Para el otro actor protagonista, el problema reside en el disfraz. De no habérselo impuesto, Luis jamás habría lucido aquel hermoso traje de corte italiano. Como tantas otras cosas, la elegancia es algo de lo que nunca ha hecho gala. A veces cuesta creer que corre sangre de Somosaguas en sus venas. Sin embargo he de reconocer que hace gala de una interpretación sobria: apenas a mirado el reloj y tendrías que conocerlo tan bien como yo para darte cuenta de que está deseando irse de aquí. Sí, hay que reconocer que, como actor, lo está dando todo sobre el escenario.
Sin embargo, mi papel es sin duda el más complejo. Antonio y Luis sólo deben simular estados de ánimo. En mi caso, debo actuar como lo haría otra persona. Es cierto que juego con ventaja puesto que mi disfraz está confeccionado en carne y sangre. Concretamente, la carne y la sangre de mi propia hermana, Begonia. En cualquier caso, se trata de un simple trámite como lo es la pantomima de la lectura del testamento. Si todo sale como lo tengo planeado, Begonia pronto recuperará el control de su cuerpo sin recordar nada de lo ocurrido en estas últimas cuarenta y ocho horas. Además, ¿quien quiere vivir en un cuerpo ajado y casi amortajado como el de Begonia? A través de la fingida mirada de pena, clavo los ojos en mi primogénito, ocultando con las lágrimas el verdadero sentimiento de codicia que me invade al ver a mi futuro receptor.
De todas mis encarnaciones, Alberto de Somosaguas ha sido una de las más conflictivas. Bajo su piel he podido disfrutar de inmesos placeres pero los tiempos que me han tocado vivir han sido duros. Y para colmo, he tenido que lidiar con mi inesperada muerte a manos de mi propia hermana y su amante. Por suerte, descubrí sus planes a tiempo y preparé un sencillo conjuro que me ha permitido habitar la piel de Begonia. Ahora, solo debo esperar a que finalice la lectura del testamento para que todo esté listo y preparado. Han sido cuarenta y ocho horas difíciles, derramando lágrimas de cocodrilo e interpretando el papel de la afectada hermana del difunto.
Cuando Alicia hace acto de presencia, los tres actores de la obra nos quedamos paralizados. Como si de repente, en mitad de la representación, el dramaturgo hubiese decidido intoducir un personaje más a la escena. Que apareciese era una posibilidad con la que ya había contado. A fin de cuentas, su nombre aparecía en el testamento. Mientras camina como una pincelada de color en mitad de un lienzo gris y oscuro, me da por pensar lo mucho que se parecen la magia negra y la abogacia moderna. Las dos exigen cumplir con sus respectivos contratos. Alicia había sido una devota sirviente y merecía la recompensa acordada, treinta años atrás. Sin embargo, nunca imaginé que tendría las agallas para venir en persona.
Al menos, la sorpresa fue algo que no tuve que fingir. Durante el tiempo que duró la lectura del testamento - cuyo contenido conocía de antemano- no pude dejar de darle vueltas a por qué habría venido en persona. ¿Lo sabría? ¿Sabría cuales habían sido mis planes para Luis, su hijo? Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Era su madre... ¿y si habría descubierto mi plan y quería advertirle?
Siguiendo el papel que de antemano había aprendido, lloré cuando me tocó llorar y me sorprendí como lo hubiese hecho Begonia al escuchar quien era la máxima beneficiaria de toda mi fortuna. Sin embargo, no podía dejar que Alicia se marchase sin ponerla a prueba. ¿Sabría quien estaba oculto tras la carne y sangre de Begonia de Somosaguas? Me incorporé e hice lo que hubiese hecho Begonia de haber tenido el control de su cuerpo en aquel instante: la aferré por el brazo y la taché de ramera y otras cuantas cosas que improvisé. Esperaba ver en los ojos de Alicia alguna prueba de que me había reconocido. Su única respuesta, sin embargo, fue una sola palabra. Un nombre, para ser más exactos. Mi verdadero nombre.
Paralizado, la dejé marchar. Lo sabía. En aquellos treinta años había tenido tiempo más que suficiente como para indagar y sonsacar la verdad a algunos miembros del culto. Ya habría tiempo de atar cabos. Ahora había cosas más importantes que hacer. Y el hecho de que Alicia conociese la verdad no implicaba que quisiera salvar la vida de mi hijo. A fin de cuentas, ni le había dirigido la palabra a Luis. Quizá solo había venido como acto de soberbia. Desafiante, como siempre. Hice un esfuerzo para no sonreir y mantenerme en el papel de compunjida hermana del difunto.
Antonio se había acercado a Luis, quien a partir de ese momento se había convertido en el nuevo Duque de Abrea. Me miraban, preocupados por lo que debía estar sintiendo la pobre Begonia en aquellos momentos. Tenía pensado haber terminado con todo aquello más tarde, en la intimidad de nuestra mansión. Pero la presencia de Alicia había dejado inquieta mi alma inmortal.
- Ven, Luis. Hay algo que tienes que saber sobre tu padre.
Luis se acercó a mi. Con un gesto, indiqué a Antonio que nos dejase a solas. Ya me encargaría de él más tarde. Cerró las puertas tras de sí. Desconsoladamente, simulé un llanto lleno de tristeza. Luis reaccionó envolviéndome con sus brazos mientras susurraba palabras de sosiego y calma. No sintió como mi mano rebuscaba en mi bolso de mano, en busca de la daga ritual que guardaba en su interior. Para cuando la hoja se hundió en su pecho, su garganta apenas si pudo emitir un gruñido sordo, empapado en sangre. Mientras se convulsionaba en el suelo, sobre la preciosa alfombra persa del despacho, me levanté y probé la sangre que empapaba la daga. Sentí como una agradable calidez invadía mi alma y como, a medida que mi primogénito iba muriendo, mi esencia rellenaba su cuerpo caliente y acogedor.
Para cuando hube ocupado mi nuevo receptáculo, Begonia tenía los ojos muy abiertos. La herida se había cerrado casi al completo, dejando un buen montón de sangre por doquier. Comencé a pedir ayuda a gritos. Antonio y un par de ayudantes del despacho irrumpireron en la sala. La pobre Begonia no sabía donde ni cuando se encontraba: estaba vestida de luto y empuñaba un cuchillo ensangrentado. Por supuesto, no recordaba nada. Por mi parte, declararía que ella había intentado asesinarme, presa de la ira y la frustración. Posiblemente acabaría entre rejas o intenada en algún psiquiátrico. Alfonso, como mínimo, tendría el corazón destrozado. Y yo... Bueno, tendría que empezar de nuevo, bajo mi nueva identidad.
Si, es una forma de vida complicada. Pero es el precio que un hombre ya muerto debe pagar por mantener su más codiciado secreto