proxeneta: algo tremendamente familiar. Cristina lo supo. Lo recordó en aquel momento. Cristina pensó que aquel era el momento para cambiar las cosas. Bastaba con que alguien advirtiese a aquella niña. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras trataba de gritar con todas sus fuerzas. Quería contarle a esa niña todo lo que le ocurriría una vez traspasara ese umbral. Los días fríos, sucios, eternos. Y las noches. Las noches infinitas de dolor y lamentos. Quería advertirle de que aquel principe azúl aficionado al golf la sacaría de un infierno para llevarla a otro peor. Avisarla de que tendría que luchar por la custodia de su hija ante un tribunal al que solo parecía importarle sus antecedentes de prostitución. Cristina intentó gritar, correr hacia ella... Pero aquellas piernas, aquel cuerpo, no eran suyos.

La puerta se cerró tras Jazmin y la pequeña. Derrotada y exhausta, Cristina cayó sobre sus rodillas. Y esta vez sintió el dolor al golpear el suelo reformado del apartamento. La noche había caído y en la soledad de aquel lugar solo se escuchaban sus sollozos. "El pasado no puede cambiarse, pero puede olvidarse". Aquel viejo probervio serbio había sido una de las cosas que Cristina había conseguido olvidar. Como su auténtico nombre. Como su auténtico hogar.

jueves, 16 de junio de 2011

Hogar, Dulce Hogar - Parte 3

“¿Pero qué diablos te pasa? Ya estás aquí, ¿no? ¡Ahora no puedes echarte atrás!” En realidad sí que podía. Ya era la tercera vez que se debatía como una gata enjaulada en el portal de aquella maldita casa, entrando y saliendo, saliendo y entrando compulsivamente, con los nervios a flor de piel. Apenas había dormido desde entonces. No volvió a ver a los dos ancianos tras el segundo encuentro en su apartamento, pero imágenes distorsionadas y confusas se le aparecían en sueños. No era capaz de recordarlas y sin embargo le dejaban una pegajosa sensación de suciedad e inquietud. Si por ella fuera no volvería a ese lugar ni loca. Pero no podía permitirse perder su trabajo. No después de todo lo que había luchado por salir del agujero. No después de haber conseguido huir de ese jodido bastardo. No después de estar tan cerca de recuperar la custodia de su hija. Y un par de viejos no iban a echarlo a perder, por muy asustada que estuviera. ¿De qué coño tenía miedo? Además, la “traductora” aparecería en cualquier momento. No, esta vez no había marcha atrás. Hora de ser valiente… Una vez más.

Introdujo la llave en la cerradura con muchísima menos confianza que dos semanas atrás y abrió la puerta lentamente mientras luchaba por expulsar de su mente todas las películas de fantasmas y espíritus que había visto. “Esta es la vida real, nena. Déjate de tonterías. De alguna manera consiguieron una llave de tu casa. Eso es todo.” Pero por mucho que se lo repitiera no parecía más convincente. Quizás por eso estaba temblando. “¿Hola? ¿Hay alguien ahí?”… Silencio. “¡Claro! ¿Qué esperabas? Imbécil…” Muy despacio, de puntillas, casi sin atreverse a respirar, recorrió el pasillo que atravesaba la casa. No había nadie. Sintió una desconcertante mezcla de alivio y decepción. Tendría que pasar al plan B.

Las pertenencias de los anteriores inquilinos seguían desperdigadas por la casa. Había intentado en vano contactar con ellos por todos los medios pero todo parecía indicar que habían salido de forma precipitada y que no dejaron teléfono ni dirección de contancto. Y de "aparecidos" menos aún. No tenían nada en la inmobiliaria. Tampoco había tenido suerte al buscar información en el registro. No había encontrado ningún propietario extranjero y mucho menos del este. Así que su única esperanza residía en registrar la casa. No estaba segura de lo que buscaba pero sospechaba que lo sabría en cuanto se topara con ello. Una extraña sensación de inevitabilidad comenzaba a perturbarla. Como si una poderosa fuerza invisible la empujara inexorable hacia un oscuro destino. ¡Se estaba volviendo loca! Estaba a punto de darse la vuelta para salir corriendo cuando la vio. Una caja de madera, algo más grande que una de zapatos, que desentonaba del resto de embalajes en el altillo de un armario. Volvió a temblar mientras sus manos se acercaban a la caja en contra de su voluntad.

Era una caja vieja. Parecía hecha a mano y un pequeño cerrojo la mantenía cerrada. La contempló durante largo rato hipnotizada, como esperando que le contara sus secretos. Por fin fue a la cocina a por un cuchillo. El candado parecía demasiado difícil así que se decidió por los goznes. Tras unos minutos de desesperada lucha consiguió forzar la tapa. Dentro halló tres pasaportes, un cuaderno, un sobre de una tienda de fotos y una cámara algo antigua. Primero cogió los pasaportes. La sensación de caída se hacía cada vez más intensa. ¡Eran de Yugoslavia! No podía entender lo que estaba escrito pero creyó reconocer la severa mirada del señor de la foto. Sin duda alguna era el viejo. La mujer rubia de rostro triste debía de ser la anciana. Y la otra… una preciosa niña rubicunda de ojos claros sonreía a la cámara. Un sudor frío le recorrió la espalda mientras descartaba el cuaderno y cogía el sobre. La bilis se le subió a la garganta mientras pasaba las fotos. Muchas estaban desenfocadas ó demasiado oscuras pero en algunas se podía ver claramente… ¡De pronto sonó el timbre! La caja y su contenido cayeron al suelo mientras ahogaba un grito. El timbre volvió a sonar. Sin saber por qué fue hacia la puerta, el cuchillo en una mano. Con cada paso su mente recorría las imágenes borrosas de chicas semidesnudas en la calle. Algunas de color pero la mayoría con rasgos balcánicos. Cada vez más cerca de la puerta las veía asomarse a las ventanillas de los coches, esperar en esquinas mugrientas ó hablar con hombres de aspecto desagradable. Resistió las ganas de vomitar, ocultó el cuchillo tras la espalda y abrió la puerta.

Tuvo que soltar el cuchillo para agarrarse al marco de la puerta y no caer. ¡No podía ser cierto! Recordaba vagamente la llamada telefónica aunque no haber tomado la decisión, como si todo hubiera sido un sueño. ¿Qué estaba pasando? Una escultural rubia, de tez blanca y arrebatadores ojos azules, que se cubría con un llamativo abrigo de terciopelo rojo, la miraba desde unos vertiginosos tacones de aguja. “Hola cariño. Soy Jazmín. Tenemos una cita. ¿Puedo pasar o vas a querer empezar aquí, en el pasillo?”

jueves, 2 de junio de 2011

Javi. Indice

Espero me perdonen la redundancia pero yo de pequeño era muy pequeño, menudo... Y a menudo eso me suponía un enorme problema. El mundo puede ser un lugar cruel e inhóspito pero no hay nada más despiadado que un grupo de niños con una víctima en el punto de mira. Enclenque, esmirriao, canijo, ratita, renacuajo, gusano, chiguagua, bacteria, enano, pigmeo, gorgojo, garrapata, liliputiense, tapón, escupitajo, microbio eran algunos de los piropos que me lanzaban mis compañeros durante mi tierna infancia...