“¿Pero qué diablos te pasa? Ya estás aquí, ¿no? ¡Ahora no puedes echarte atrás!” En realidad sí que podía. Ya era la tercera vez que se debatía como una gata enjaulada en el portal de aquella maldita casa, entrando y saliendo, saliendo y entrando compulsivamente, con los nervios a flor de piel. Apenas había dormido desde entonces. No volvió a ver a los dos ancianos tras el segundo encuentro en su apartamento, pero imágenes distorsionadas y confusas se le aparecían en sueños. No era capaz de recordarlas y sin embargo le dejaban una pegajosa sensación de suciedad e inquietud. Si por ella fuera no volvería a ese lugar ni loca. Pero no podía permitirse perder su trabajo. No después de todo lo que había luchado por salir del agujero. No después de haber conseguido huir de ese jodido bastardo. No después de estar tan cerca de recuperar la custodia de su hija. Y un par de viejos no iban a echarlo a perder, por muy asustada que estuviera. ¿De qué coño tenía miedo? Además, la “traductora” aparecería en cualquier momento. No, esta vez no había marcha atrás. Hora de ser valiente… Una vez más.
Introdujo la llave en la cerradura con muchísima menos confianza que dos semanas atrás y abrió la puerta lentamente mientras luchaba por expulsar de su mente todas las películas de fantasmas y espíritus que había visto. “Esta es la vida real, nena. Déjate de tonterías. De alguna manera consiguieron una llave de tu casa. Eso es todo.” Pero por mucho que se lo repitiera no parecía más convincente. Quizás por eso estaba temblando. “¿Hola? ¿Hay alguien ahí?”… Silencio. “¡Claro! ¿Qué esperabas? Imbécil…” Muy despacio, de puntillas, casi sin atreverse a respirar, recorrió el pasillo que atravesaba la casa. No había nadie. Sintió una desconcertante mezcla de alivio y decepción. Tendría que pasar al plan B.
Las pertenencias de los anteriores inquilinos seguían desperdigadas por la casa. Había intentado en vano contactar con ellos por todos los medios pero todo parecía indicar que habían salido de forma precipitada y que no dejaron teléfono ni dirección de contancto. Y de "aparecidos" menos aún. No tenían nada en la inmobiliaria. Tampoco había tenido suerte al buscar información en el registro. No había encontrado ningún propietario extranjero y mucho menos del este. Así que su única esperanza residía en registrar la casa. No estaba segura de lo que buscaba pero sospechaba que lo sabría en cuanto se topara con ello. Una extraña sensación de inevitabilidad comenzaba a perturbarla. Como si una poderosa fuerza invisible la empujara inexorable hacia un oscuro destino. ¡Se estaba volviendo loca! Estaba a punto de darse la vuelta para salir corriendo cuando la vio. Una caja de madera, algo más grande que una de zapatos, que desentonaba del resto de embalajes en el altillo de un armario. Volvió a temblar mientras sus manos se acercaban a la caja en contra de su voluntad.
Era una caja vieja. Parecía hecha a mano y un pequeño cerrojo la mantenía cerrada. La contempló durante largo rato hipnotizada, como esperando que le contara sus secretos. Por fin fue a la cocina a por un cuchillo. El candado parecía demasiado difícil así que se decidió por los goznes. Tras unos minutos de desesperada lucha consiguió forzar la tapa. Dentro halló tres pasaportes, un cuaderno, un sobre de una tienda de fotos y una cámara algo antigua. Primero cogió los pasaportes. La sensación de caída se hacía cada vez más intensa. ¡Eran de Yugoslavia! No podía entender lo que estaba escrito pero creyó reconocer la severa mirada del señor de la foto. Sin duda alguna era el viejo. La mujer rubia de rostro triste debía de ser la anciana. Y la otra… una preciosa niña rubicunda de ojos claros sonreía a la cámara. Un sudor frío le recorrió la espalda mientras descartaba el cuaderno y cogía el sobre. La bilis se le subió a la garganta mientras pasaba las fotos. Muchas estaban desenfocadas ó demasiado oscuras pero en algunas se podía ver claramente… ¡De pronto sonó el timbre! La caja y su contenido cayeron al suelo mientras ahogaba un grito. El timbre volvió a sonar. Sin saber por qué fue hacia la puerta, el cuchillo en una mano. Con cada paso su mente recorría las imágenes borrosas de chicas semidesnudas en la calle. Algunas de color pero la mayoría con rasgos balcánicos. Cada vez más cerca de la puerta las veía asomarse a las ventanillas de los coches, esperar en esquinas mugrientas ó hablar con hombres de aspecto desagradable. Resistió las ganas de vomitar, ocultó el cuchillo tras la espalda y abrió la puerta.
Tuvo que soltar el cuchillo para agarrarse al marco de la puerta y no caer. ¡No podía ser cierto! Recordaba vagamente la llamada telefónica aunque no haber tomado la decisión, como si todo hubiera sido un sueño. ¿Qué estaba pasando? Una escultural rubia, de tez blanca y arrebatadores ojos azules, que se cubría con un llamativo abrigo de terciopelo rojo, la miraba desde unos vertiginosos tacones de aguja. “Hola cariño. Soy Jazmín. Tenemos una cita. ¿Puedo pasar o vas a querer empezar aquí, en el pasillo?”